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¿Quién carajo es Estados Unidos?

Rubén Darío Álvarez Pacheco, muchachon@rinconguapo.com

Cada año, el gobierno de Estados Unidos se arroga el derecho de publicar un listado en el que certifica o descertifica a los países latinoamericanos según su desempeño en la lucha contra las drogas. Y cada año me hago la misma pregunta: ¿quién carajo les dio ese derecho?

Hasta donde he leído, no existe ningún tratado internacional que le otorgue a Washington la potestad de convertirse en juez supremo de la región. Se trata de una ley interna, creada por el Congreso estadounidense en 1986, que obliga al presidente a rendir cuentas sobre qué países “cooperan” y cuáles “no”. Es decir, es una norma doméstica que se proyecta hacia afuera como si fuera un mandato universal.

La arrogancia de este mecanismo es evidente e insultante, por demás. Estados Unidos actúa como un profesor que reparte calificaciones a unos alumnos indisciplinados; o como un padre fregado que castiga o premia a sus hijos según la obediencia que muestren. Lo más indignante es que los gobiernos latinoamericanos, en lugar de cuestionar esa intromisión, suelen aceptarla en silencio, como si fuera natural recibir la cueriza.

La metáfora es clara: hay un maestro que examina y unos pupilos que bajan la cabeza. Esa desigualdad refleja una relación colonial disfrazada de cooperación. Y en esa puesta en escena, el aplauso o el regaño de Washington terminan pesando más que la dignidad de nuestros propios países.

Lo más contradictorio es que Estados Unidos se presenta como víctima externa del problema. Según su discurso falaz, las drogas “llegan” desde el sur y ellos, en un gesto altruista, “ayudan” a los latinoamericanos a combatir a los malos. Es un relato sabroso (para ellos) que borra de un manducazo la enorme corresponsabilidad que tienen como el principal mercado consumidor del planeta.

¿De qué sirve erradicar hectáreas en Colombia, Perú o Bolivia si la demanda insaciable está en Nueva York, Los Ángeles o Chicago? ¿Cómo puede hablar de lucha contra el narcotráfico un país donde las sobredosis de opioides, muchos de ellos recetados legalmente por sus propias farmacéuticas, matan a decenas de miles cada año?

Pero hay otro silencio aún más significativo: nunca aparecen en el banquillo los capos estadounidenses que distribuyen la droga dentro de su territorio. Nunca se habla de los banqueros que lavan el dinero, de los empresarios que facilitan el negocio, ni de los políticos que cierran los ojos mientras las fortunas ilícitas engrasan el sistema financiero. ¿Será que la droga, cuando llega a USA, se reparte sola?

Decía Eduardo Galeano que “el discurso oficial prefiere señalar al campesino cocalero de la sierra latinoamericana, antes que mirar al banquero de Wall Street que blanquea millones de dólares con la misma naturalidad con la que aprueba un crédito hipotecario. Esa selectividad no es ingenua: preserva la imagen de un Estados Unidos como juez incorruptible y reduce a América Latina al papel de proveedor culpable”.

Y para colmo, ese paternalismo se envuelve en el celofán de la palabra “ayuda”. Washington nunca habla de intereses, sino de generosidad. Nunca de control, sino de cooperación. El resultado es una limosna disfrazada de solidaridad, que termina reforzando la dependencia en lugar de resolverla.

“Ayudas” y más “ayudas”.

Los millones de dólares que Estados Unidos envía en “ayuda antidrogas” rara vez llegan a fortalecer proyectos sociales en las comunidades afectadas. Por el contrario, se canalizan hacia aparatos militares, contratistas privados y consultores norteamericanos que facturan jugosas sumas. Al final, buena parte de la tal “ayuda” regresa al mismo país que la entrega.

No es extraño, entonces, que muchos analistas digan que la llamada lucha contra las drogas es, en buena medida, una excusa para mantener la injerencia política y el control geoestratégico en la región. La descertificación funciona como un látigo diplomático, y la certificación como una palmada en la espalda al alumno obediente.

Por supuesto, no toda la culpa es de Estados Unidos. Los gobiernos latinoamericanos también han mostrado una preocupante falta de dignidad. Son pocos los que se han atrevido a levantar la voz y recordarle a Washington que no tiene autoridad moral ni legal para evaluarnos. En la mayoría de los casos, predomina la sumisión. ¡Qué vaina tan vergonzosa!

Se agacha la cabeza porque la certificación abre la puerta a créditos internacionales, a cooperación militar o a respaldo político. Se guarda silencio porque es más cómodo aceptar la nota impuesta que arriesgarse a una sanción económica o diplomática. Pero esa actitud sumisa termina consolidando el papel de Estados Unidos como profesor sabelotodo.

La verdadera independencia de nuestros países no se mide en desfiles militares ni en discursos inflamados cada 20 de julio o cada 11 de noviembre. Se mide en la capacidad de defender la soberanía en escenarios concretos, como este. Y ahí, lamentablemente, hemos fallado.

La lucha contra las drogas no puede seguir siendo evaluada como si fuera un examen de primaria. Es un fenómeno mundial que requiere responsabilidad de parte y parte. Estados Unidos debe asumir su rol de principal consumidor, así como su responsabilidad en el lavado de dinero y en la complicidad de sus propios sectores económicos.

Mientras no lo haga, la certificación seguirá siendo un ritual hipócrita: el profesor que nunca estudia, pero se da el lujo de reprobar a los demás. Y nosotros, los alumnos resignados, que seguimos aceptando el abuso como si fuera inevitable.

¿Hasta cuándo aceptaremos ese papel? ¿Hasta cuándo seguiremos celebrando la palmada en la cabeza y temiendo el jalón de orejas? América Latina necesita recuperar su voz, no para negar los problemas internos sino para dejar claro que nadie, absolutamente nadie, tiene el derecho de calificarnos desde afuera.

Al final, la pregunta sigue en pie: ¿quién carajo es Estados Unidos para certificarnos? Y la respuesta es irritante, pero real: no es nadie. El problema es que, mientras lo sigamos aceptando, seguirá siendo lo que le dé la gana.

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