Rodrigo Ramírez Pérez, rorro@rinconguapo.com
Sin duda es la muerte… Nos aferramos tanto a la vida terrenal que nos pasamos gran parte del poco tiempo de vivir buscando la inmortalidad, hoy existen personas convencidas que por sus conductas tendrán vida eterna…
Lo que he aprendido en la vida es que el cuerpo que ocupa nuestra alma y espíritu se muere, porque le pertenece a la tierra. El alma vive un poco más hasta que encuentra descanso, mientras que el espíritu sí tiene vida eterna y es el único que conoce a Dios.
Sobre este planteamiento hipotético hay muchas corrientes escatológicas, teológicas, filosóficas, esotéricas, Etc. Y sobre ello, no me voy a detener, primero porque no soy autoridad, y segundo, se trata de la introducción al tema de esta opinión.
El año gemelo de la muerte, 2020, comenzó a pasarme la factura en abril, un amigo distante murió, luego otros amigos más cercanos, después familiares lejanos, posteriormente, uno de mis seres más queridos, mi papá. La vecina de mis últimos 45 años, casi que una tía, también nos dijo adiós para siempre, y la cadena de la muerte siguió con conocidos y amigos.
¡Qué año tan desgraciado!!! Los anteriores, terminaban para mí en octubre, porque noviembre y diciembre eran la cosecha de lo laborado de marzo a octubre; enero y febrero, pura planeación. El 2020, se me acabó en agosto.
En las madrugas cuando recorro las calles de mi barrio para los ejercicios de meditación me devuelvo a la niñez, el recuerdo y la nostalgia me regresa a esos días felices de la vida plena. Para entonces, pensar en la muerte era pavor puro. Es natural, la vida apenas comenzaba.
Con los años aprendí aceptar la muerte, a tenerla de compañera en ciertos momentos de desafíos. Y entendí que la muerte está lejos de ser el final de la vida, si no, que hace parte de ella.
Retomando los recorridos de la madrugada a pie por las calles de mi barrio, observo que el cambio urbanístico es protuberante, ya no son pocas casas y muchos lotes. Ahora, demasiados edificios, viviendas y nada de lotes.
¿Dónde quedaron las casas de tablas o de madera? El tiempo las extinguió. ¿Dónde están las calles polvorientas sin andenes con grietas de las escorrentías de los días de lluvias? Viven en la memoria, el pavimento las trasformó.
Todo cambió, los viejos vecinos, muchos habitan en el recuerdo y la nostalgia, otros pocos, somos dinosaurios ante los neófitos moradores y las nuevas generaciones de estas familias primarias del barrio.
Por lo menos, a mí me pasa, como sucedía con mis viejos, cuando algún antiguo amigo le presentaba sus descendientes: “¿Ahhh este es el pelaito necio y llorón??? ¡Cómo está de grande!!! Te advierto, si no me lo presentas, me encuentro por la calle, ni lo reconozco”. Señal de que ya estoy viejo… Gabo decía, “Cuando te digan que te parece a tu papá, ya te puedes considerar un veterano”.
Al final, todo esto es vida, eso no muere, se queda en nuestras generaciones. La cultura oral nos hace inmortal. El cambio y la transformación es parte de la vida. La muerte es solo el final de un capítulo del gran libro de la vida.
Todos tenemos nuestras maravillosas historias. Lo triste es que existió un año gemelo cargado de muerte para cerrar muchas páginas del inventario de la vida. Por eso, el único lado oscuro de la vida es la muerte.