Rubén Darío Álvarez Pacheco, muchachon@rinconguapo.com
El comentario de María González, socia del Club El Nogal, al referirse a la esposa del exalcalde de Medellín, Daniel Quintero, como “indiamenta”, no es un simple exabrupto: es una radiografía dolorosa del racismo y el clasismo que persisten en Colombia.
La frase, dicha en uno de los clubes más exclusivos de Bogotá, desató una avalancha de indignación. Pero el problema va más allá del escándalo: lo grave es que todavía existan personas que se sientan con derecho a cuestionar quién puede estar o no en ciertos espacios.
No fue el tono, ni el contexto, ni la molestia momentánea. Fue el desprecio envuelto en racismo, clasismo y arrogancia, una forma de violencia social que no siempre necesita gritar: basta con una palabra.
Lo más inquietante es que esa actitud no es exclusiva de los clubes privados. En todo el país el privilegio sigue creyendo que puede decidir quién merece respeto y quién no. Quién pertenece. Quién incomoda.
Recordemos lo que pasó cuando el presidente Gustavo Petro nombró a Francia Márquez como su fórmula vicepresidencial. De inmediato muchas voces “preocupadas” empezaron a cuestionar su preparación, su experiencia, su “nivel”.
Detrás de esas críticas, supuestamente técnicas, había algo más profundo: el rechazo visceral a ver a una mujer negra, del Cauca, empobrecida y orgullosa de su raíz, en una posición de poder que históricamente ha sido reservada para blancos o mestizos de élite.
A Francia no le perdonan que hable como habla, que luzca como luce, que camine como camina. Su sola presencia en el Palacio de Nariño incomoda. No por lo que hace, sino por lo que representa: una ruptura simbólica del orden social tradicional.
En Cartagena también hemos vivido eso. Campo Elías Terán, periodista querido y popular, fue atacado con los mismos argumentos cuando se postuló a la alcaldía: decían que no estaba preparado, que no sabía de administración pública, que no tenía nivel, etc.
Es verdad que su gestión fue errática y que murió enfermo y en medio de escándalos. Pero sería ingenuo negar que muchas de las críticas que recibió, antes de ser elegido, tenían menos que ver con su capacidad y más con su piel, su acento y su historia.
Hay un patrón: cuando alguien de origen humilde, negro o indígena, accede a lugares de poder o privilegio, se activa un reflejo de rechazo que se disfraza de tecnicismo o preocupación institucional, pero en el fondo es miedo. Miedo a perder el monopolio del privilegio.
En Cartagena, esto se repite todos los días. Jóvenes negros rechazados en discotecas. Mujeres afros tratadas con condescendencia en restaurantes caros. Vendedores expulsados del Centro Histórico con argumentos higienistas.
Lo más doloroso es que el racismo aquí no siempre viene de los blancos. Muchos cartageneros afrodescendientes han interiorizado ese desprecio, y lo replican contra los suyos. Se burlan del acento popular, prefieren aclararse el cabello, se incomodan si su hijo se enamora de una negra.
Se trata de un racismo hipócrita, en silencio, aceptado. A veces, incluso, celebrado, como si lo correcto fuera negar lo que se es y aspirar siempre a parecer lo que no se es.
Por eso, la frase “¿y esa indiamenta qué hace aquí?” duele tanto. porque revela que el racismo sigue vivo, operando con códigos sociales, con silencios cómplices, con sonrisas elegantes y comentarios venenosos.
Diana Osorio, esposa de Daniel Quintero, ha sido criticada por su manera de hablar, por su aspecto, por su forma de vestir. Pero, ¿realmente la incomodidad tiene que ver con su papel político o con que su presencia rompe el molde de lo que se espera en ciertos círculos?
El verdadero problema no es que una mujer del pueblo llegue a un club de élite o a un cargo público. El problema es que esa mujer no se avergüenza de su origen. No pide permiso. No baja la mirada. No cambia su voz.
El sistema ha enseñado que hay formas “aceptables” de ser negro o indígena: domesticado, agradecido, funcional. Pero cuando aparece alguien que no se acomoda, que no quiere parecerse a los blancos, entonces surge automáticamente el desprecio.
Colombia necesita desmontar esa estructura racista no sólo desde las leyes, sino desde lo cotidiano: en las escuelas, en las familias, en los medios, en los espacios de poder.
Necesitamos dejar de juzgar a los nuestros con la vara de los otros. Y dejar de disfrazar el racismo de argumento técnico, de comentario estético, de preocupación ciudadana. Lo que molesta no es la falta de preparación. Lo que molesta es el color, el origen, el descaro de existir sin pedir permiso. Ojalá lo ocurrido en el Club El Nogal sirva como un espejo que nos permita vernos en nuestras contradicciones; y que, de una vez por todas, nos atrevamos a desmontar ese racismo bien vestido que sigue marcando quién entra, quién se queda afuera y quién, según algunos, “no debería estar aquí”.