𝐄𝐧 𝐞𝐬𝐭𝐚 𝐜𝐢𝐮𝐝𝐚𝐝 𝐞𝐥 𝐭𝐮𝐫𝐢𝐬𝐦𝐨 𝐝𝐞𝐣𝐨́ 𝐝𝐞 𝐬𝐞𝐫 𝐮𝐧 𝐬𝐞𝐫𝐯𝐢𝐜𝐢𝐨 𝐲 𝐬𝐞 𝐜𝐨𝐧𝐯𝐢𝐫𝐭𝐢𝐨́ 𝐞𝐧 𝐮𝐧𝐚 𝐜𝐚𝐜𝐞𝐫𝐢́𝐚. 𝐋𝐨 𝐪𝐮𝐞 𝐝𝐞𝐛𝐞𝐫𝐢́𝐚 𝐬𝐞𝐫 𝐡𝐨𝐬𝐩𝐢𝐭𝐚𝐥𝐢𝐝𝐚𝐝, 𝐭𝐞𝐫𝐦𝐢𝐧𝐨́ 𝐞𝐧 𝐦𝐚𝐧̃𝐚: 𝐞𝐥 𝐯𝐢𝐬𝐢𝐭𝐚𝐧𝐭𝐞 𝐞𝐬 𝐯𝐢𝐬𝐭𝐨 𝐜𝐨𝐦𝐨 𝐩𝐫𝐞𝐬𝐚 𝐲 𝐧𝐨 𝐜𝐨𝐦𝐨 𝐢𝐧𝐯𝐢𝐭𝐚𝐝𝐨.
Rubén Darío Álvarez Pacheco, muchachon@vamosaandar.com
En Cartagena se repite una frase que, más que un comentario suelto, parece toda una filosofía: “¡Qué va, mi vale, a esos manes hay que tumbarlos!”. Dicha entre risas, como quien suelta una picardía, en realidad encierra una visión de mundo que atraviesa a buena parte de la ciudad.
El asunto del “tumbe al turista” ha sido tan hablado que corre el riesgo de convertirse en un cliché. Sin embargo, lo que muchas veces se olvida es que no se trata de un tópico exclusivo del visitante extranjero o nacional: es una mentalidad que nace en la pobreza, crece en la calle y termina convertida en método de negocio.
Cuando yo trabajaba cubriendo noticias de comunidades, lo viví de cerca. Llegábamos en la camioneta al barrio pobre y, apenas nos veían, uno o varios jóvenes se nos acercaban de inmediato: “tiren algo ahí pa’ la gaseosa”. Era automático. Para ellos, si uno llegaba en un carro bonito e imponente, significaba que teníamos plata; y, por ende, lo mínimo que debíamos hacer era soltar.

En esa frase breve se resumía una lógica muy clara: el que tiene está obligado a compartir, porque el que pide “está llevao”. Y si no “tira algo”, no sólo es tacaño sino también injusto, mala gente, malparido.
La desigualdad social de Cartagena —tan bestial y tan evidente— alimenta esa visión. No hay que hacer grandes esfuerzos para ver la diferencia: basta poner una camioneta nueva y opulenta frente a una casa sin puertas; o a un turista de dólares frescos frente a un vendedor que apenas almorzó.
Lo interesante es cómo esa costumbre echa raíces. El joven que comienza pidiendo “para la gaseosa” puede que años después tenga un negocio en el turismo. Y, sin embargo, no cambia la mentalidad. Sólo la perfecciona: ahora vende tours, artesanías o paseos en lancha, pero con la misma idea de fondo: “hay que tumbar al que tiene”.
De esa manera, lo que empezó como supervivencia se convierte en filosofía empresarial. Y ya no hay vergüenza, porque “todo el mundo lo hace”. El tumbe deja de ser excepción y se normaliza como regla de juego.
No es que los cartageneros populares no trabajen ni se esfuercen; es que al esfuerzo le suman una idea de justicia alternativa: “si el rico tiene de sobra, yo tengo derecho a sacarle lo que pueda”.
Lo curioso es que esa lógica no desaparece cuando el cartagenero popular logra entrar a una gran empresa. Aun con sueldo fijo y prestaciones sociales, la idea persiste: “si se presenta la oportunidad de robar, estafar o comerciar con lo ajeno, hay que hacerlo”.
Lo lógico sería que la seguridad económica eliminara la tentación del latrocinio. “¿Por qué hacen eso?”, les preguntas. Y la respuesta indefectible siempre aparece: “¡Qué va, mi vale, a esos manes hay que tumbarlos! El gerente se gana culo de marmaja y uno siempre mamando. Y tú también eres culo de sapo. Ábrete”.
El salario, entonces, no alcanza para borrar el resentimiento acumulado. La diferencia abismal entre lo que gana el jefe y lo que gana el empleado, sigue alimentando la idea de que apropiarse de lo ajeno no es un delito sino un acto de justicia redistributiva.

Por eso no sorprende que cuando un turista paga un pescado a quinientos mil pesos en la playa, los medios lo registren como escándalo nacional. En otra ciudad sería anécdota, pero en Cartagena se convierte en prueba de un estigma.
Y está bien, el fenómeno ocurre en otras partes. En Santa Marta, en San Andrés, en el Eje Cafetero o, incluso, en Medellín, hay dinámicas de precios inflados y aprovechamiento. Pero en Cartagena se siente más fuerte porque aquí el contraste es más visible y porque la cultura verbaliza sin filtros lo que en otros sitios queda en silencio.
La frase “¡a esos manes hay que tumbarlos!” no se esconde: se dice en voz alta, con picardía y hasta con orgullo. En otras partes, esa misma lógica existe, pero disfrazada con la cultura del “avispao” o el de la “viveza”.
La historia no es nueva. David Sánchez Juliao lo retrató magistralmente en su audio novela “El Pachanga”. Allí el protagonista cuenta que cuando los norteamericanos llegaban a Coveñas, derrochaban plata sin asco y los nativos estaban felices. Pero cuando los gringos se fueron y llegaron los cachacos, la cosa se dañó: los nuevos turistas no gastaban, se llevaban hasta la comida en las bolsas de mercado.
Lo que en el fondo mostraba Sánchez Juliao era que, para muchos nativos, el turismo no era una vocación de servicio ni una industria digna sino una mina de donde extraer hasta la última pepita.
Y bajo esa lógica, el turista “bueno” no era el que disfrutaba sino el que gastaba. El que derrochaba sin pensar en el mañana. Los demás —los que se medían— no merecían atención, eran de culos de huesos.
Así se fue forjando una visión de prosperidad ligada al exceso: el que progresa es el que sabe “tumbar” mejor, no el que construye relaciones a largo plazo ni el que cuida la reputación de su oficio.
El resultado es un círculo vicioso: el turista que se siente tumbado regresa con desconfianza, la fama negativa se multiplica y el cartagenero popular se convence de que, precisamente por eso, hay que sacar lo máximo cuando se pueda, porque quizás no haya segunda oportunidad.

Porque mientras la frase “¡qué va, mi vale, a esos manes hay que tumbarlos!” siga siendo filosofía de vida y no simple anécdota de esquina, Cartagena estará condenada a vivir entre la riqueza que exhibe y la pobreza que justifica el tumbe. Y esa contradicción, al final, nos tumba a todos.
Incluso, también tumba al político joven, a quien le aconsejan no incurrir en las prácticas corruptas de los otros, pero él no hace caso, porque cree que el presupuesto que envía el gobierno central salió de los bolsillos del presidente y de los congresistas. Por eso ladra sin tapujos: “¡Qué va, mi vale, a esos manes hay que tumbarlos!”