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Un grito que nadie escucha

𝐄𝐧 𝐚𝐥𝐠𝐮𝐧𝐚𝐬 𝐜𝐢𝐮𝐝𝐚𝐝𝐞𝐬 𝐝𝐞𝐥 𝐢𝐧𝐭𝐞𝐫𝐢𝐨𝐫 𝐝𝐞𝐥 𝐩𝐚𝐢́𝐬, 𝐥𝐚 𝐦𝐚𝐲𝐨𝐫𝐢́𝐚 𝐝𝐞 𝐥𝐨𝐬 𝐡𝐨𝐦𝐛𝐫𝐞𝐬 𝐜𝐫𝐞𝐞𝐧 𝐪𝐮𝐞 𝐥𝐚𝐬 𝐦𝐮𝐣𝐞𝐫𝐞𝐬 𝐬𝐨𝐧 𝐝𝐞 𝐬𝐮 𝐩𝐫𝐨𝐩𝐢𝐞𝐝𝐚𝐝; 𝐲, 𝐚𝐮𝐧𝐪𝐮𝐞 𝐞𝐥 𝐯𝐢́𝐧𝐜𝐮𝐥𝐨 𝐦𝐚𝐫𝐢𝐭𝐚𝐥 𝐡𝐚𝐲𝐚 𝐭𝐞𝐫𝐦𝐢𝐧𝐚𝐝𝐨, 𝐥𝐚𝐬 𝐦𝐚𝐧𝐭𝐢𝐞𝐧𝐞𝐧 𝐛𝐚𝐣𝐨 𝐜𝐨𝐧𝐭𝐫𝐨𝐥 𝐡𝐚𝐬𝐭𝐚 𝐧𝐢𝐯𝐞𝐥𝐞𝐬 𝐚𝐬𝐟𝐢𝐱𝐢𝐚𝐧𝐭𝐞𝐬.

Rubén Darío Álvarez Pacheco, muchachon@rinconguapo.com

Hace unos años presencié el caso de *María, una compañera de trabajo, madre soltera, quien había sostenido un romance con un comerciante del interior del país, y de cuya unión nació su segundo hijo.

De ahí en adelante, el comportamiento del compañero sentimental fue violento desde la palabra y desde las actitudes, lo que obligó a María a dar por terminada la relación y a mudarse hacia la casa de su madre.

Contrario a lo que ella imaginaba, el problema no terminó ahí: el tipo siguió acosándola, amenazándola, celándola, siguiéndola y hasta esperándola para avergonzarla ruidosamente cuando salía de su sitio de trabajo.

Esta situación la llevó a entablar una denuncia en una casa de justicia. Después en la Fiscalía. Y por último, buscó protección con una entidad defensora de la mujer. Pero nada surtió el efecto que se esperaba.

Para no alargar el cuento, renunció al trabajo y se marchó de la ciudad. Y todavía es la hora en que los familiares dicen no saber dónde se encuentra.

Unos días antes de su intempestiva renuncia, me comentó algo que ella no sabía cuando conoció a su futuro agresor: la mayoría de los hombres pertenecientes a algunas localidades del interior del país consideran que sus esposas o amantes son su propiedad; y que, en caso de separación, él puede irse de la casa, pero siempre creerá que la mujer le pertenece. Así que nadie se le puede acercar ni puede recibir visitas, ni salir sola sin la sofocante vigilancia del exmarido. “Si no eres mía, tampoco serás de nadie”, suelen sentenciar los energúmenos.

El relato me impresionó, porque, desde que tengo uso de razón, esas situaciones son muy raras (casi inexistentes) en el Caribe colombiano, donde, por la razón que sea, un maridaje termina, pero cada cual toma su camino sin interferir en el del otro, ni siquiera si tienen hijos.

Al respecto, conversé con un par de abogadas muy cercanas y expertas en violencia de género, quienes, sin embargo, me pidieron la reserva de sus nombres. Y fue esto lo que logré extractar de la conversación:

En Colombia, la violencia de género no se limita a golpes físicos, sino que también se extiende al acoso psicológico, al control constante; y, en muchos casos, al feminicidio. A menudo ocurre que, aunque el vínculo haya terminado, el control y la violencia no cesan.

Los hombres, en muchos casos, se sienten dueños de las mujeres, como si la separación no tuviera valor legal ni emocional. Es decir, se trata de un reflejo de la persistente cultura machista.

El caso de un exagente de policía que mató a su exmujer en un salón de belleza del interior del país, es sólo uno de los tantos ejemplos que han salido a la luz. La mujer había denunciado previamente el acoso, pero, como ocurre frecuentemente, la denuncia no tuvo el efecto esperado.

La razón detrás de esta negligencia es compleja. En primer lugar, existe una falta de capacidad real por parte de las autoridades para ofrecer protección efectiva a las víctimas. El sistema judicial y las fuerzas del orden no siempre cuentan con los recursos o la voluntad necesaria para actuar con celeridad ante las denuncias.

Además, la cultura tradicionalista y machista, especialmente en las zonas rurales o en el interior del país, perpetúa la idea de que las mujeres son propiedad de los hombres. Esta mentalidad es reforzada en muchas ocasiones por la familia, los amigos e incluso la comunidad. Para peores males, la cultura traqueta y mafiosa ha robustecido esa idea, pues el poderoso narcotraficante supone que todo se puede comprar, incluso los sentimientos y la vida de las mujeres. Y lo principal es que el capo no le teme a las consecuencias legales.

En este contexto, el hombre no sólo busca controlar a la mujer durante la relación, sino que, al finalizarla, intenta mantenerla bajo su dominio. Esto se convierte en una constante fuente de angustia para las víctimas, quienes deben lidiar con el temor de ser atacadas, humilladas o asesinadas en cualquier momento y lugar.

La falta de protección efectiva por parte de las autoridades engrosa la percepción de impunidad. A pesar de que las leyes han avanzado en términos de equidad de género, su implementación sigue siendo deficiente. Las denuncias a menudo son tomadas con ligereza; y las víctimas no siempre reciben la atención que merecen.

En muchos casos, las mujeres que se atreven a denunciar sufren el desdén o la indiferencia de los funcionarios encargados de velar por su seguridad. Las denuncias son registradas, pero las medidas preventivas son ineficaces, y los agresores continúan ejerciendo su control.

A esto se suma la percepción generalizada de que el machismo es algo culturalmente aceptable en ciertas regiones de Colombia. La violencia de género, lejos de ser vista como un acto criminal, es minimizada y hasta justificada por algunos sectores de la sociedad.

Las mujeres se sienten abandonadas y, en algunos casos, obligadas a abandonar su ciudad o país. Pero la huida no es garantía de seguridad, ya que el acosador, disponiendo de libertad, podría seguir tras ellas. Es decir, tiene que ver con un costo emocional y psicológico que muchas veces no se considera al momento de ofrecer soluciones a los problemas de violencia de género.

*𝐍𝐨𝐦𝐛𝐫𝐞 𝐜𝐚𝐦𝐛𝐢𝐚𝐝𝐨

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