𝐍𝐨 𝐦𝐞 𝐥𝐨 𝐡𝐚𝐧 𝐜𝐨𝐧𝐟𝐞𝐬𝐚𝐝𝐨, 𝐩𝐞𝐫𝐨 𝐦𝐞 𝐩𝐚𝐫𝐞𝐜𝐞 𝐪𝐮𝐞 𝐞𝐥 𝐥𝐢𝐛𝐫𝐨 ❞¿𝐃𝐨́𝐧𝐝𝐞 𝐡𝐚𝐲 𝐦𝐮́𝐬𝐢𝐜𝐚 𝐚𝐟𝐫𝐢𝐜𝐚𝐧𝐚❞ 𝐞𝐬 𝐮𝐧 𝐧𝐮𝐞𝐯𝐨 𝐢𝐧𝐭𝐞𝐧𝐭𝐨 𝐝𝐞 𝐫𝐨𝐛𝐚𝐫𝐥𝐞 𝐚 𝐥𝐚 𝐧𝐨𝐬𝐭𝐚𝐥𝐠𝐢𝐚 𝐥𝐚 𝐚𝐥𝐞𝐠𝐫𝐢́𝐚 𝐩𝐢𝐜𝐨𝐭𝐞𝐫𝐚 𝐲 𝐚𝐟𝐫𝐢𝐜𝐚𝐧𝐢𝐳𝐚𝐝𝐚 𝐝𝐞 𝐥𝐨𝐬 𝟕𝟎 𝐲 𝟖𝟎 𝐞𝐧 𝐂𝐚𝐫𝐭𝐚𝐠𝐞𝐧𝐚.
Rubén Darío Álvarez Pacheco, muchachon@rinconguapo.com
Hay libros que no se leen con los ojos, sino con la memoria. “¿Dónde hay música africana?” no es sólo una pregunta, es una campana que suena en las entrañas de Cartagena, una cuerda que hala desde el fondo del alma hasta los parlantes de los picós, donde retumban los tambores de un continente que, sin saberlo, siempre estuvo aquí.
Los investigadores Ricardo Chica Gelis y Adrián Fajardo Martínez no escriben desde la distancia académica. Escriben como quien recoge conchas del mar: con cuidado, con ternura, con la conciencia de estar rescatando fragmentos de un todo olvidado. Su libro es una arqueología sonora de la Cartagena popular, esa que baila, aunque la vida le niegue el descanso.
El libro no se conforma con contar: revive. Pone a sonar nuevamente esos vinilos que llegaron del África lejana y de la gran cuenca caribeña, cubiertos de polvo, misterio y ritmo. Los discos giran otra vez en la página y suenan en la mente del lector. Y es imposible no mover el pie, no cerrar los ojos, no sentir la sal en los labios de la juventud perdida.
Fue en los barrios marginados, donde las calles tienen nombres evocadores y las casas no ostentan lujos, que esta música encontró su templo. Allí, donde la pobreza era una herencia, la alegría fue resistencia, y el picó —esa máquina mágica— se volvió altar. El libro lo recuerda, lo celebra y lo dignifica.
En los años 70, cuando la ciudad miraba con desprecio a su gente negra, cuando la piel oscura aún era sinónimo de servidumbre, la música africana llegó como una brisa ancestral. No importaba que no se entendieran las letras: el cuerpo sí entendía. El alma también. Porque había algo familiar y algo de casa en esos ritmos ajenos, pero propios.
Pero la ciudad no perdona lo que no comprende. Esa música fue llamada “champeta”, palabra que se escogió como ofensa, como mueca de rechazo. La asociaron con cuchillos, con peleas, con sudores indebidos. Era la banda sonora de los que no estaban invitados al centro histórico. Y, sin embargo, sonaba. Sonaba con furia. Sonaba con amor.
El libro rescata ese momento de infamia. Lo pone en su justo lugar: no como una nota al pie, sino como un acto fundacional. Los picós no sólo difundían música, construían identidad. Eran emisoras sin licencia, universidades sin aulas, fiestas sin permiso. Y todo eso —¡todo eso!— lo capturan Chica y Fajardo con precisión de cirujanos y corazón de exploradores.
Luego llegó el silencio. Las emisoras dejaron de programar los temas africanos. Ya no se oía ni al jibarito de Puerto Rico ni al rey de la rumba congoleña. Fue un tiempo gris. Pero como toda buena historia caribeña, el tambor nunca muere del todo: sólo se esconde esperando su hora.
Y su hora llegó con el Festival de Música del Caribe. Erdaaaaaaa… el festival nacido en el amanecer de los 80 como un soplo de aire fresco sobre una Cartagena encerrada en sus propios prejuicios. Fue una ráfaga de mariposas de colores, un puente entre los salones con aire acondicionado y los patios con sillas plásticas. Por fin, la ciudad se dejó tocar.
Los mismos que antes le cerraban la puerta a la champeta, ahora bailaban con ella en eventos internacionales. El esnobismo hizo su trabajo: lo que era “vulgar” se volvió “exótico”. Y sin saberlo, le dieron dignidad a lo que nunca debió perderla. La música africana revivió, y lo hizo con aplausos.
Los discos, que antes se rebautizaban con nombres inventados —porque nadie hablaba lingala ni wolof—, cobraron vida propia: “El merengue ye”, “La mencha”, “El cheque”… títulos nacidos de la imaginación cartagenera, puentes sonoros entre dos continentes hermanos.
El libro no se burla de ese acto de rebautizo. Lo celebra como lo que fue: un acto de apropiación cultural lleno de ingenio. Porque el pueblo no espera traducciones oficiales. El pueblo siente, interpreta y reinventa. Y así nació la Cartagena que conocemos hoy: mezcla de África, Gran Caribe y calle.
Y en medio de ese renacer, las orquestas cartageneras también alzaron su voz. Se volvieron protagonistas en la música popular del país. Gracias al festival, dejaron de ser teloneras de la nostalgia y se convirtieron en portavoces del Caribe. El libro les da su lugar: entre la gloria y el ritmo.
Leer “¿Dónde hay música africana?” es volver a la adolescencia, a los salones del bachillerato, a las casetas de cativo, a las tardes de picó en la esquina, al calor sin tregua, al pasacintas busetero, a los amores de pupitre que duraban lo que duraba un disco de Laba Sosseh, Mbilia Bell, Tico Tsicaya, Papa Wemba o Jena Mandako. Es un viaje al pasado que no termina en tristeza, sino en orgullo.
Porque este libro es, sobre todo, una declaración de pertenencia. Nos recuerda que la música africana no vino de visita: vino a quedarse. Porque la llevábamos en la sangre. Porque cuando suena el tambor, es como si nuestros abuelos esclavizados nos hablaran en clave de resistencia.
Los autores no sólo documentan: honran. Cada página es un acto de justicia con los barrios, con los picoteros (que no “disc jockeys”) empíricos, con los que cargaban parlantes al hombro, con las niñas que aprendieron a bailar antes que a leer, con los hombres que hallaban en el ritmo una forma de existir.
Y también es un acto de memoria contra el olvido. Porque en una ciudad que suele esconder su negritud bajo el mármol de los conventos, este libro levanta un monumento de papel a los verdaderos constructores del sonido cartagenero, esos que hicieron del picó un arma contra la indiferencia.
No es un libro para leer en silencio. Es para tener de fondo un mix africano, para que el lector sienta cómo las palabras se mezclan con los bajos y cómo la teoría baila con el recuerdo. Es un libro que se vive con el cuerpo, como se vive el carnaval, como se vive una champeta preñada de espeluke.
Cartagena no sería Cartagena sin su música picotera, sin su Festival de Música del Caribe, sin su gente de piel ardiente y sonrisa ancha. Y este libro lo sabe. Y por eso lo dice. Y por eso duele, pero también cura. Porque mirar atrás, cuando se hace con ritmo, también es avanzar.
“¿Dónde hay música africana?” Aquí. En cada página. En cada barrio. En cada corazón que alguna vez vibró con un tambor desconocido y decidió no apagarlo. Aquí está la música. Aquí está África. Aquí estamos nosotros, con los pies polvorientos, bailando para no olvidar.
Congratulaciones a Chica, que es un grande, a pesar de su apellido; y a Fajardo, que se fajó con la preguntadera.