Rubén Darío Álvarez Pacheco, muchachon@rinconguapo.com
Hay acontecimientos que, aunque en su momento fueron significativos para quien los vivió, es posible que se queden rezagados en lo más profundo de la memoria, hasta que sucede algo que los dispara y renacen como por arte de magia.
Eso me pasó en estos días, cuando estaba sentado en la terraza de un abasto, cuyos administradores como que son muy admiradores del difunto Diomedes Díaz, porque era esa la música que más programaban en el bafle que tenían colgado en una de las puertas del establecimiento.
Durante una de esas programaciones, salió a relucir el long play “La locura”, que Diomedes grabara con el también finado Juancho Rois y que fuera publicado en 1978. ¡Cómo pasa el tiempo! Si sacamos cuentas, dentro de tres años ese LP cumplirá medio siglo de estar deleitando a los amantes del estilo vallenato.
En cuanto sonaron las primeras canciones, varios de los presentes comenzaron a rememorar anécdotas de cuando eran niños o adolescentes, y “La locura” andaba causando estragos por toda la Región Caribe.
Y aquí viene el detonante que hizo que emergiera de mi memoria el motivo de este texto: uno de los parranderos comentó que aún estaba pequeño cuando conoció a Juancho Rois en persona y de cerca.
“Mi papá y mis hermanos mayores —relató— tenían un taller de mecánica automotriz en toda la orilla de la avenida Pedro de Heredia, cuando de pronto llegó un muchacho claro, conduciendo una camioneta que estacionó en el patio del taller. El muchacho era más o menos alto, delgado, claro y con el pelo ensortijado. De inmediato, la cara se me hizo familiar, porque la había visto en varios long plays de Jorge Oñate. Esperé que se sentara y le pregunté sin cortapisas:
—¿Tú eres Juancho Rois?
Y él respondió sonriendo:
—Parece que sí.
Después de varios minutos, cuando vio que no lo iban a atender enseguida, porque todos los mecánicos estaban ocupados, se montó en su camioneta y se fue”.
Antes de contar mi anécdota, debo referir que la figura de Juancho Rois se hizo visible en mi familia cuando yo era apenas un adolescente de 15 años. Para ese entonces, el acordeonista guajiro acababa de publicar la producción “La fuetera”, al lado del también cantante guajiro Elías Rosado.
Recuerdo que mi papá compró ese trabajo, atraído por el paseo “Del tamaño de la luna”, de Carlos Huertas, pero lo compró con ciertas dudas, porque la voz de Elías Rosado se le parecía a la de Rafael Orozco, cantante que no le agradaba mucho porque, según él, le resultaba “muy llorón”.
Pero el comerciante que nos llevaba los discos fiados a la casa lo sacó del error:
“Ese no es Rafael Orozco —le aclaró—. Es Elías Rosado, el pelao que cantaba con Ramón Vargas y los hermanos Meriño. Y el acordeonista es el que grabó ‘El fuete’ con Juan Piña”.
Apenas le mencionaron “El fuete”, mi papá se emocionó, porque resulta que esa canción la pegaron en Cartagena los narradores de béisbol, quienes la programaban en los intermedios cuando al equipo enemigo le estaban dando una palera. El estribillo, “ay, fue triste vivir derrotado sintiendo de otras manos el fuete…”, le daba mucha risa.
Llegó “La fuetera” a la casa y, casi desde el primer día, se convirtió en un LP de adoración para nosotros, sobre todo por la destreza limpia, ágil y diferente con que Juancho Rois ejecutaba el acordeón, especialmente en canciones como “Condición de un parrandero” (Crispín Rodríguez), “El mejoral” (Rafael Escalona), “Ya no vuelvo” (Mateo Torres), “Incomprensión” (Romualdo Brito), “Esperando tu regreso” (Alberto Murgas) y “La fuetera” (Héctor Zuleta). A “La primera piedra” (Hernando Marín) le cogí fastidio, porque un compañero de mi colegio pasaba todo el día cantando el estribillo “…y la primera piedra coloqueeeeé…”. Y de ahí no pasaba.
A partir de ese LP, mi hermano y yo comenzamos a investigar la vida de Juancho Rois y nos aficionamos a coleccionar las grabaciones de sus presentaciones en vivo con Jorge Oñate, cuyo conjunto nos parecía que era el mejor que tenía la música vallenata en ese momento, porque lo integraban monstruos de la talla de Rodolfo Castilla, en la caja; Rangel “El Maño” Torres, en el bajo; Tico Rojano, en las congas; y Julio Murillo, en la segunda voz. Como se puede intuir, era una percusión tremenda, explosiva, cataclísmica la que acompañaba a un bravo como Juancho Rois. Así que la creatividad en tarima estaba más que asegurada.
Entre los casettes que coleccionábamos, estaba la presentación que Oñate y Rois hicieron en el desaparecido Club Guanipa, del barrio Crespo, cuando todavía no habían grabado su primer LP. De modo que a Juancho le tocó ejecutar las canciones grabadas por Chiche Martínez y Colacho Mendoza, dos reyes vallenatos de calidades indiscutibles, pero nuestro fanatismo nos decía que esos temas se escuchaban mejor tocados por “El Conejo” sanjuanero.
Ahora sólo faltaba conocer a Juancho “El fuete” Rois. Eso ocurrió en junio de 1983, cuando Cartagena estaba celebrando su cumpleaños número 450 de fundación. Lo presentaron en el Muelle de los Pegasos, cuando Oñate estaba aún sacándole el jugo a su LP “Paisaje de sol”, cuyo éxito “La gordita” (Leandro Díaz) era todo un show de creatividad y ocurrencias de parte del acordeonista, el bajista y los coristas. Toda la presentación fue excelente, pero se robaron el show con el paseo de “El ciego de oro”.
Nosotros estábamos pegados a la muralla, en donde reposan las instalaciones de la Alcaldía de Cartagena. Pero, siempre que podíamos, nos íbamos metiendo entre la gente hasta que logramos llegar a la orilla de la tarima y vimos de cerca a ese acordeonista gigante, vestido con suéter blanco a rayas negras, pantalón y zapatos de ese mismo color y tocando con una tranquilidad que hacía que la gente se espelucara con sólo improvisar unos cuantos de los pases que raras veces llevaba a los estudios de grabación.
Se acabó el show. Regresamos a casa a inicios de la madrugada y pensando en cuándo ocurriría nuevamente el milagro de que tuviéramos a Juancho Rois cerca de nosotros.
Por su condición de bajista de grupos vallenatos, mi hermano sí pudo verlo en otras ocasiones, todavía con el conjunto de Oñate; y después, con el de Diomedes, donde estaban casi los mismos integrantes del grupo de El jilguero de América.
Y ahora sí va la anécdota de mi encuentro cara a cara con el protagonista de esta nota. Fue en Barranquilla. Era 1989. Diomedes estaba estrenando la producción “El cóndor herido”. Era mediodía. Yo salía de la Universidad Autónoma del Caribe, en compañía de dos condiscípulas, cuando de pronto escuchamos que, desde los balcones del alma mater, la gente gritaba, “Juancho, Juancho, Juancho…”. Estaban saludando nada más y nada menos que a mi ídolo, a “El fuete”, a “El conejo” Rois, quien acababa de bajarse de un carro deportivo de color rojo.
Lo acompañaban dos muchachas, una gorda y una flaca. Él estaba vestido con un suéter Polo de color rojo, jean casi turquí y unos zapatos de goma de color blanco. Mientras entraba a una tienda (que también era papelería) alzaba el brazo para saludar a la gente de los balcones y a los que iban por la calle.
Casualmente (¿o causalmente?), mis compañeras y yo entramos a la misma tienda donde había entrado Juancho Rois con sus amigas. Lo hicimos pensando en comprar unas hojas para exámenes, pero cuando el ídolo nos vio sonrió con su dentadura pronunciada:
—¿Qué más? ¿En qué andan?
—Vamos a comprar unas hojas para los parciales.
—¿Y ustedes qué estudian?
—Comunicación social
—Ah, que bien. ¿Qué van a tomar?
Nos quedamos viendo las caras, pero rápidamente entendimos que aceptarle el ofrecimiento significaba durarnos un rato más hablando con él. Pedimos gaseosas. Por mi parte, quería preguntarle muchas cosas, pero no se me ocurría por dónde empezar, espacio que mis compañeras sí aprovecharon para preguntarle… ¡maricadas!
—¿Y Diomedes?
—Debe estar bien. Lueguito tenemos que vernos, porque vamos para Venezuela.
—Ay, Juancho, pero te veo como más gordo.
—¿Sí? Que va. Yo nunca paso de aquí.
Mientras ellas reían y banalizaban el encuentro con sus preguntas huevonas, yo sólo acerté a comentarle una sola cosa:
—En Cartagena dicen que tu mejor long play es “La fuetera”.
—Compadre, en todas partes me dicen eso, pero a mí todas mis grabaciones me gustan, porque todas las hago con la misma dedicación.
Cuando ya empezaba a calentarme para bombardearlo con más preguntas, apareció nuevamente el carro deportivo rojo; y una de las mujeres que acompañaban al acordeonista gritó: “ay, ya volvió nosequién, vámonos…”
“Joda, tan rápido —dijo Juancho por lo bajo—. Bueno, vámonos”.
Sacó un rollo de billetes del bolsillo derecho del pantalón y pagó la cuenta completa. Luego nos dio la mano diciendo, “bueno, muchachos, cuídense”. Se embarcó en el carro y desapareció como quien va para los lados del río Magdalena. Y así terminó la que hubiera sido mi primera entrevista como pichón de reportero.