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La baja de la natalidad en Colombia no es tan mala noticia

Rubén Darío Álvarez Pacheco, muchachon@rinconguapo.com

La caída de la natalidad en Colombia ha sido tratada por muchos medios como una noticia alarmante, como si fuera el preludio de un desastre social. Pero detrás de esas cifras, hay un fenómeno que merece ser entendido desde otra óptica: la de la libertad de elegir.

Durante décadas, el matrimonio y la paternidad o maternidad no fueron decisiones conscientes en nuestra sociedad. Eran pasos obligatorios, casi automáticos, impuestos por la cultura y la familia. Los hombres debían “demostrar” su hombría embarazando jóvenes. Las mujeres, por su parte, debían casarse y tener hijos cuanto antes, como si su vida no tuviera otro propósito. Casi todo el mundo se casaba y tenía hijos porque sí, porque era eso lo que marcaba la brújula comunitaria.

Esa presión social fue más visible y cruel en las comunidades populares. En barrios de la Cartagena pobre, por ejemplo, cientos de adolescentes quedaron atrapados en la trampa del mandato machista. Muchachos de 16 años que, sin empleo ni madurez, ya tenían hijos sólo para que nadie insinuara que eran maricas. Muchachas que, sin haber terminado el bachillerato, eran empujadas a buscar un “hombre que resolviera la situación”, condenando sus sueños a la resignación.

Así se formaron hogares disfuncionales, niños criados en ambientes de indiferencia, violencia o abandono. Padres y madres frustrados, que nunca quisieron serlo, pero que cumplieron con el mandato de turno. Nadie les enseñó qué significa realmente tener un hogar. Nadie les habló de vocación, de responsabilidad emocional, de la importancia de elegir ese camino por convicción y no por presión.

En las épocas de nuestros abuelos y padres, a las mujeres no se les alentaba a estudiar, a llegar a la universidad, a soñar con una maestría, un doctorado o a asumir una soltería independiente. Ellas eran entrenadas desde pequeñas para administrar una casa y atender a un hombre. Su horizonte era casarse, tener hijos y quedarse al lado de un proveedor. Todo lo demás era considerado una rareza o una desviación. Si una mujer decía que quería ser empresaria o conocer el mundo, la etiquetaban como “machorra” o como alguien “que se va a quedar para vestir santos”. La música popular ayudaba mucho a reforzar ese imaginario.

Pero ese esquema está cambiando. Hoy, muchas mujeres comprenden que su valía no depende de ser madres o esposas. Tienen el derecho de elegir qué rumbo darle a sus vidas, y eso es una conquista que debe celebrarse. No se trata de rechazar el matrimonio o la maternidad sino de entender que son opciones, no destinos obligatorios.

Lo mismo ocurre con los jóvenes que antes sacrificaban su libertad y su juventud por demostrar que eran “hombres de verdad”. ¿Cuántos de ellos terminaron atrapados en paternidades irresponsables, asumiendo compromisos que no deseaban ni entendían, sólo por miedo al qué dirán?

El machismo y el patriarcado han inoculado la idea de que la hombría se mide en la cantidad de hijos; y la feminidad, en la capacidad de ser madre. Pero la realidad demuestra que esos mandatos han hecho más daño que bien. Los hogares disfuncionales, los niños abandonados y los adultos resentidos son muchas veces consecuencia de esas imposiciones.

Por eso, la caída de la natalidad no debe verse como un problema en sí mismo. Es, en buena medida, un acto de conciencia. Una generación que se atreve a decir: “No voy a tener hijos porque me lo exijan. Si los tengo, será por amor y por vocación, no por cumplir un mandato social”.

No todos nacimos para ser padres o madres, así como no todos tenemos vocación para ser médicos, ingenieros o artistas. Tener hijos no puede seguir siendo un paso automático en la vida de las personas. Es una responsabilidad inmensa, y debe asumirse con la seriedad y el amor que merece.

Algunos padres aún proyectan en sus hijos su deseo de ser abuelos, sin importarles los verdaderos anhelos de esos hijos. Desde pequeños les inducen la idea de que deben casarse y tener descendencia, como si no hubiera más opciones en la vida. Esa costumbre ha llenado nuestras calles de niños sin rumbo, producto de decisiones tomadas a la ligera.

Por eso insisto: no estoy en contra del matrimonio, del hogar ni de los hijos. Todo lo contrario: me parece una de las facetas más hermosas de la vida, pero sólo cuando se vive desde la convicción, desde la madurez y desde la libertad.

No podemos seguir asumiendo por obligación una responsabilidad tan seria como el matrimonio y los hijos, para después estar arrepentidos, criando niños sin amor ni orientación, engrosando la lista de gente amargada, drogadicta o delincuente, simplemente porque venimos de hogares rotos.

Este fenómeno que algunos llaman “preocupante” es, en el fondo, una oportunidad. Es el inicio de una sociedad que empieza a preguntarse si está criando hijos desde el deseo o desde la imposición. Es el momento de valorar más la calidad que la cantidad.

Un hogar debe ser un acto de amor, de libertad y de vocación. No un mandato machista, no una imposición cultural. Si la natalidad baja, pero a cambio tenemos familias más sanas, más conscientes y más amorosas, la sociedad entera saldrá ganando.

El verdadero problema no es que nazcan menos niños. El verdadero problema es que durante generaciones nacieron niños no deseados, hijos de la presión social, criados por padres que nunca aprendieron a serlo.

Hace algunos años la baja de la natalidad se veía como un fenómeno que sólo ocurría en los países desarrollados de Europa, y últimamente en Japón. Pero yo sabía que pronto llegaría a Colombia, sencillamente porque los jóvenes (principalmente las mujeres) están reflexionando sobre sus futuros y sobre el abanico de opciones vitales que se están abriendo ante ellos. Es hora de cambiar ese rumbo. La caída de la natalidad nos está diciendo que las personas quieren elegir su camino, sin que nadie les diga qué deben hacer con sus vidas; y eso, aunque a muchos les trastorne, es una muy buena noticia.

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