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Pobre rechazando a pobre

𝐐𝐮𝐢𝐞𝐧𝐞𝐬 𝐯𝐢𝐯𝐢𝐦𝐨𝐬 𝐞𝐧 𝐥𝐨𝐬 𝐞𝐬𝐭𝐫𝐚𝐭𝐨𝐬 𝟐 𝐲 𝟑 𝐧𝐨𝐬 𝐩𝐚𝐬𝐚𝐦𝐨𝐬 𝐥𝐚 𝐯𝐢𝐝𝐚 𝐝𝐢𝐜𝐢𝐞𝐧𝐝𝐨 𝐪𝐮𝐞 𝐭𝐨𝐝𝐨 𝐥𝐨 𝐪𝐮𝐞 𝐬𝐞 𝐡𝐚𝐜𝐞 𝐞𝐧 𝐂𝐚𝐫𝐭𝐚𝐠𝐞𝐧𝐚 𝐞𝐬 𝐩𝐚𝐫𝐚 𝐟𝐚𝐯𝐨𝐫𝐞𝐜𝐞𝐫 𝐚 𝐥𝐨𝐬 𝐫𝐢𝐜𝐨𝐬 𝐝𝐞 𝐁𝐨𝐜𝐚𝐠𝐫𝐚𝐧𝐝𝐞 𝐲 𝐝𝐞𝐥 𝐂𝐞𝐧𝐭𝐫𝐨. 𝐏𝐞𝐫𝐨 𝐧𝐨 𝐭𝐞𝐧𝐞𝐦𝐨𝐬 𝐞𝐦𝐩𝐚𝐜𝐡𝐨 𝐞𝐧 𝐯𝐞𝐫 𝐜𝐨𝐦𝐨 𝐚 𝐞𝐬𝐭𝐨𝐫𝐛𝐨𝐬 𝐚 𝐧𝐮𝐞𝐬𝐭𝐫𝐨𝐬 𝐩𝐫𝐨𝐩𝐢𝐨𝐬 𝐢𝐠𝐮𝐚𝐥𝐞𝐬.

Rubén Darío Álvarez Pacheco, muchachon@rinconguapo.com

Cartagena es una ciudad de contrastes. Eso ya lo sabemos. Pero hay momentos en que esos contrastes se vuelven tan absurdos, tan reveladores, que parecen una burla del destino. Uno de ellos ocurrió recientemente con la reubicación de familias provenientes de Chambacú, ese antiguo barrio popular que la ciudad borró del mapa para levantar centros comerciales, edificios de lujo y parques turísticos que brillan frente al Castillo de San Felipe como si jamás hubieran tenido historia.

Estas familias, que durante décadas vivieron sobre pilotes y tablas, fueron trasladadas por orden judicial a proyectos habitacionales dignos. Pero cuando se intentó reubicarlas en el edificio Torres de Sevilla, en Las Palmeras, ocurrió algo bochornoso: residentes bloquearon su entrada, impidieron que un camión con sus pertenencias avanzara, y las devolvieron por razones tan frágiles como que “no podrán pagar la administración” del conjunto.

No contentos con eso, unos días después, en   Bicentenario, surgieron protestas contra otra reubicación, bajo el argumento de que esas familias podrían “alterar la armonía” del lugar.

En ambos casos, el rechazo no vino de parte de empresarios ni de residentes de Bocagrande o del Centro Histórico. No. La protesta vino de los mismos sectores que durante años se han quejado de la desigualdad y el abandono: los habitantes de estratos 2 y 3 que, al parecer, sí quieren una Cartagena para todos… siempre y cuando no les toque compartir su espacio con los que fueron más pobres que ellos.

La vaina es chistosa, aunque en el fondo sea trágica. Primero desplazamos a los pobres de Chambacú porque no caben entre los ricos, porque “estorban” en un entorno que ahora se proyecta como zona turística. Y luego, cuando el Estado intenta reparar en parte ese despojo con una vivienda digna, un barrio no rico (pero que se cree menos pobre y más educado) los rechaza con los mismos argumentos clasistas de siempre: que van a dañar la convivencia, que no saben comportarse o que alteran la armonía.

Es decir, se repite la historia, sólo que con distintos actores. Ahora no es el inversionista extranjero ni el hotelero de Bocagrande quien desplaza: es el recién llegado a la clase media quien discrimina. Quien al fin siente que ha salido del barro maluco, pero en lugar de tender la mano al que viene atrás, le da una patada para que no suba. Y lo hace con la misma lógica excluyente de quienes alguna vez lo miraron por encima del hombro.

Lo curioso —y doloroso— es que muchos de esos que hoy protestan contra la llegada de los de Chambacú también sufrieron desplazamientos, exclusiones y desalojos. También vivieron en casas de tabla, en patios prestados y en calles sin pavimento. Pero en lugar de hacer memoria y ser solidarios, actúan como si jamás hubieran pasado por ahí. Como si la dignidad sólo les perteneciera a ellos, y fuera un bien escaso que hay que proteger del “contagio social”.

Cartagena lleva años reproduciendo un modelo de ciudad por capas: una para el turista, otra para los inversionistas, otra para los pobres que trabajan de sol a sol, y otra —más angosta— para los que están en el limbo entre el ascenso y el rechazo. Pero cuando los de abajo se rechazan entre ellos, el sistema ni siquiera necesita intervenir. Se autorregula.

Y aquí cabe una pregunta jodona: ¿quién es más violento: el que expulsa o el que repite la expulsión desde abajo? Mientras no entendamos que todos (ricos, pobres, remediados, desplazados…) tenemos derecho a una ciudad compartida, sin zonas vedadas ni ciudadanos de segunda, seguiremos girando en la misma rueda. Seguiremos hablando de progreso mientras nos mordemos como perros por migajas de dignidad. Seguiremos diciendo que “Cartagena no es solo Bocagrande”, pero sólo si el que viene a vivir cerca no trae consigo el eco del barrio que tanto nos avergüenza haber sido.

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