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Cartagena a revisar sus monumentos

Rubén Darío Álvarez Pacheco, muchachon@rinconguapo.com

En Cartagena los monumentos no son simples piezas de bronce o mármol. Forman parte del relato público sobre la historia y se convierten en símbolos que definen quién tiene derecho a la memoria y quién queda en silencio.

Las estatuas de Pedro de Heredia, Cristóbal Colón, la India Catalina, los bustos del Camellón de los Mártires, Blas de Lezo o Luis Carlos López no son decoración urbana. Representan una narrativa oficial que merece ser revisada, no para borrarla sino para entenderla a la luz del presente.

Los historiadores nos recuerdan con frecuencia que los monumentos hablan más del poder que los levantó que del pasado que dicen representar. Esa mirada invita a no asumirlos como verdades absolutas sino como expresiones de intereses y épocas concretas.

La India Catalina es un ejemplo evidente. Para unos simboliza identidad local, mientras que para otros reproduce una visión de sometimiento, un monumento que habla más del colonizador que de la indígena. Ese contraste muestra por qué el debate no debe silenciarse.

Diversos restauradores han dicho que las ciudades no deben borrar su memoria sino complejizarla. Dicho de otro modo: resignificar los símbolos para reconocer tanto sus aportes como sus contradicciones.

Ese tipo de discusión ya está en marcha en otras latitudes. En Estados Unidos y América Latina varias ciudades han retirado o reubicado estatuas de Cristóbal Colón, asociadas por muchos al inicio de una colonización violenta. En paralelo, han surgido monumentos que reconocen a culturas originarias.

En Cartagena, un debate similar podría traducirse en una iniciativa democrática: consultar a la ciudadanía qué símbolos quiere ver en plazas y calles. Un plebiscito cultural serviría para decidir qué figuras conservar, cuáles reinterpretar y qué nuevos referentes visibilizar.

Algunos sociólogos insisten en que la memoria es un asunto demasiado importante para dejarlo sólo en manos de políticos y académicos. Debe ser también un ejercicio ciudadano. De allí que la consulta pública se convierta en una herramienta de participación cultural.

La pregunta de fondo es a quiénes homenajea Cartagena y a quiénes deja por fuera. El Camellón de los Mártires recuerda a los cartageneros fusilados en 1816, pero ¿dónde están los monumentos a las mujeres que sostuvieron la vida cotidiana, a los pescadores que alimentaron generaciones o a los músicos que hicieron del Caribe un territorio sonoro?

Esa revisión podría abrir espacio a personajes populares invisibles: vendedores ambulantes, artesanas, abuelas que enseñaron a leer o líderes comunitarios que han sostenido la ciudad desde abajo. Todos forman parte de la historia viva de Cartagena.

Con el monumento a Joe Arroyo se ilustra la gesta de un músico que narró la identidad del Caribe en canciones y fue reconocido en el mismo nivel simbólico que un prócer. Ese es un ejemplo de cómo la memoria cultural también merece ocupar pedestales.

El debate no se reduce a conservar lo antiguo o imponer lo nuevo. Se trata de reconciliar memorias, pues ya se sabe que los monumentos no deben ser jaulas, sino puentes. Esa perspectiva apunta a un diálogo más amplio con el pasado.

Además, un ejercicio ciudadano de revisión monumentaria puede convertirse en una forma de sanar heridas históricas. Preguntarse qué Cartagena queremos mostrar al mundo y qué ciudad queremos recordarnos a nosotros mismos implica revisar símbolos con respeto.

Una revisión seria de la monumentaria no es moda pasajera sino un acto de madurez cultural, que exige asumir con responsabilidad la construcción de símbolos para futuras generaciones.

Cartagena tiene la oportunidad de ser pionera en Colombia en este campo. Abrir el debate no es un gesto contra la tradición sino una forma de fortalecer la identidad con nuevas voces y sensibilidades.

La ciudad también puede ampliar su relatoría más allá de murallas, colonizadores y batallas. Cartagena es igualmente cumbia, palenque, mestizaje, barrio, resistencia y dignidad popular. Esa diversidad merece representación en bronce y piedra.

La discusión no busca borrar el pasado sino complementarlo con miradas que hasta ahora han sido marginadas. Incluir a los sectores populares en el relato monumentario es reconocer que la ciudad se sostiene tanto por héroes militares como por héroes invisibles.

En la práctica, esto significaría abrir concursos, consultas o procesos colectivos para definir nuevos referentes. Así, la ciudadanía tendría un papel activo en la construcción de su propio álbum histórico.

La experiencia internacional demuestra que estos debates no son fáciles, pero son necesarios. Cuando una ciudad se atreve a mirar sus monumentos críticamente, también se atreve a replantear su destino cultural.

El reto está en no caer en extremos: ni en la iconoclasia que destruye, ni en la indiferencia que mantiene todo igual. La opción intermedia es la resignificación, que complejiza los relatos y da cabida a la pluralidad.

Los monumentos, entonces, no deben ser vistos como piezas intocables sino como espacios de diálogo. Cada estatua puede abrir preguntas sobre identidad, justicia y pertenencia.

Ese diálogo implica aceptar contradicciones. Una misma figura puede ser orgullo para unos y ofensa para otros. Reconocer esa tensión es parte del aprendizaje democrático que la ciudad necesita.

El proceso también obliga a repensar la educación. Los monumentos no bastan si no hay pedagogía que los contextualice. De lo contrario, se convierten en piezas mudas que pocos entienden.

En este punto, universidades, colegios y medios de comunicación tienen un papel clave. Llevar la discusión al aula y al debate público ampliaría la comprensión sobre lo que significan los símbolos urbanos.

La revisión de la monumentaria no es un capricho académico. Es una pregunta por la dignidad, por la memoria de quienes históricamente han sido invisibles y por el derecho de la ciudad a narrarse desde adentro.

Lo más valioso de este debate es la posibilidad de construir consensos. Cartagena puede ser ejemplo de cómo una sociedad se reconoce en sus diferencias y logra integrarlas en un relato común.

Ese consenso sería, en sí mismo, un monumento colectivo. No de mármol ni de bronce, sino de participación ciudadana y voluntad de reconocerse en la pluralidad.

Al final, la pregunta que queda abierta es sencilla y a la vez profunda: ¿qué Cartagena queremos ver representada en nuestras plazas? La respuesta no debería estar en manos de unos pocos, sino de toda la ciudad.

Quizá el mayor homenaje que Cartagena pueda darse a sí misma sea el de aceptar que en su espacio público caben todas las memorias. Ese podría ser el monumento más duradero.

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