Rubén Darío Álvarez Pacheco, muchachon@rinconguapo.com
Vivimos en una época que, paradójicamente, idolatra el talento del pasado mientras desprecia o subestima el del presente.
Nos hemos acostumbrado a frases como “un Michael Jackson no volverá a nacer” o “como Picasso no habrá otro”, sin detenernos a pensar en el efecto que tienen esas sentencias en los artistas que apenas comienzan su camino.
La intención, en la mayoría de los casos, no es mala. Se busca rendir homenaje a figuras que marcaron una época, que rompieron esquemas y dejaron una huella profunda en su arte. Pero lo que empieza como admiración puede convertirse en una lápida para las nuevas generaciones.
Al elevar a ciertos artistas al pedestal de “irrepetibles”, negamos la posibilidad de que el talento tenga nuevas formas, nuevas voces, nuevas estéticas. Peor aún: enviamos un mensaje implícito a los jóvenes creadores de que, supuestamente, hagan lo que hagan, jamás alcanzarán ese nivel. ¿Qué estímulo puede haber entonces para seguir?
Esta comparación constante es una forma de injusticia. Ningún artista, por muy grande que sea, ha nacido con todo resuelto. Incluso los que llamamos “genios” tuvieron etapas torpes, búsquedas fallidas, obras menores. Lo que hoy veneramos en ellos es el resultado de un proceso, no una condición mágica con la que vinieron al mundo.
Cuando decimos que no volverá a nacer otro como tal o cual figura, no estamos haciendo historia: estamos fabricando mitos. Y los mitos, cuando no se los cuestiona, se convierten en grilletes para los demás. Nadie quiere competir con una estatua de mármol.
Este culto a lo insuperable es también una forma de nostalgia disfrazada. En el fondo, quienes sostienen esas frases están aferrados a una época que sienten perdida, y rechazan inconscientemente los cambios culturales, estéticos o tecnológicos que trae el presente.
Pero el arte no es un museo ni un álbum de oro inalterable. El arte es río, movimiento, transformación. Cada generación tiene el derecho —y el deber— de expresarse según su tiempo. Y, para hacerlo, necesita espacios de confianza, no altares inalcanzables.
Muchas veces he sentido la necesidad de defender a jóvenes artistas que son juzgados con severidad apenas dan sus primeros pasos. “Eso no es música”, “eso no es literatura”, “eso no es arte”… y demás sandeces. Pero me pregunto: ¿Quién define eso? ¿Con qué vara se mide?
Es injusto pedirle a un joven de veinte años que tenga la profundidad de un García Márquez maduro; o que cante con la fuerza de un Freddie Mercury. Esas comparaciones son trampas disfrazadas de exigencia. No ayudan, solo aplastan.
También es común escuchar que todo tiempo pasado fue mejor. Pero esa afirmación casi nunca resiste un análisis serio. En cada época hubo mediocridad y excelencia, oportunismo y rebeldía, complacencia y ruptura. Lo mismo sucede hoy.
Lo más honesto sería cambiar la pregunta: no si habrá otro igual, sino qué de nuevo puede surgir. No quién será “el próximo fulano”, sino quién será el primero en ser él mismo. Porque los grandes artistas no repiten a nadie. Inventan su propia forma de estar en el mundo.
La misión de un artista no tiene que ser cambiar el mundo. A veces basta con cambiar una emoción, una mirada, una tarde. No todos están llamados a ser iconos. Algunos solo quieren ser sinceros, y eso también es valioso.
Por eso, cuando escuchemos a alguien decir que como tal artista “no nacerá otro”, sería bueno responder: “quizá no, pero hoy están naciendo otros que serán únicos a su modo”. Y merecen tiempo, respeto y libertad para crecer.
El verdadero homenaje a los grandes del pasado no es congelarlos como estatuas, sino seguir creando en su espíritu de exploración, riesgo y belleza. Y para eso, hay que permitir que lo nuevo respire sin el peso del mito.
Aplaudir a quienes lo hicieron bien antes no debe impedirnos acompañar a quienes lo están intentando ahora. El futuro del arte no está escrito, y eso es precisamente lo hermoso de seguir apostando por él.
Por mi parte —y por el momento—, siempre que escucho a alguien diciendo, por ejemplo, que como Maradona o Gardel no habrá otro, enseguida le respondo: “no tiene por qué haberlo. Ya ellos hicieron lo suyo y se les agradece, pero no tenemos por qué colgarles a las nuevas generaciones compromisos que no tienen por qué cargar. Tengamos un poco más de respeto por los jóvenes que están abriendo sus propios caminos”.