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“Goyo”, una película como un buen cuento

𝐔𝐧𝐚 𝐡𝐢𝐬𝐭𝐨𝐫𝐢𝐚 𝐬𝐞𝐧𝐜𝐢𝐥𝐥𝐚, 𝐜𝐨𝐧𝐭𝐚𝐝𝐚 𝐜𝐨𝐧 𝐞𝐥 𝐚𝐥𝐦𝐚, 𝐪𝐮𝐞 𝐧𝐨 𝐡𝐚𝐜𝐞 𝐫𝐮𝐢𝐝𝐨, 𝐩𝐞𝐫𝐨 𝐝𝐞𝐣𝐚 𝐡𝐮𝐞𝐥𝐥𝐚 𝐬𝐢𝐧 𝐩𝐫𝐞𝐭𝐞𝐧𝐬𝐢𝐨𝐧𝐞𝐬, 𝐬𝐢𝐧 𝐚𝐫𝐭𝐢𝐟𝐢𝐜𝐢𝐨𝐬. 𝐄𝐬 𝐬𝐨́𝐥𝐨 𝐮𝐧𝐚 𝐛𝐮𝐞𝐧𝐚 𝐡𝐢𝐬𝐭𝐨𝐫𝐢𝐚 𝐪𝐮𝐞 𝐬𝐞 𝐬𝐢𝐞𝐧𝐭𝐞 𝐜𝐨𝐦𝐨 𝐮𝐧 𝐚𝐛𝐫𝐚𝐳𝐨.

Rubén Darío Álvarez Pacheco, muchachon@rinconguapo.com

Hay películas que no necesitan fuegos artificiales ni giros inesperados para dejar huella.

“Goyo”, del director argentino Marcos Carnevale, es una de esas joyas que se abren paso sin alardes, con la calma de quien sabe que lo esencial no grita. Se instala en el corazón del espectador con la misma naturalidad con la que uno se sienta a leer un cuento bien escrito. De esos que, al terminar, te dejan con una sonrisa y el ánimo en paz.

La historia, que se exhibe en Netflix, gira en torno a Goyo, un guía de museo con síndrome de Asperger que vive enamorado del arte —en especial de Van Gogh— y que, sin buscarlo, termina abriéndole la puerta al amor y al dolor cuando conoce a Eva, una guardia de seguridad atrapada en una vida difícil. Lo que podría haberse convertido en un melodrama forzado, aquí se transforma en una narración honesta, sencilla, profundamente humana.

Nicolás Furtado ofrece una de las actuaciones más sensibles del cine latinoamericano reciente. Su interpretación de Goyo es matizada, contenida, tierna y creíble. A su lado, Nancy Dupláa aporta la cuota de realidad áspera, dolor y ternura que equilibra la balanza emocional de la película. Juntos construyen una relación inusual, cargada de gestos pequeños y significados grandes.

El director no explota el Asperger como una etiqueta para causar lástima ni para usarlo como recurso narrativo. Por el contrario, lo integra con naturalidad, permitiendo que el personaje brille por su humanidad, no por su condición. Es un acierto que se agradece, sobre todo en tiempos donde la representación de la neurodiversidad suele ser caricaturesca o condescendiente.

“Goyo” también se destaca por su fotografía, por la belleza de los planos dentro del museo, por su ritmo pausado, por el uso justo de la música. Es una película que no corre, que respira, que deja espacio al silencio y a las miradas. Se permite momentos de contemplación, y eso le da fuerza. Porque no todo tiene que explicarse, y porque hay emociones que sólo se comprenden si uno se detiene.

En el panorama del cine latinoamericano, tan marcado por la necesidad de “impactar” o de “denunciar”, esta película apuesta por lo contrario: por contar bien una historia sencilla, cercana, casi cotidiana. Lo hace con respeto por sus personajes, con amor por los detalles, y con un guion que se siente más como una caricia que como una sacudida. “Goyo” es una invitación a volver a lo esencial. A mirar a los otros con paciencia. A aceptar que la belleza puede estar en lo que no entendemos del todo. Es una película que, como los buenos cuentos, no necesita adornos para quedarse en uno. Y, como los buenos cuentos, deja esa sensación de alivio que sólo dan las historias que nos reconcilian un poco con el mundo.

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