𝐌𝐢𝐞𝐧𝐭𝐫𝐚𝐬 𝐥𝐚𝐬 𝐢𝐝𝐞𝐧𝐭𝐢𝐝𝐚𝐝𝐞𝐬 𝐛𝐚𝐫𝐫𝐚𝐧𝐪𝐮𝐢𝐥𝐥𝐞𝐫𝐚 𝐲 𝐚𝐧𝐭𝐢𝐨𝐪𝐮𝐞𝐧̃𝐚 𝐬𝐨𝐧 𝐟𝐚́𝐜𝐢𝐥𝐦𝐞𝐧𝐭𝐞 𝐫𝐞𝐜𝐨𝐧𝐨𝐜𝐢𝐛𝐥𝐞𝐬 𝐞𝐧 𝐜𝐮𝐚𝐥𝐪𝐮𝐢𝐞𝐫 𝐩𝐚𝐫𝐭𝐞, 𝐜𝐚𝐛𝐞 𝐩𝐫𝐞𝐠𝐮𝐧𝐭𝐚𝐫𝐬𝐞, ¿𝐚 𝐥𝐨𝐬 𝐜𝐚𝐫𝐭𝐚𝐠𝐞𝐧𝐞𝐫𝐨𝐬 𝐪𝐮𝐞́ 𝐧𝐨𝐬 𝐢𝐝𝐞𝐧𝐭𝐢𝐟𝐢𝐜𝐚?
Rubén Darío Álvarez Pacheco, muchachon@rinconguapo.com
Cada año, cuando se celebra un nuevo aniversario de la fundación de Cartagena de Indias, las autoridades sacan sus mejores trajes, los medios publican especiales coloridos y las redes se llenan de mensajes que exaltan “la heroica”, “la ciudad de la independencia” y “el coraje de nuestros ancestros”. Sin embargo, detrás de esa retorica brillante y vacía, permanece una incómoda pregunta que aún no tiene respuesta clara: ¿qué significa ser cartagenero hoy? ¿Qué es, en realidad, la cartageneidad?
Desde hace décadas, los discursos oficiales han intentado sostener la idea de una identidad anclada en los hechos del 11 de noviembre de 1811, cuando Cartagena declaró su independencia absoluta de España. Pero ese relato, más que formar identidad, la distorsiona. ¿Por qué? Porque fue un relato escrito por y para las élites, esas mismas que en realidad no lucharon por la libertad del pueblo, sino por el poder que antes tenía la Corona.
Los verdaderos héroes de la independencia cartagenera (los artesanos, los mestizos, los africanos esclavizados, los aborígenes diezmados, las mujeres del pueblo, etc.) fueron sistemáticamente borrados del relato oficial. No fue sino hasta hace pocos años que sus nombres empezaron a ocupar tímidamente algunos espacios públicos, como una placa escondida en el Camellón de los Mártires, como para no estorbar los monumentos de los farsantes que siempre se llevaron la gloria. ¿Cómo construir identidad a partir de una historia adulterada? ¿Cómo comprender la historia de una ciudad que se dedica a levantar estatuas absurdas y a nombrar calles con los nombres de personajes que tanto daño le hicieron?
Además, cuando se intenta explicar la cartageneidad, se apela a elementos compartidos con toda la Región Caribe: el arroz con coco, el bollo limpio, el pescado frito, el porro, la cumbia, la champeta, el calor. Pero entonces uno se pregunta: ¿dónde termina lo costeño y dónde empieza lo cartagenero? ¿Acaso somos lo mismo que cualquier otro municipio del Caribe?
Y ahí radica el problema: Cartagena no ha construido un relato identitario sólido, propio y reconocible. No hay un sentido claro de pertenencia. No hay orgullo común. A diferencia de otras ciudades como Medellín o Barranquilla, aquí no existe un nosotros fuerte que nos una más allá de la camiseta del equipo de fútbol o la queja colectiva sobre el calor insoportable.
En cambio, hay una fractura histórica, social y cultural que define más lo que no somos. La ciudad está marcada por una división profunda entre dos Cartagenas: la Cartagena turística de murallas, playas privadas y hoteles boutique; y la Cartagena real de barrios marginados, falta de oportunidades y exclusión sistemática. Una ciudad partida en dos que no logra reconocerse a sí misma.
Los cartageneros no compartimos un proyecto común. A lo sumo, compartimos frustraciones. Aquí el color de piel todavía determina el trato, el acceso, la movilidad social. El negro que aspira a volverse blanco, el blanco que se cree rey (y lo que es peor: los pobres que creen que es verdad que los blancos son reyes), el mestizo que no sabe dónde encaja… Todo esto configura una ciudad sin un rostro claro, sin un nosotros inclusivo y auténtico. Y a quien diga algo en contra de eso se le tilda de resentido, pretencioso e igualado. Esa es la respuesta decimonónica. e
La cartageneidad —si es que existe— está en crisis. Y es una crisis que se arrastra desde la misma fundación de la ciudad, que fue levantada sobre la sangre de aborígenes, africanos esclavizados y pueblos arrasados. El mito heroico no ha servido para sanar ni para construir comunidad; ha servido para tapar realidades dolorosas y mantener estructuras injustas.
Mientras tanto, seguimos sin símbolos unificadores que, de verdad, convoquen al orgullo colectivo. Los monumentos están ahí, pero no hablan. Las calles tienen nombres supuestamente ilustres, pero no significan nada para el habitante de a pie. Las festividades se han vuelto espacios para el turismo, no para la comunión popular.
Y cuando uno pregunta en la calle qué es ser cartagenero, hay una pausa. Un silencio incómodo. Nadie lo sabe bien. Nadie lo tiene claro. No hay una respuesta firme, emocionada, sentida. Eso sí, todo el mundo puede decirte lo malo: la corrupción, la indiferencia, la malquerencia, la desigualdad, la exclusión, el racismo, la envidia y la mediocridad. El orgullo por lo propio es la gran deuda.
Los barranquilleros, por ejemplo, se sienten parte de una fiesta de todos con todos y de un relato colectivo de progreso y alegría. Los antioqueños tienen su historia de esfuerzo, tenacidad y emprendimiento. Les puede gustar o no al resto del país, pero tienen una identidad clara y poderosa. ¿Y nosotros? ¿De qué nos sentimos orgullosos?
Tal vez parte del problema es que nadie nos ha preguntado realmente qué queremos ser como ciudad. Porque ser cartagenero no debería limitarse a nacer aquí. Debería implicar un compromiso, una idea común, un relato propio construido con la verdad, no con mitos coloniales ni leyendas doradas que no nos representan.
Es necesario dejar de mirar al pasado sólo con nostalgia y empezar a mirarlo con honestidad. Reconocer las heridas, los silencios, las injusticias. Es de ahí de donde podría surgir una verdadera identidad, una cartageneidad que no esté basada en fantasías sino en el reconocimiento de nuestra diversidad, nuestra historia dolorosa y nuestras luchas actuales.
Ser cartagenero debería significar algo más que vivir entre murallas o tener el mar cerca. Debería implicar una convicción por transformar la ciudad, por no perpetuar las mismas formas de exclusión, por aceptar nuestras raíces afro, indígenas y populares sin vergüenza. Pero para eso hace falta voluntad política, educativa y cultural.
Y hace falta, sobre todo, valentía para romper con el discurso complaciente que nos tiene estancados. Para dejar de repetir con orgullo historias que no son nuestras y empezar a construir otras nuevas, más justas, más sinceras, más del alma colectiva. Cartagena merece eso. Y los cartageneros también.
Así que volvamos a la pregunta inicial: ¿qué demonios es ser cartagenero? Quizá, hoy por hoy, no lo sabemos del todo. Pero eso no es una condena, es una oportunidad. La oportunidad de empezar a escribir una nueva historia que sí nos represente a todos. Una historia que por fin merezca ser contada con orgullo.