𝐀𝐜𝐚𝐛𝐨 𝐝𝐞 𝐥𝐞𝐞𝐫𝐦𝐞 ❞𝐌𝐢𝐬 𝐦𝐞𝐦𝐨𝐫𝐢𝐚𝐬: 𝐂𝐞𝐧𝐞𝐥𝐢𝐚❞, 𝐮𝐧 𝐥𝐢𝐛𝐫𝐨 𝐞𝐬𝐜𝐫𝐢𝐭𝐨 𝐩𝐨𝐫 𝐞𝐥𝐥𝐚 𝐦𝐢𝐬𝐦𝐚, 𝐝𝐨𝐧𝐝𝐞 𝐜𝐮𝐞𝐧𝐭𝐚 𝐬𝐮 𝐯𝐢𝐝𝐚, 𝐬𝐮 𝐩𝐚𝐬𝐢𝐨́𝐧 𝐩𝐨𝐫 𝐥𝐚 𝐦𝐮́𝐬𝐢𝐜𝐚, 𝐩𝐨𝐫 𝐞𝐥 𝐛𝐨𝐥𝐞𝐫𝐨 𝐲 𝐩𝐨𝐫 𝐥𝐚𝐬 𝐛𝐮𝐞𝐧𝐚𝐬 𝐚𝐦𝐢𝐬𝐭𝐚𝐝𝐞𝐬. 𝐋𝐚 𝐩𝐫𝐨𝐬𝐚 𝐞𝐬 𝐭𝐚𝐧 𝐬𝐞𝐧𝐜𝐢𝐥𝐥𝐚 𝐲 𝐝𝐢𝐜𝐢𝐞𝐧𝐭𝐞 𝐪𝐮𝐞 𝐬𝐞 𝐥𝐞𝐞 𝐝𝐞 𝐮𝐧 𝐬𝐚𝐛𝐫𝐨𝐬𝐨 𝐭𝐢𝐫𝐨́𝐧.
Rubén Darío Álvarez Pacheco, muchachon@rinconguapo.com
A Cenelia Alcázar la vi una sola vez, pero la imagen de ese encuentro me impactó tanto que todavía la recuerdo como si hubiese sido ayer.
Fue un encuentro fugaz, a finales de los años 80, en el Centro Histórico de Cartagena. Eran como las 3 de la tarde cuando salí de la Biblioteca Bartolomé Calvo y tomé la calle de la Amargura, en dirección hacia la Plaza de la Aduana. Cuando caminaba por la acera donde estaba el restaurante La Quemada, el metal ardiente de una voz me detuvo.
Me acerqué a una ventana con barrotes de madera. Desde allí, vi a una señora morena, de cabello alisado, que sostenía en una mano una agenda abierta y en la otra un micrófono. En ese instante, su voz se elevó con dulzura, pero con fuerza: “mi sooooon es de caprichitoooo…”. Me quedé paralizado, puesto que nunca había presenciado tan de cerca el nacimiento de un canto altamente sublime como aquel.
Alguien, desde el fondo de un salón semi oscuro, le habló a guisa de indicaciones. Ella hizo una pausa. Comprendí que se trataba de un ensayo musical, tal vez de una orquesta, tal vez de un conjunto de aires tropicales. Me quedé unos minutos más, esperando que la señora retomara el canto, pero no lo hizo. Así que me fui con esa frase todavía resonando en mis oídos.

Al llegar a casa, le conté a mi mamá lo que había presenciado:
—Esta tarde vi a una señora cantando bonito en un salón cerca de La Quemada —le dije.
—Aaah, esa es Cenelia—respondió ella sin sorpresa.
—¿Cenelia qué?
—Cenelia Alcázar.
—¿Tú la conoces?
—¡Muchacho! ¿Y aquí en Cartagena quién no conoce a Cenelia?
—Yo no la conocía.
—Pero ya la conociste, y de ahora en adelante vas a saber de ella cada vez que vayas al Centro.
Agregó entonces que la había conocido en el Club de Pesca, del barrio Manga, donde Cenelia cantaba boleros mientras ella cocinaba bajo la dirección de un cheff argentino llamado Carlos Giardino. Aquella voz que yo había escuchado desde una ventana, mi mamá la había oído muchas veces desde la cocina del restaurante amurallado.
Desde ese día, cada vez que pasaba por el Centro Histórico, pensaba en Cenelia. Y no tardé en volver a oír hablar de ella, tanto como del guitarrista Sofronín Martínez, por lo cual se me antoja que, con los años, ambos nombres se convirtieron en referencias ineludibles de la bohemia cartagenera.
La vi una sola vez, pero bastó para saber que allí había una artista auténtica. Alguien que no imitaba a nadie, porque su estilo venía de lo hondo, de lo vivido, de lo cantado con el alma. Cenelia es, sin duda, una de esas voces que se vuelven patrimonio.
Hoy tengo en mis manos su libro “Mis memorias: Cenelia”, y la emoción que siento es la de quien se reencuentra con una vieja amiga. El maestro Boris García me lo regaló, y le agradezco profundamente haberme puesto este tesoro en las manos.

El libro es una joya. No sólo por el lujo de su edición, los colores, las fotos, los detalles sino también por la voz que allí habla. Una voz que no necesita adornos para ser poderosa. Cenelia escribe como canta: con sinceridad, sin ínfulas de literata y desde el corazón.
Leer sus memorias es recorrer la Cartagena popular del siglo XX, esa que no aparece en los folletos turísticos, pero que vive en la piel de quienes la habitan. Cada página es una calle, una esquina y una canción. Cada párrafo es un bolero cargado de recuerdos.
Me conmovió especialmente saber que Cenelia era hermana de la seño Regina, la directora del Colegio John F. Kennedy, donde estudié el quinto de primaria. A la “seño Reja”, como le decían sus docentes, la recuerdo dicharachera, cercana y humana. Su partida, conocida ahora por el relato de su hermana, me dolió en silencio.
En el prólogo, el musicólogo cartagenero Enrique Muñoz Vélez la acompaña con palabras que brotan del afecto y del conocimiento. No sólo porque sabe de música sino también porque ambos crecieron en Torices, un barrio que por respirar cultura, historia y sentimiento dicen que es algo así como una extensión del barrio Getsemaní.
A través de sus páginas, Cenelia nos regala anécdotas entrañables. Habla de su infancia, de una hermana que cantó primero, de sus inicios en la coral de la iglesia de Torices, de un padre inicialmente opositor, de sus presentaciones y de sus afectos. Todo está dicho con una voz que no busca lucirse sino compartir.
También hace memoria de nombres grandes: Adolfo Mejía y Daniel Lemaitre. Pero no los menciona para vanagloriarse sino para agradecer. Porque Cenelia tiene ese don escaso: el de la gratitud serena y sin aspavientos.
Su relación con la música es profundamente espiritual. No canta por cantar. Canta porque algo dentro de ella necesita decirse, como si cada canción fuera una carta sin destinatario fijo, pero con emoción garantizada.
Cartagena le debe mucho a esta mujer. No sólo por haber representado con dignidad y belleza la música romántica, sino también por haber mantenido viva la esencia de una ciudad que, a veces, se olvida de su alma popular.
La bohemia cartagenera tuvo en ella y en Sofronín un dúo inolvidable. Sus presentaciones en La Quemada no eran simples actos musicales: eran rituales nocturnos donde el bolero se volvía oración.

El libro “Mis memorias: Cenelia” no es sólo un testimonio. Es un acto de amor a la ciudad, a la música y a los recuerdos. Es también un espejo donde muchos cartageneros pueden verse reflejados.
A veces, una sola canción basta para eternizar una voz. A veces, una sola frase cantada con dulzura basta para detener a un joven en una calle cualquiera. Yo fui ese joven. Y esa frase aún me acompaña.
Gracias, Cenelia, por tu voz, por tu historia, por tu libro, por tu memoria, por hacer de tu vida un canto. Cartagena te aplaude con el alma y te guarda como lo que eres: una joya viva de su corazón musical.