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Cartagena no tiene deuda con Colón

Rubén Darío Álvarez Pacheco, muchachon@rinconguapo.com

Cada 12 de octubre en Cartagena se repite una escena tan familiar como contradictoria: autoridades e instituciones rinden honores a la estatua de Cristóbal Colón, erguida en pleno corazón de la ciudad, como si se tratara de un benefactor. Lo saludan con coronas de flores, discursos y desfiles, olvidando que lo que su nombre evoca no es un legado de civilización sino una estela de saqueo y genocidio.

La historia oficial ha insistido en llamarlo “descubridor de América”, como si nuestro continente hubiese estado escondido en una bóveda esperando a que una carabela europea abriera la puerta. El filósofo e historiador mexicano Edmundo O’Gorman, en su clásico “La invención de América”, desmontó esa trampa semántica: América no fue descubierta, fue inventada como categoría dentro del proyecto imperial europeo. El término mismo es ya una imposición.

Más allá de las palabras, los hechos hablan. Colón inauguró el ciclo de esclavización de indígenas, el robo y envío de oro y riquezas a la corona española y la apertura de rutas donde la violencia fue la regla. El historiador español Luis Vega-Rey, en “Puntos negros del descubrimiento de América”, recuerda que en los primeros viajes hubo secuestros de taínos; y que, en su segundo viaje, Colón trajo consigo órdenes expresas de someter por la fuerza a quienes se resistieran.

El periodista estadounidense Charles C. Mann, en su obra “1493”, ha mostrado cómo tras Colón se produjo un intercambio biológico que devastó a las poblaciones nativas. La viruela, el sarampión, la gonorrea y otras enfermedades cruzaron el Atlántico y encontraron cuerpos sin defensas. El resultado fue una catástrofe demográfica que borró pueblos enteros. A esa tragedia se le sigue llamando, con increíble liviandad, “encuentro de dos mundos”.

El problema no es sólo histórico sino también pedagógico. En los manuales escolares todavía se repite la versión edulcorada: Colón como navegante intrépido y visionario que abrió las puertas de la modernidad. Poco se dice de que también fue un individuo que negoció con la trata de esclavos, que organizó expediciones militares sanguinarias y que justificó el sometimiento en nombre de la fe y la corona.

Lo más grave es que seguimos educando a generaciones de jóvenes con esa visión parcializada. Como señala el escritor ecuatoriano Marco Robles López en sus ensayos, la narrativa del “descubrimiento” no sólo invisibiliza a las víctimas sino que también construye una identidad latinoamericana subordinada, como si nuestro origen dependiera de la mirada europea.

En ese sentido, la estatua de Colón en Cartagena no es un adorno inocente. Es un símbolo pedagógico: enseña a quien pasa que ese tipo merece gratitud, que nuestra historia comienza con él. Pero, ¿de verdad comienza allí? ¿No es más justo decir que allí comenzó un despojo sistemático?

Las autoridades de Cartagena parecen no sentir vergüenza al mantener, en plena Plaza de la Aduana, una estatua de Cristóbal Colón que, además de glorificar al invasor, exhibe a sus pies la figura de una mujer aborigen desnuda y humillada. Esa imagen, que debería provocar indignación y reflexión, sigue ahí como si fuera un adorno inocente, cuando en realidad simboliza siglos de sometimiento, racismo y desprecio hacia los pueblos originarios.

Cartagena, con toda su riqueza cultural, tiene héroes de sobra para ocupar ese pedestal. Benkos Biohó, fundador del primer palenque libre de América, levantó la bandera de la libertad cuando Colón apenas simbolizaba cadenas. Pedro Romero y los lanceros de Getsemaní pusieron sus vidas para que la independencia no quedara en papeles. Luis Carlos López nos enseñó a mirar la ciudad desde sus ironías. Raúl Gómez Jattin, desde la poesía de la marginalidad. Y Kid Pambelé llevó a Colombia al mundo con sus puños.

La pregunta entonces es inevitable: ¿qué hace Colón en la plaza central de Cartagena, y no ellos? ¿Por qué seguimos repitiendo un gesto colonial de reverencia, cuando lo que deberíamos es levantar monumentos a quienes sí nos representan?

En otros países de América Latina, las nuevas generaciones están respondiendo con acciones concretas. Jóvenes en México, Bolivia y Argentina han impulsado el retiro de estatuas de Colón y su reemplazo por figuras indígenas. En Colombia, las caídas de las estatuas de Sebastián de Belalcázar en Popayán y Cali abrieron un debate nacional. No fue simple vandalismo, fue un acto de memoria y de justicia.

Ese impulso juvenil demuestra que los símbolos importan, que no son piedra muerta. Una estatua es un relato. Si el relato que nos cuentan las plazas está podrido de falsos héroes, entonces corresponde a los jóvenes reescribirlo.

Pero la tarea no debe quedarse en el espacio público. De nada sirve derribar estatuas si en las aulas se sigue enseñando la historia de siempre. Allí está el núcleo del problema. Es urgente que se escriban nuevos textos escolares que narren la historia desde las víctimas, no desde las élites que adoraron a la corona.

En esos textos deberían aparecer, con nombre propio, los pueblos arrasados, los líderes asesinados, los africanos esclavizados que construyeron las murallas y las casas de Cartagena. Deberían tener capítulos los palenques, los cimarrones y las resistencias indígenas. Debería enseñarse que lo que llamamos “descubrimiento” fue en realidad una invasión con consecuencias profundas y dolorosas.

El Ministerio de la Cultura dio un paso simbólico al rebautizar el Palacio de la Inquisición como “Casa Benkos Biohó”. Ese gesto muestra que la memoria puede reescribirse de manera institucional, y que no todo debe venir desde la protesta callejera. Pero falta que esa dignificación llegue a las escuelas y a las plazas.

Si Cartagena se atreviera a desplazar la estatua de Colón a un museo, donde se explique su papel real —no idealizado—, estaría enviando un mensaje de madurez histórica. Nadie pide borrar el pasado, sino contarlo con honestidad. En el lugar que hoy ocupa Colón podrían levantarse estatuas de nuestros verdaderos referentes: luchadores, artistas, deportistas, poetas, etc.

La idea de un ritual piadoso cada 12 de octubre también sería un acto de justicia. No para repetir ceremonias oficiales de adulación sino para recordar, con nombres y cantos, a los aborígenes que murieron en la masacre inicial. Un día de duelo y de memoria, no de celebración de cadenas.

De ese modo, el 12 de octubre podría transformarse en una fecha de pedagogía. No en un homenaje al invasor sino en un espacio para dignificar a los pueblos originarios, a los africanos esclavizados y a todos los que cargaron sobre sus espaldas el peso del colonialismo.

Ese giro, impulsado por las nuevas generaciones en toda América Latina, podría ser inspiración para los jóvenes cartageneros, para que no acepten pasivamente los símbolos heredados, que cuestionen a quién honramos y por qué, que reclamen un relato propio en el espacio público y en los libros de historia.

Porque al final no se trata sólo de Colón ni de una estatua. Se trata de qué ciudad queremos ser, de qué memoria vamos a transmitir a quienes vienen detrás. Cartagena no le debe gratitud a Colón. Les debe memoria y justicia a sus pueblos olvidados. Y el día que esa verdad se refleje en las plazas y en las aulas, entonces podremos decir que el 12 de octubre dejó de ser una fecha de engaños y se convirtió en una jornada de dignidad.

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