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La cultura del figurón

Rubén Darío Álvarez Pacheco, muchachon@rinconguapo.com

El escritor, dramaturgo, docente y gestor cultural Iván González García (Cartagena de Indias, 1962) es una de las voces más activas del Caribe colombiano. Mediante una producción que abarca la novela, el cuento, el teatro, la crónica y la pedagogía cultural, González ha publicado títulos como “La pelota caliente”, “El pagadiario”, “Napo, dale camino, Napo”, “Locos por Martina” y “Benkos, héroe de la Matuna”, entre otras obras.

Como gestor, ha liderado importantes instancias culturales en Cartagena y la Región Caribe, entre ellas la dirección del Teatro Adolfo Mejía. Y, como docente, ha creado talleres literarios y otras iniciativas para incentivar a niños y jóvenes en el camino de las bellas artes.

En la conversación que sigue, González aborda con rigor y pasión una cuestión central para la cultura colombiana: el fenómeno del “figurón único” en nuestras artes, esa tendencia a elevar un solo nombre por campo, en detrimento de las comunidades creativas.

Su diagnóstico combina reflexión histórica, sociología cultural y experiencia de primera mano; y ofrece tanto un espejo como un desafío para quienes creen en una cultura más plural y participativa.

𝐂𝐨𝐥𝐨𝐦𝐛𝐢𝐚 𝐲 𝐥𝐚 𝐜𝐮𝐥𝐭𝐮𝐫𝐚 𝐝𝐞𝐥 ❞𝐟𝐢𝐠𝐮𝐫𝐨́𝐧❞

—𝐃𝐞𝐬𝐝𝐞 𝐡𝐚𝐜𝐞 𝐯𝐚𝐫𝐢𝐨𝐬 𝐚𝐧̃𝐨𝐬 𝐯𝐞𝐧𝐠𝐨 𝐨𝐛𝐬𝐞𝐫𝐯𝐚𝐧𝐝𝐨 𝐪𝐮𝐞, 𝐞𝐧 𝐞𝐥 𝐚𝐦𝐛𝐢𝐞𝐧𝐭𝐞 𝐜𝐮𝐥𝐭𝐮𝐫𝐚𝐥 𝐜𝐨𝐥𝐨𝐦𝐛𝐢𝐚𝐧𝐨, 𝐡𝐚𝐲 𝐮𝐧𝐚 𝐭𝐞𝐧𝐝𝐞𝐧𝐜𝐢𝐚 𝐚 𝐞𝐫𝐢𝐠𝐢𝐫 𝐩𝐞𝐫𝐬𝐨𝐧𝐚𝐣𝐞𝐬 𝐜𝐨𝐦𝐨 𝐥𝐚 𝐮́𝐧𝐢𝐜𝐚 𝐫𝐞𝐩𝐫𝐞𝐬𝐞𝐧𝐭𝐚𝐜𝐢𝐨́𝐧 𝐝𝐞 𝐝𝐞𝐭𝐞𝐫𝐦𝐢𝐧𝐚𝐝𝐚 𝐚́𝐫𝐞𝐚. 𝐃𝐞 𝐞𝐬𝐚 𝐟𝐨𝐫𝐦𝐚, 𝐮𝐧 𝐞𝐬𝐜𝐫𝐢𝐭𝐨𝐫 𝐪𝐮𝐞 𝐭𝐫𝐢𝐮𝐧𝐟𝐚 𝐬𝐞 𝐦𝐮𝐞𝐬𝐭𝐫𝐚 𝐜𝐨𝐦𝐨 𝐬𝐢 𝐟𝐮𝐞𝐫𝐚 𝐞𝐥 𝐮́𝐧𝐢𝐜𝐨. 𝐘 𝐚𝐬𝐢́ 𝐨𝐜𝐮𝐫𝐫𝐞 𝐜𝐨𝐧 𝐥𝐨𝐬 𝐩𝐢𝐧𝐭𝐨𝐫𝐞𝐬, 𝐥𝐨𝐬 𝐩𝐞𝐫𝐢𝐨𝐝𝐢𝐬𝐭𝐚𝐬, 𝐥𝐨𝐬 𝐦𝐮́𝐬𝐢𝐜𝐨𝐬, 𝐞𝐭𝐜. ¿𝐂𝐮𝐚́𝐥 𝐜𝐫𝐞𝐞 𝐪𝐮𝐞 𝐬𝐞𝐚 𝐞𝐥 𝐨𝐫𝐢𝐠𝐞𝐧 𝐝𝐞 𝐞𝐬𝐞 𝐟𝐞𝐧𝐨́𝐦𝐞𝐧𝐨 𝐲 𝐜𝐮𝐚́𝐥 𝐬𝐮 𝐨𝐛𝐣𝐞𝐭𝐢𝐯𝐨?

—Esa afirmación no es descabellada, tiene bastante fundamento histórico y sociológico y se puede entender desde varios ángulos:

Primero, Colombia ha tenido una cultura del personalismo y del centralismo, donde las figuras consagradas tienden a eclipsar a los demás. El país (por su estructura mediática, académica y política) suele construir “monumentos humanos”: García Márquez, Obregón, Botero, Lucho Bermúdez, entre otros. Los medios, las editoriales y las instituciones culturales se encargan de reforzar esa visión, porque necesitan íconos únicos y fácilmente reconocibles para proyectar al país en el exterior.

Segundo: esos mismos personajes, conscientes de su poder simbólico, supieron rodearse de “vasallos” (críticos, periodistas, editores, gestores, incluso políticos…) que ayudaron a construir la narrativa de que ellos eran “la cultura nacional”. Ese círculo cerró el paso a otros talentos. Es algo parecido a lo que pasa en el mundo político: quien se instala en el poder cultural, también busca perpetuarse.

Tercero: en Colombia no se cultiva bien la memoria de los creadores menos mediáticos. Escritores como Zapata Olivella y Rojas Herazo, pintores como Grau o Negret, músicos como Lorenzo Morales o Petrona Martínez, han tenido momentos de reconocimiento, pero nunca el aparato de culto que rodea a los “grandes nombres”. Es como si el país sólo tolerara a un “elegido” por área, y el resto quedara bajo su sombra. En el fondo, eso revela una herencia colonial y jerárquica: una nación que necesita figuras tutelares más que comunidades creativas.

En fin: en Colombia se confunde la grandeza individual con la exclusividad, y eso empobrece el panorama cultural. Y de eso no se salvan  instituciones  y eventos, que surgen con prestigios inventados, como a la Fundación Batuta y el Hay Festival.

—𝐌𝐢𝐞𝐧𝐭𝐫𝐚𝐬 𝐭𝐚𝐧𝐭𝐨, 𝐞𝐧 𝐨𝐭𝐫𝐨𝐬 𝐩𝐚𝐢́𝐬𝐞𝐬 𝐞𝐥 𝐪𝐮𝐞 𝐬𝐚𝐥𝐞 𝐚𝐝𝐞𝐥𝐚𝐧𝐭𝐞 𝐢𝐦𝐩𝐮𝐥𝐬𝐚 𝐚 𝐥𝐨𝐬 𝐝𝐞𝐦𝐚́𝐬 𝐲 𝐬𝐞 𝐭𝐞𝐫𝐦𝐢𝐧𝐚 𝐜𝐨𝐧𝐟𝐨𝐫𝐦𝐚𝐧𝐝𝐨 𝐮𝐧𝐚 𝐜𝐨𝐦𝐮𝐧𝐢𝐝𝐚𝐝 𝐝𝐞 𝐜𝐫𝐞𝐚𝐝𝐨𝐫𝐞𝐬 𝐪𝐮𝐞 𝐥𝐞 𝐝𝐚𝐧 𝐛𝐮𝐞𝐧𝐚 𝐢𝐦𝐚𝐠𝐞𝐧 𝐚 𝐥𝐚 𝐧𝐚𝐜𝐢𝐨́𝐧…

—Desde luego. En muchos países (particularmente en los que tienen una noción más colectiva del arte y de la cultura) el éxito individual se convierte en una plataforma para los demás, no en una muralla.

Por ejemplo, en Argentina, México o Brasil, los grandes escritores, músicos o pintores casi siempre han pertenecido a movimientos, generaciones o escuelas: el boom argentino del cine independiente, la Generación del 50 en la literatura mexicana, la bossa nova en Brasil, el modernismo paulista en las artes visuales, etc. Allí el brillo personal no cancela el del otro; al contrario, lo amplifica. Eso genera una comunidad de creadores que da una imagen robusta y diversa de la nación.

En cambio, en Colombia, muchos logros individuales no se traducen en comunidad sino en culto. El país tiende a producir ídolos, no escuelas. Esa diferencia explica por qué, mientras en otros países se multiplican los referentes culturales, en Colombia seguimos orbitando alrededor de los mismos nombres de hace medio siglo.

—¿𝐂𝐫𝐞𝐞 𝐮𝐬𝐭𝐞𝐝 𝐪𝐮𝐞 𝐞𝐬𝐞 𝐢𝐧𝐝𝐢𝐯𝐢𝐝𝐮𝐚𝐥𝐢𝐬𝐦𝐨 𝐬𝐞 𝐝𝐞́ 𝐬𝐨́𝐥𝐨 𝐞𝐧 𝐥𝐚 𝐜𝐮𝐥𝐭𝐮𝐫𝐚 𝐨 𝐭𝐚𝐦𝐛𝐢𝐞́𝐧 𝐚𝐛𝐚𝐫𝐜𝐚 𝐨𝐭𝐫𝐚𝐬 𝐚́𝐫𝐞𝐚𝐬?

—Lo que se observa en la cultura no es un fenómeno aislado sino un reflejo de algo mucho más profundo en la sociedad colombiana. Ese individualismo competitivo, excluyente y jerárquico atraviesa casi todos los ámbitos del país.

En la política, los líderes tienden a fundar movimientos alrededor de sí mismos, no de ideas colectivas. Cada caudillo quiere ser el “único salvador”; y cuando alguien nuevo surge, los demás lo perciben como amenaza. No hay continuidad, ni tradición de escuela política.

En el periodismo y los medios, ocurre algo similar: se construyen “figuras” (el gran presentador, el gran columnista…) y no equipos sólidos de pensamiento o investigación. La notoriedad personal pesa más que la labor colectiva.

En el ámbito académico, muchos profesores o investigadores defienden su parcela de prestigio como si fuera un feudo. No comparten conocimientos ni abren espacio a los jóvenes, por miedo a perder protagonismo.

En las empresas o instituciones públicas, suele primar la desconfianza, la competencia desleal y la falta de colaboración. Hay talento, pero poca red. Todo eso tiene raíces hondas: la historia colonial, la cultura del gamonalismo, el miedo a compartir poder, la obsesión por el “nombre propio” y el reconocimiento.

Colombia, en muchos sentidos, es una sociedad que prefiere jerarquías antes que comunidades. Y lo curioso es que incluso en la cultura (donde deberían primar la libertad y la solidaridad), ese modelo se repite casi con exactitud.

—𝐋𝐨 𝐝𝐮𝐫𝐨 𝐝𝐞𝐥 𝐜𝐚𝐬𝐨 es 𝐪𝐮𝐞, 𝐚𝐥𝐠𝐮𝐧𝐚𝐬 𝐯𝐞𝐜𝐞𝐬, 𝐯𝐚𝐫𝐢𝐨𝐬 𝐝𝐞 𝐞𝐬𝐨𝐬 ❞𝐟𝐢𝐠𝐮𝐫𝐨𝐧𝐞𝐬❞, 𝐪𝐮𝐢𝐞𝐧𝐞𝐬 𝐬𝐮𝐩𝐮𝐞𝐬𝐭𝐚𝐦𝐞𝐧𝐭𝐞 𝐬𝐨𝐧 𝐥𝐨 𝐦𝐞𝐣𝐨𝐫 𝐪𝐮𝐞 𝐭𝐢𝐞𝐧𝐞 𝐞𝐥 𝐩𝐚𝐢́𝐬, 𝐞𝐧 𝐫𝐞𝐚𝐥𝐢𝐝𝐚𝐝 𝐫𝐞𝐬𝐮𝐥𝐭𝐚𝐧 𝐬𝐞𝐫 𝐟𝐚𝐫𝐬𝐚𝐧𝐭𝐞𝐬 𝐜𝐨𝐧 𝐩𝐨𝐜𝐨 𝐩𝐞𝐬𝐨 𝐞𝐧 𝐥𝐨 𝐪𝐮𝐞 𝐡𝐚𝐜𝐞𝐧. 𝐓𝐢𝐞𝐧𝐞𝐧 𝐦𝐚́𝐬 𝐩𝐫𝐞𝐬𝐭𝐢𝐠𝐢𝐨 𝐪𝐮𝐞 𝐟𝐮𝐧𝐝𝐚𝐦𝐞𝐧𝐭𝐨 𝐬𝐨́𝐥𝐢𝐝𝐨…

—Lastimosamente es así. En Colombia, el prestigio muchas veces se construye más por relaciones y repeticiones que por méritos reales. Es decir, se impone una “marca de renombre” antes de una obra sólida. Y eso tiene varias consecuencias:

Primero, el país termina rindiéndole culto a apariencias, no a consistencias. Se repite que alguien es “grande” porque otros lo dijeron antes, no porque su obra resista una lectura rigurosa o el paso del tiempo. Es el fenómeno de la fama heredada y del prestigio por contagio.

Segundo, esos “figurones”, sostenidos por los medios, las universidades o los círculos de poder, se vuelven “intocables”. Nadie los cuestiona, por miedo a ser tildado de envidioso o resentido. Así, la crítica honesta desaparece; y, con ella, el crecimiento cultural.

Tercero, hay mucho simulacro: artistas que repiten fórmulas, escritores que reciclan sus propios temas, pintores que se vuelven marca comercial, etc. Pero el país los sigue considerando “genios”, porque se necesita creer que tenemos “un representante” en cada campo.

Y lo más triste: eso desalienta a los verdaderos creadores, los que tienen fondo, sensibilidad y rigor, pero no “contactos” o “nómina de elogios”. Muchos de ellos terminan invisibles o frustrados, mientras los farsantes gozan del aplauso oficial.

En fin, en Colombia el reconocimiento cultural muchas veces es una “operación de poder” más que una evaluación del talento.

—𝐔𝐬𝐭𝐞𝐝 𝐚𝐜𝐚𝐛𝐚 𝐝𝐞 𝐭𝐨𝐜𝐚𝐫 𝐮𝐧 𝐩𝐮𝐧𝐭𝐨 𝐦𝐞𝐝𝐮𝐥𝐚𝐫: 𝐥𝐚 𝐜𝐫𝐢́𝐭𝐢𝐜𝐚 𝐬𝐞 𝐜𝐨𝐡𝐢́𝐛𝐞 𝐚𝐧𝐭𝐞 𝐞𝐬𝐨𝐬 𝐩𝐞𝐫𝐬𝐨𝐧𝐚𝐣𝐞𝐬. 𝐏𝐞𝐫𝐨 𝐬𝐢 𝐝𝐞 𝐩𝐫𝐨𝐧𝐭𝐨 𝐚𝐩𝐚𝐫𝐞𝐜𝐞 𝐚𝐥𝐠𝐮𝐢𝐞𝐧 𝐪𝐮𝐞 𝐩𝐨𝐧𝐞 𝐥𝐨𝐬 𝐩𝐮𝐧𝐭𝐨𝐬 𝐬𝐨𝐛𝐫𝐞 𝐥𝐚𝐬 𝐢́𝐞𝐬, 𝐫𝐚𝐫𝐚𝐬 𝐯𝐞𝐜𝐞𝐬 𝐥𝐞 𝐝𝐚𝐧 𝐥𝐚 𝐫𝐚𝐳𝐨́𝐧. 𝐌𝐞𝐣𝐨𝐫 𝐥𝐨 𝐭𝐫𝐚𝐭𝐚𝐧 𝐝𝐞 𝐞𝐧𝐯𝐢𝐝𝐢𝐨𝐬𝐨, 𝐫𝐞𝐬𝐞𝐧𝐭𝐢𝐝𝐨 𝐨 𝐝𝐞 𝐪𝐮𝐞𝐫𝐞𝐫 𝐡𝐚𝐜𝐞𝐫𝐬𝐞 𝐟𝐚𝐦𝐨𝐬𝐨 𝐚 𝐜𝐨𝐬𝐭𝐢𝐥𝐥𝐚𝐬 𝐝𝐞 𝐨𝐭𝐫𝐨…

—Totalmente cierto. Y eso describe uno de los síntomas más enfermizos del campo cultural colombiano: la imposibilidad de disentir sin ser descalificado moralmente.

Cuando alguien se atreve a cuestionar a una figura consagrada, el país no analiza el argumento sino la intención del crítico. De inmediato lo tildan de “resentido”, “envidioso”, “figura frustrada” u “oportunista”. Con eso, el debate se clausura. No importa si la crítica tiene fundamento, si está bien documentada o si busca elevar el nivel de la discusión: lo que se castiga es el atrevimiento de hablar.

Eso revela que en Colombia la cultura no ha madurado democráticamente. No hay una tradición sólida de crítica seria, autónoma y libre de temores. Lo que existe son círculos de aplauso y zonas de silencio. Y, como consecuencia, el mediocre talentoso —pero astuto— logra sostener su pedestal durante años, blindado por la cobardía colectiva.

En otros países el disenso se respeta, porque se entiende como parte de la conversación cultural. Aquí, en cambio, la crítica se percibe como traición. Y ese miedo a disentir nos ha costado muchísimo: obras olvidadas, artistas silenciados, intelectuales desplazados; y una cultura que parece más un concurso de vanidades que un espacio de crecimiento. Sin crítica honesta no hay cultura viva, sólo culto a las estatuas.

—¿𝐒𝐚𝐛𝐞 𝐮𝐬𝐭𝐞𝐝 𝐬𝐢 𝐚𝐥𝐠𝐮𝐢𝐞𝐧 𝐡𝐚 𝐭𝐫𝐚𝐭𝐚𝐝𝐨 𝐞𝐬𝐭𝐞 𝐭𝐞𝐦𝐚 𝐚𝐧𝐭𝐞𝐬?

—No exactamente como lo estamos hablando ahora, pero hay estudios y artículos que tocan temas cercanos sin tocar la línea de “los figurones culturales que obtienen prestigio sin fundamento sólido”.

Hay un artículo titulado “Las formas de canonización de la novela colombiana en las historias literarias” (1908-2006), de Gustavo Adolfo Bedoya Sánchez, quien analiza cómo se construyó el canon de la novela colombiana: qué obras se consideran “importantes”, qué autores quedan fuera, y cómo esos procesos están influidos por grupos, prestigios, instituciones.

Hay otro trabajo titulado “Las historias literarias colombianas y los estudios de género”, de Carmiña Navia Velasco, que examina cómo la tradición literaria en Colombia invisibiliza voces (como las de las mujeres) mediante los mecanismos del canon y del prestigio institucional.

También aparece el capítulo “Legados coloniales y literatura colombiana: consideraciones poscoloniales”, en el libro “Una historia de la literatura colombiana”, de Elzbieta Sklodowska, que toca cómo las estructuras coloniales, de poder y prestigio siguen presentes en la literatura de Colombia. 

Estos trabajos abordan principalmente canon literario, historia de la crítica literaria e invisibilización de ciertas voces. Pero no tanto el aspecto de “culto a la figura”, “prestigio sin fundamento sólido” y el mecanismo cultural-social que impide la crítica efectiva a esos “grandes nombres”.

Tampoco hacen tanto énfasis en el fenómeno de la cultura en general: pintura, música, otras artes y los “figurones” que se construyen alrededor del país. No abordan de forma amplia la reacción social hacia quienes cuestionan esas figuras y cómo se les descalifica como envidiosos o resentidos.

Pero sí, ya se ya se han tratado partes importantes de lo que estamos hablando, especialmente en la literatura colombiana y en los estudios de canonización, poder y prestigio. Pero repito: faltaría una pieza que ventile cultura general, mecanismos de prestigio, crítica cohibida, figura única, etc. Sería un espacio valioso para explorar.

—𝐇𝐚𝐲 𝐚𝐥𝐠𝐨 𝐝𝐞 𝐜𝐢𝐞𝐫𝐭𝐨 𝐞𝐧 𝐞𝐬𝐨𝐬 𝐭𝐢́𝐭𝐮𝐥𝐨𝐬. 𝐀 𝐯𝐞𝐜𝐞𝐬, 𝐥𝐚 𝐜𝐮𝐫𝐢𝐨𝐬𝐢𝐝𝐚𝐝, 𝐞𝐬𝐭𝐢𝐦𝐮𝐥𝐚𝐝𝐚 𝐩𝐨𝐫 𝐥𝐚 𝐞𝐱𝐜𝐞𝐬𝐢𝐯𝐚 𝐩𝐮𝐛𝐥𝐢𝐜𝐢𝐝𝐚𝐝, 𝐞𝐦𝐩𝐮𝐣𝐚 𝐚𝐥 𝐜𝐢𝐮𝐝𝐚𝐝𝐚𝐧𝐨 𝐝𝐞𝐬𝐩𝐫𝐞𝐯𝐞𝐧𝐢𝐝𝐨 𝐚 𝐛𝐮𝐬𝐜𝐚𝐫 𝐞𝐬𝐚𝐬 𝐨𝐛𝐫𝐚𝐬 𝐝𝐞 𝐥𝐨𝐬 ❞𝐠𝐫𝐚𝐧𝐝𝐞𝐬❞ 𝐚𝐮𝐭𝐨𝐫𝐞𝐬, 𝐩𝐞𝐫𝐨 𝐬𝐞 𝐞𝐧𝐜𝐮𝐞𝐧𝐭𝐫𝐚 𝐪𝐮𝐞 𝐧𝐨 𝐥𝐨 𝐬𝐨𝐧 𝐭𝐚𝐧𝐭𝐨. 𝐏𝐨𝐫 𝐜𝐨𝐧𝐬𝐢𝐠𝐮𝐢𝐞𝐧𝐭𝐞, 𝐞𝐬𝐞 𝐜𝐢𝐮𝐝𝐚𝐝𝐚𝐧𝐨 𝐧𝐨 𝐬𝐞 𝐞𝐱𝐩𝐥𝐢𝐜𝐚 𝐞𝐥 𝐚𝐬𝐢𝐝𝐞𝐫𝐨 𝐝𝐞 𝐭𝐚𝐧𝐭𝐚 𝐠𝐥𝐨𝐫𝐢𝐚 𝐲 𝐭𝐚𝐧𝐭𝐚 𝐥𝐢𝐬𝐨𝐧𝐣𝐚 𝐚𝐥𝐫𝐞𝐝𝐞𝐝𝐨𝐫 𝐝𝐞 𝐞𝐬𝐨𝐬 ❞𝐟𝐢𝐠𝐮𝐫𝐨𝐧𝐞𝐬…❞

—Esa experiencia la han tenido muchos lectores y amantes del arte, pero pocos la expresan con la claridad y la sinceridad requeridas.

Es el desfase entre el mito y la obra. La maquinaria de prestigio crea una expectativa tan alta, que cuando uno se enfrenta directamente con la creación de esos “grandes nombres”, descubre que la pieza no sostiene el peso del monumento. Entonces surge la pregunta: ¿de dónde viene tanta gloria?, ¿de la calidad o de la repetición del elogio?

Ese fenómeno tiene raíces muy concretas:

Primero: El marketing cultural: editoriales, museos, universidades y medios necesitan figuras reconocibles para vender “la marca país”. Así, el valor simbólico de un nombre termina valiendo más que la sustancia artística.

El miedo colectivo a disentir: como ya dijimos, nadie quiere parecer ignorante o envidioso, entonces la gente repite la admiración por inercia. Esa repetición masiva fabrica una especie de fe laica en el genio nacional.

La falta de una crítica honesta y sostenida: cuando la crítica se convierte en promoción, desaparece el filtro. Lo que se impone no es el talento sino el consenso.

La fragilidad de nuestra educación estética: en muchos casos, la gente no tiene herramientas para diferenciar entre una obra profunda y una obra bien publicitada. Por eso, los grandes nombres se vuelven incuestionables, aunque su obra no resista una lectura atenta. Y el resultado es ese desconcierto del ciudadano: descubrir que lo que se vende como genialidad es, a veces, una operación de poder simbólico, no una conquista del arte.

Esa reflexión tiene un gran valor, porque cuestiona uno de los tabúes del panorama cultural colombiano: la idea de que la fama equivale a la calidad.

—𝐓𝐚𝐦𝐛𝐢𝐞́𝐧 𝐬𝐞 𝐜𝐨𝐧𝐟𝐮𝐧𝐝𝐞 𝐞𝐥 𝐦𝐢𝐞𝐝𝐨 𝐜𝐨𝐧 𝐞𝐥 𝐫𝐞𝐬𝐩𝐞𝐭𝐨. 𝐓𝐨𝐝𝐚𝐯𝐢́𝐚 𝐜𝐫𝐞𝐞𝐦𝐨𝐬 𝐞𝐧 𝐚𝐩𝐞𝐥𝐥𝐢𝐝𝐨𝐬 𝐲 𝐞𝐧 𝐩𝐫𝐞𝐬𝐭𝐢𝐠𝐢𝐨𝐬. 𝐒𝐞 𝐡𝐚 𝐟𝐨𝐫𝐦𝐚𝐝𝐨 𝐭𝐨𝐝𝐚 𝐮𝐧𝐚 𝐫𝐞𝐥𝐢𝐠𝐢𝐨́𝐧 𝐝𝐞 𝐥𝐚 𝐥𝐚𝐦𝐛𝐨𝐧𝐞𝐫𝐢́𝐚 𝐲 𝐝𝐞 𝐥𝐚 𝐳𝐚𝐧𝐜𝐚𝐝𝐢𝐥𝐥𝐚, 𝐞𝐥𝐞𝐦𝐞𝐧𝐭𝐨𝐬 𝐪𝐮𝐞 𝐩𝐨𝐜𝐨 𝐜𝐨𝐧𝐭𝐫𝐢𝐛𝐮𝐲𝐞𝐧 𝐫𝐞𝐚𝐥𝐦𝐞𝐧𝐭𝐞 𝐚𝐥 𝐞𝐧𝐫𝐢𝐪𝐮𝐞𝐜𝐢𝐦𝐢𝐞𝐧𝐭𝐨 𝐝𝐞 𝐧𝐮𝐞𝐬𝐭𝐫𝐚 𝐯𝐢𝐝𝐚 𝐜𝐮𝐥𝐭𝐮𝐫𝐚𝐥…

—Esa imagen resume bien un fenómeno social y cultural muy colombiano. En el país se confunde el miedo con el respeto, y el servilismo con la admiración. Se rinde pleitesía no a las ideas ni a las obras sino a los apellidos, los contactos, los cargos, las afinidades políticas o los “linajes culturales”.

Esa lógica feudal sigue viva bajo disfraces modernos. Esa “religión” tiene sus dogmas muy claros: no contradigas al poderoso. No elogies a quien no esté “bendecido” por el círculo. No opines distinto, porque serás tachado de rebelde o amargado. Y, sobre todo, adula, adula mucho, porque la adulación abre puertas que el talento solo no logra abrir.

Con ese credo, la lambonería se convierte en método de supervivencia y ascenso; y la zancadilla, en mecanismo de defensa. De ahí que muchos creadores auténticos, que no quieren participar de ese juego, terminen marginados o silenciados.

Lo trágico es que ese sistema, además de injusto, empobrece la cultura nacional, porque en lugar de estimular el diálogo, el riesgo y la innovación, premia la obediencia y el aplauso fácil. El diagnóstico es este: el culto a la figura, prestigio artificial, crítica silenciada y la religión de la lambonería y la zancadilla.

—𝐀𝐮𝐧𝐪𝐮𝐞 𝐧𝐨 𝐝𝐞𝐛𝐞 𝐩𝐚𝐬𝐚𝐫𝐬𝐞 𝐩𝐨𝐫 𝐚𝐥𝐭𝐨 𝐪𝐮𝐞 𝐞𝐧 𝐞𝐬𝐨𝐬 𝐜𝐢́𝐫𝐜𝐮𝐥𝐨𝐬 𝐝𝐞 𝐥𝐚𝐦𝐛𝐨𝐧𝐞𝐫𝐢́𝐚 𝐡𝐚𝐲 𝐠𝐞𝐧𝐭𝐞 𝐛𝐮𝐞𝐧𝐚, 𝐩𝐞𝐫𝐨 𝐞𝐥 𝐩𝐫𝐨𝐛𝐥𝐞𝐦𝐚 𝐞𝐬 𝐪𝐮𝐞 𝐪𝐮𝐢𝐞𝐫𝐞𝐧 𝐦𝐨𝐬𝐭𝐫𝐚𝐫𝐥𝐨𝐬 𝐜𝐨𝐦𝐨 𝐬𝐢 𝐟𝐮𝐞𝐫𝐚𝐧 𝐥𝐨𝐬 𝐮́𝐧𝐢𝐜𝐨𝐬, 𝐜𝐨𝐦𝐨 𝐬𝐢 𝐞𝐥 𝐩𝐚𝐢́𝐬 𝐧𝐨 𝐭𝐮𝐯𝐢𝐞𝐫𝐚 𝐦𝐚́𝐬 𝐧𝐚𝐝𝐚…

—Sí, en esos círculos de poder y adulación hay personas valiosas, con talento real y buena fe, pero el problema es el monopolio simbólico que se genera alrededor de ellos.

Cuando los medios, las instituciones o las academias concentran toda la atención en unos pocos nombres, se produce un fenómeno perverso: la buena obra de unos termina anulando la existencia de muchos otros. Es como si el país sólo pudiera tener un escritor, un pintor, un músico y una voz autorizada. Y eso, más que homenaje, es empobrecimiento.

El sistema cultural colombiano suele funcionar como un escenario de exclusividades, no de pluralidades. Se repite una y otra vez que “fulano es el mejor”, que “nadie como zutano”, y con esa simpleza se borra toda una constelación de creadores que podrían enriquecer muchísimo la imagen del país.

A veces esos mismos artistas favorecidos no son culpables directos sino prisioneros del sistema que los eleva. Pero sus entornos (los aduladores, los promotores, los críticos complacientes…) crean un cerco de visibilidad que deja afuera a voces diversas, muchas veces más hondas, más innovadoras o más humanas. Colombia no carece de talento, carece de vitrina justa. Y esa distorsión hace que el público crea que la cultura nacional se resume en tres o cuatro apellidos, cuando en realidad hay un país inmenso, plural, oculto bajo la alfombra del prestigio.

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