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¿Por qué en la región Caribe despreciamos al campesino?

Rubén Darío Álvarez Pacheco, muchachon@rinconguapo.com

En el Caribe colombiano hay una costumbre tan vieja como dañina: la de reírnos cruelmente del campesino. Lo hacemos con chistes, con gestos y con frases cotidianas, muchas veces sin darnos cuenta de que esa burla dice más de nosotros que del burlado. Mientras en Antioquia el campesino es símbolo de orgullo, aquí lo convertimos en motivo de mofa.

Durante muchos años pensé que esa actitud era inofensiva, un simple reflejo del humor caribe. Pero un día, en Medellín, una abogada antioqueña me hizo ver lo contrario. Me preguntó, con sincera curiosidad, por qué los caribes subvalorábamos tanto a nuestros campesinos. Le respondí que no, que sólo celebrábamos el folclor que ellos representaban. Ella, sin alterarse, replicó: “Eso no es celebración, es una mofa reduccionista, inhumana e irrespetuosa”. Desde entonces, no volví a escuchar un chiste sobre corronchos con la misma risa.

En el Caribe urbano, la palabra “campesino” se volvió sinónimo de atraso. Basta oír cómo se usa el término “corroncho” en Barranquilla, Cartagena o Santa Marta: no como descripción cultural sino como insulto disfrazado de chanza. El corroncho, en el humor popular, siempre es bruto, mal hablado, torpe y ordinario. Jamás gana, jamás enseña. La risa que provoca no viene del ingenio sino del desprecio.

Ese desprecio tiene raíces históricas. Barranquilla, por ejemplo, se sintió desde muy temprano una ciudad cosmopolita, moderna y distinta al resto del Caribe. Ser “de monte” era lo opuesto a ser “de ciudad”; y esa mentalidad fue contagiando a las demás capitales de la región, hasta convertir el campo en una especie de vergüenza colectiva.

A diferencia de los antioqueños, que exaltan la figura del campesino trabajador, ahorrador y astuto, nosotros lo caricaturizamos como bruto,  torpe y malhablado. Allá, los chistes campesinos enaltecen; aquí, degradan. Esa diferencia dice mucho sobre la relación que cada cultura tiene con su origen.

Lo paradójico es que casi todos los barranquilleros, cartageneros o samarios tienen abuelos o padres campesinos. La mayoría de nuestras familias migraron del monte a la ciudad buscando una vida mejor. Pero en lugar de honrar esa raíz, la negamos. Es como si nos avergonzara el olor a tierra húmeda que aún llevamos en los recuerdos.

Con el tiempo, la burla se volvió una costumbre. Nadie la cuestiona, porque se esconde bajo el disfraz del humor. En las emisoras, los programas de televisión y los escenarios de comedia, el campesino caribe es siempre el tonto útil del chiste. Y mientras más nos reímos de él, más nos alejamos de lo que somos.

Lo más triste es que ese desprecio ha calado también en los propios campesinos. A fuerza de escucharse burlados, muchos han llegado a creer que ser campesino no es bueno. Que hay que dejar de serlo. Cuando hablan de sus pueblos, lo hacen casi ofreciendo disculpas: “Ya mi pueblo no es tan pueblo, porque ya tenemos supermercados, discotecas, internet, calles asfaltadas…”. Como si ser de pueblo fuera un pecado del que hay que redimirse.

Esa mentalidad revela un daño profundo: nos enseñaron a confundir progreso con negación. Modernizarse no debería significar borrar las raíces, pero aquí lo asumimos así. El resultado es una región que presume de moderna, pero que poco a poco se queda sin esencia primigenia.

Recuerdo una conversación con una colega de Montería, que ilustra perfectamente ese conflicto. Le dije que me gustaba su ciudad porque aún conservaba el aire de pueblo y la amabilidad de la gente del campo. Me miró con una mezcla de orgullo y molestia: “Mijo, eso quién sabe cuándo lo viste. Ya Montería no tiene nada que envidiarle a ninguna ciudad de Colombia. Nos dicen el Miami sinuano”. La palabra “pueblo” la ofendió.

Y no la culpo. A ella también la educaron para creer que ser de pueblo es una desventaja, que lo admirable está en parecerse a las grandes ciudades, no en preservar la autenticidad. Y así, poco a poco, los pueblos del Caribe se llenan de concreto, pero se vacían de humanidad.

Mientras tanto, seguimos repitiendo los chistes de siempre. Reímos de los “corronchos”, sin advertir que ese personaje burlado es, en el fondo, nuestro espejo. Nos reímos de él porque nos recuerda lo que fuimos y lo que ya no queremos ser.

El humor caribe, que tanto orgullo nos da, debería servirnos para reírnos de nuestras pretensiones, no de nuestras raíces. La risa, cuando no humaniza, hiere. Y cuando hiere, deja de ser humor para convertirse en una forma de violencia.

Tal vez lo que necesitamos no es dejar de reír sino aprender a reírnos distinto. Reírnos con el campesino, no de él. Reconocer que detrás de cada palabra y cada chanza hay una historia de esfuerzo, dignidad y sabiduría popular.

El campesino del Caribe no sólo cultiva la tierra: cultiva también la memoria. De él vienen los dichos, los sabores, las músicas, los cuentos y los silencios. Sin campesino, no hay raíz que nos sostenga.

Y quizá ahí esté la gran lección: el progreso que no reconoce su semilla está condenado a marchitarse. La modernidad puede pavimentar las calles, pero no debe borrar el alma de quienes las caminan.

Por eso, cuando alguien me dice “ya mi pueblo no es tan pueblo”, yo pienso que ojalá no pierda del todo lo que lo hacía pueblo. Porque lo que se va con esa frase no es el atraso sino la ternura, la solidaridad y la risa buena; todo eso que nos hacía humanos antes de que empezáramos a reírnos de nosotros mismos.

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