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¡Ese negro antipático!

Rubén Darío Álvarez Pacheco, muchachon@rinconguapo.com

En Colombia el negro puede ser alegre, servicial, gracioso y talentoso. Pero no puede ser arrogante. En cuanto lo es, la sociedad lo señala con un tono de alarma: “¡ese negro antipático!”.

La frase parece inocente, pero encierra siglos de jerarquía. En ella vibra el eco de los tiempos en que el negro debía bajar la cabeza, sonreír y dar las gracias. Todavía hoy, en pleno siglo XXI, se espera de él la docilidad disfrazada de simpatía.

El blanco, en cambio, sí tiene derecho a ser arrogante. Puede ser altivo, antipático o distante, y eso se interpreta como carácter. Su altivez no ofende: inspira respeto. Es como si la arrogancia, en él, fuera una forma de nobleza.

En cambio, si un negro camina con la frente en alto, se le considera un insolente. Si habla con seguridad, un engreído. Si reclama respeto, un resentido. Es decir: la dignidad se vuelve, en su caso, una provocación.

Lo que molesta no es la petulancia sino la autoafirmación. El simple acto de no pedir permiso para existir ya resulta indignante. La sociedad reacciona con un reflejo antiguo: ponerlo en su sitio.

Por eso la palabra “petulante” rara vez camina sola. Se le pega su apellido racial: “ese negro petulante”. En esa combinación hay un juicio completo  y una sentencia: “tras de negro, creído”.

El color, convertido en defecto, se agrava con la confianza en sí mismo. Es como si la piel oscura debiera venir acompañada de humildad, de gratitud eterna y de un tono de disculpa ante el mundo.

Nadie dice “ese blanco petulante”. Suena raro y casi forzado. Porque el lenguaje, moldeado por siglos de poder, normalizó la arrogancia del blanco como algo natural. La del negro, en cambio, es un atrevimiento.

El racismo no sólo vive en los gritos o en las exclusiones abiertas. También respira en las frases cotidianas, en esas expresiones que parecen simples observaciones y son, en realidad, fronteras invisibles.

Una de ellas es el famoso “pero”. “Ella es negra, ‘pero’ inteligente.” “Pedro es negro, ‘pero’ decente.” Ese “pero” es el puente que une el prejuicio con la sorpresa. Lo que se está diciendo, sin decirlo, es: “para ser negro, no está mal”.

Nadie dice “ella es blanca, ‘pero’ fina” o “él es blanco, ‘pero’ trabajador”, porque en el imaginario colectivo esas virtudes ya le pertenecen al blanco. El negro, en cambio, debe ganárselas a pulso, demostrarlas como excepciones.

Ese diminuto “pero” resume la condescendencia del racismo colombiano: el negro puede ser bueno, inteligente o decente, siempre y cuando se le permita serlo a pesar de su color.

El lenguaje está lleno de esas trampas. Lo que parece un elogio es, en el fondo, un recordatorio de inferioridad. Una mano que aplaude mientras empuja hacia abajo.

También la cultura reproduce esas formas de encierro. A Jorge Artel, por ejemplo, lo llamaron “el poeta de las negritudes”, como si su talento no pudiera ser universal. Pero nadie llamó a Neruda “el poeta de los blancos”, por ejemplo.

La etiqueta suena respetuosa, pero limita. Le permite existir dentro de un marco estrecho, decorativo y folclórico. Puede cantar al tambor, a la esclavitud, al mar, etc., pero no al alma humana en su totalidad.

Así, el racismo no sólo se ejerce sobre los cuerpos sino también sobre las palabras. Define de antemano qué puede decir un poeta, cómo debe comportarse un ciudadano y hasta dónde puede soñar una persona.

Sin embargo, hay algo profundamente hermoso en ese negro que se niega a bajar la voz; en el que se mira al espejo sin pedir permiso y en el que camina con la certeza de su valor, sin esperar aprobación. Porque su “petulancia” no es vanidad: es resistencia. Es la afirmación de una dignidad que no necesita disculparse; y eso, para muchos, sigue siendo imperdonable.

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