𝐂𝐫𝐞𝐨 𝐪𝐮𝐞 𝐥𝐥𝐞𝐠𝐨́ 𝐥𝐚 𝐡𝐨𝐫𝐚 𝐝𝐞 𝐝𝐞𝐣𝐚𝐫 𝐝𝐞 𝐞𝐬𝐭𝐚𝐫 𝐜𝐮𝐥𝐩𝐚𝐧𝐝𝐨 𝐚 𝐂𝐨𝐥𝐨𝐦𝐛𝐢𝐚 𝐝𝐞 𝐥𝐚 𝐝𝐞𝐬𝐠𝐫𝐚𝐜𝐢𝐚 𝐝𝐞 𝐞𝐬𝐨𝐬 𝐚𝐫𝐭𝐢𝐬𝐭𝐚𝐬 𝐪𝐮𝐞 𝐧𝐨 𝐬𝐮𝐩𝐢𝐞𝐫𝐨𝐧 𝐦𝐚𝐧𝐞𝐣𝐚𝐫 𝐞𝐥 𝐞́𝐱𝐢𝐭𝐨. 𝐄𝐬 𝐞𝐥 𝐦𝐨𝐦𝐞𝐧𝐭𝐨 𝐝𝐞 𝐚𝐫𝐦𝐚𝐫𝐥𝐨𝐬 𝐩𝐚𝐫𝐚 𝐪𝐮𝐞 𝐬𝐞𝐩𝐚𝐧 𝐦𝐚𝐧𝐞𝐣𝐚𝐫 𝐬𝐮𝐬 𝐭𝐚𝐥𝐞𝐧𝐭𝐨𝐬 𝐲 𝐬𝐮𝐬 𝐟𝐨𝐫𝐭𝐮𝐧𝐚𝐬.
Rubén Darío Álvarez Pacheco, muchachon@rinconguapo.com
En Colombia nos fascina celebrar a nuestros artistas cuando están en la cima: los aplaudimos, los ovacionamos, los llevamos en hombros, les gritamos “¡maestro!” y nos llenamos de orgullo al decir que “son nuestros”. Pero cuando el tiempo pasa y la fama se desvanece, muy pocos se acuerdan de ellos. Y lo más triste no es que se queden sin reconocimiento: es que también se quedan sin dinero, sin salud y sin apoyo.
Casos hay muchos. Y no de artistas menores, sino de verdaderas leyendas de la música, la televisión o el teatro. Hombres y mujeres que le dieron gloria al país, que marcaron generaciones enteras con su talento y que, al final, murieron pobres, enfermos y en el más cruel de los anonimatos.
En esos momentos siempre aparece el discurso de la Colombia ingrata, de los medios que ya no les prestan atención, de los políticos que no mueven un dedo, de los familiares que “desaparecieron”. Y, está bien, todo eso es cierto. Colombia es un país que consume artistas, pero no los protege. Los quiere mientras le sirven, pero no cuando le estorban.
Sin embargo, creo que ha llegado el momento de ir más allá del discurso lastimero. No basta con repetir que somos una sociedad desagradecida. Hay que empezar a hacer algo distinto. Y ese “algo” debe comenzar desde la raíz: desde la formación de los artistas.
Muchos de esos genios que hoy vemos en videos en blanco y negro, cantando o actuando con un talento prodigioso, nunca recibieron educación financiera, ni apoyo psicológico, ni orientación emocional. Nadie les enseñó qué hacer con la fama ni cómo administrar el dinero. Simplemente los soltaron en la selva del espectáculo y les dijeron: “arranca, pelao!”
Y claro, cuando una persona que viene de la pobreza más absoluta se encuentra de repente con millones en el bolsillo, fama desbordada y aduladores por todos lados, es fácil que pierda el rumbo. ¿Pero cómo no, si nadie le preparó para ese nivel de éxito ni para la soledad que viene después?
Entonces llega la parranda interminable, el despilfarro, los malos negocios, las amistades interesadas, los hijos por doquier, los problemas con la justicia, el abandono de la salud, la adicción y estruendosa la caída. Y al final, lo que queda es una sombra, un eco lejano de lo que alguna vez fue un ídolo.
No se trata de culpar a las víctimas, pero sí de asumir que muchas tragedias pudieron evitarse con un poco de orientación, con un sistema más responsable y humano para formar artistas no sólo en técnica y talento, sino también en inteligencia emocional y sentido común.
Porque el éxito también se aprende. También se entrena. No basta con saber cantar o actuar bien. Hay que saber resistir los aplausos, administrar la bonanza, manejar la fama, tener claras las prioridades, saber decir “no” y diseñar un plan a largo plazo.
Y eso sólo se logra si en las escuelas de arte, en las academias de música y en los programas culturales del Estado empezamos a incluir algo más que teoría musical o expresión corporal. Hace falta incluir materias y espacios dedicados al cuidado personal, la salud mental y la preparación para una vida con altibajos.
Sería hermoso que en cada conservatorio y academia artística del país hubiera un psicólogo acompañando a los estudiantes, un asesor financiero enseñándoles a planear su futuro, un profesional hablando del manejo de redes, de la presión mediática y de la construcción de una carrera sostenible.
Ser artista no debe ser sinónimo de inestabilidad o descontrol. Todo lo contrario: quien vive del arte debería tener más claro que nadie la importancia de cultivar su cuerpo, su mente y su entorno. Porque el talento es una llama poderosa, pero frágil. Si no se cuida, se apaga.
Hay una frase que me gusta repetir: “No basta con llegar lejos, hay que saber quedarse allí”. Y para quedarse, para sostenerse, para tener una vejez digna, hay que planear, hay que educarse y tener los pies sobre la tierra.
Los artistas que más admiramos en el mundo no sólo son virtuosos con su arte. También son disciplinados, organizados y coherentes. Algunos hasta se retiran en su mejor momento, para no desgastarse. Otros invierten sus ganancias con sabiduría. Otros crean fundaciones o escuelas. Todos entienden que la carrera artística no es eterna y que el retiro llegará.
Por eso creo que este país necesita cambiar su enfoque. No más llorar sobre la tumba de nuestros ídolos olvidados. Mejor hagamos algo mientras están vivos. Formemos nuevas generaciones que no sólo canten bien, sino que sepan cuidar de sí mismas.
Que no se diga más que “la fama los destruyó”. Que podamos decir: “la fama los encontró preparados”. Y si algún día caen, que lo hagan con dignidad, sabiendo que lo dieron todo y que no fueron víctimas de sí mismos.
Es hora de que los artistas también aprendan a decir: “no todo lo que brilla es oro”, “no necesito impresionar a nadie”, “mi arte vale, y también valgo yo como persona, más allá del escenario”.
Y claro, como sociedad también debemos hacer nuestra parte: apoyar a los artistas locales, reconocer su trabajo, incluirlos en las políticas públicas, ofrecerles acceso a salud, pensiones y acompañamiento real.
Pero mientras eso llega, comencemos por casa: cambiemos el discurso de la lástima por el de la prevención. Cambiemos el lamento por la formación. Cambiemos el “¡joda, qué tristeza!” por el “aquí estamos para ayudarte a crecer con responsabilidad”.
Porque un país que cuida a sus artistas no es sólo más justo: es también más sabio, más humano y más fuerte. Y tal vez, algún día, cuando veamos a nuestros ídolos en su vejez, no nos llenaremos de culpa, sino de gratitud y de orgullo.