𝐌𝐚́𝐬 𝐪𝐮𝐞 𝐮𝐧𝐚 𝐜𝐚𝐧𝐭𝐚𝐧𝐭𝐞, 𝐂𝐞𝐥𝐢𝐚 𝐂𝐫𝐮𝐳 𝐟𝐮𝐞 𝐮𝐧 𝐭𝐞𝐫𝐫𝐢𝐭𝐨𝐫𝐢𝐨 𝐬𝐨𝐧𝐨𝐫𝐨 𝐝𝐨𝐧𝐝𝐞 𝐜𝐚𝐛𝐢́𝐚 𝐥𝐚 𝐫𝐢𝐬𝐚 𝐝𝐞 𝐧𝐮𝐞𝐬𝐭𝐫𝐚𝐬 𝐦𝐚𝐝𝐫𝐞𝐬, 𝐥𝐚 𝐝𝐢𝐬𝐜𝐢𝐩𝐥𝐢𝐧𝐚 𝐝𝐞 𝐧𝐮𝐞𝐬𝐭𝐫𝐨𝐬 𝐩𝐚𝐝𝐫𝐞𝐬 𝐲 𝐥𝐚 𝐦𝐞𝐦𝐨𝐫𝐢𝐚 𝐦𝐮𝐬𝐢𝐜𝐚𝐥 𝐝𝐞 𝐭𝐨𝐝𝐨 𝐮𝐧 𝐂𝐚𝐫𝐢𝐛𝐞 𝐪𝐮𝐞 𝐚𝐩𝐫𝐞𝐧𝐝𝐢𝐨́ 𝐚 𝐯𝐢𝐯𝐢𝐫 𝐜𝐨𝐧 𝐬𝐮 𝐯𝐨𝐳 𝐝𝐞 𝐟𝐨𝐧𝐝𝐨.
Rubén Darío Álvarez Pacheco, muchachon@rinconguapo.com
En este mes de octubre de 2025 se cumplen cien años del natalicio de la cantante cubana Celia Cruz, figura siempre recordada y frecuentada en el apretado álbum de la música popular de América Latina, pero especialmente de la gran cuenca caribeña.
Desde que me enteré de este centenario sentí que debía prodigarle un emocionado homenaje, puesto que Celia no sólo fue una vocalista famosa de la música afroantillana sino que también se convirtió en una voz amiga, una figura familiar que se introducía en nuestros hogares con sus guarachas, sus boleros y sus piezas en formato de salsa.
Celia estuvo en todos los momentos de la música afroantillana, siempre como protagonista. Primero hizo parte del movimiento juvenil de cantantes de música campesina y urbana, que eran la moda en La Habana de los años cuarenta del siglo veinte. Después, fue una de las principales imágenes de la gloria mundial del conjunto La sonora matancera. Más adelante, en Estados Unidos, llegó a tiempo para participar en el movimiento llamado “salsa”, de la mano de monstruos como Tito Puente, primero; y Johnny Pacheco, después. Son memorables sus intervenciones en vivo con la orquesta The Fania All Star, donde su “Bemba colorá” y su “Quimbara” congestionaban hasta los escenarios vedados para el desbordamiento popular latino.
Pero de lo que quiero hablar es de la banda sonora que construyó Celia alrededor de mi infancia.

Mucho antes de que mi familia se mudara para el recién construido barrio El Socorro —bien distante del mar donde nací— había oído hablar de Celia Cruz como un nombre lejano que a veces los locutores identificaban en la radio. Incluso, alguna vez escuché a mi mamá referir que la había visto en el Teatro Colón, caminando hacia el escenario, ataviada con un vestido de plumas brillantes y expandiendo su eterna sonrisa de dientes grandes. “Era una negrita flaca, que se reía mucho”, decía mamá en ese momento.
Pero cuando llegamos a El Socorro empecé a sentirla más cercana, porque mi papá, en vez de sintonizar un noticiero que ilustrara sobre las incidencias del nuevo día (como hacían casi todos en el barrio) lo que decidía era encender un programa dedicado enteramente a La sonora matancera. De manera que, durante una hora, escuchábamos boleros y guarachas bajo las trompetas poderosas de esa orquesta; y, por supuesto, la voz inconfundible de esa negra rutilante a quien todo —¡hasta la mamadera de gallo!— se le oía claro, con potencia, alegría y sentimiento. Tanto era así, que papá solía decir que Celia era la tercera trompeta de La sonora matancera.
Al tiempo que se escuchaba el programa dedicado a La sonora, en la calle se pegaban, con éxito incontenible, las nuevas grabaciones de Celia con Pacheco, con quien hizo un magnífico cuadro musical, que hoy sigue siendo valorado por todos los salseros del planeta. Acuérdense de “El tumbao y Celia” y “La bomba de La Verdegué”, por sólo mencionar dos.
Después vinieron sus actuaciones al lado de Willy Colón, Justo Betancourt, La sonora ponceña, Pete “El Conde” Rodríguez, Ismael Rivera y la RMM de Ralph Mercado, sin olvidar algunas colaboraciones con otros cantantes famosos que nunca pasaron desapercibidas.
Pero de sus grabaciones las que más me impactan son las de La sonora matancera, porque no sólo me acuerdo de Getsemaní, Torices y El Socorro inicial sino que también empiezo a soñar con un viaje a La Habana, a recorrer los sitios que tienen que ver con Celia: el barrio Santos Suárez, donde nació; y las emisoras Radio Progreso y CMQ, donde se presentaba periódicamente con La sonora matancera y Ernesto Duarte. La verdad es que llevo años sosteniendo la certeza íntima de que en alguna vida pasada nací y viví en La Habana, presenciando de cerca ese maremágnum de artistas, cantantes, orquestas, radio teatros y gente bailando en las esquinas y en los solares de la década del cincuenta. Una nostalgia extraña me dicta esos pensamientos.
Tuve la dicha de conocer a Celia durante un congreso de funcionarios del BID en el Hotel Santa Teresa; y me sorprendí porque, guiándome por la altisonancia de su voz, me imaginaba una mujer bastante alta e imponente. Pero no: era una señora de estatura regular, que tenía que alzar la cara para hablar con Pedro Night, su esposo, ese sí más espigado que un guerrero dinka del alto Nilo.
Esa noche se presentó con la robusta orquesta del cantante dominicano José Alberto “El Canario”, quien participó como primera voz en el dueto de los coros.
La Celia de entonces ya no tenía la energía ni la fogosidad de los tiempos en que la veía por la televisión en blanco y negro, pero sí sentí que generaba un respeto sagrado, un silencio reverencial y unos aplausos sinceros en cuanto se montaba en la tarima y explotaba con su “Burundanga” y su “Yerbero moderno”.

Esa noche, un espontáneo le pidió que cantara “Mata siguaraya”, pero ella lamentó el no tener las partituras, aunque después se decidió a complacer al peticionario, de manera que dirigió la orquesta con señas y balbuceos hasta que logró contentar a su admirador.
Unos años después, bajo un día plomizo y lluvioso, mientras cubría la procesión marina de la Virgen del Carmen, en la bahía de Cartagena, me llegó la noticia de que había muerto Celia. Se me dañó la tarde. Lloré por dentro y me dije que el 16 de julio debería ser declarado como “El día mundial de la salsa”, en honor a la muerte de Celia Cruz y al nacimiento de Rubén Blades, dos figuras insondables de nuestra música latina. He repetido esa idea varias veces en público, pero nadie me para bolas. Algún día me harán caso.
Después de esa muerte, que me sigue doliendo en lo más hondo de los recuerdos, adquirí la biografía “Azúcar”, de Eduardo Márceles Daconte; y “Celia en Cuba”, de Rosa Marquetti, que me gustaron más que la serie que produjo RCN, farandulera y poco seria, como siempre.
También adquirí en Estados Unidos la colección de cinco discos compactos que publicó el sello Bárbaro Record con las presentaciones en vivo de Celia y La sonora matancera en Radio Progreso y CMQ. Esas piezas datan de la década del cincuenta. Para entonces, tendría Celia entre 25 y 30 años de edad, y un galillo portentoso que tumbaba paredes y jamás podía ser opacado por la fuerza de las trompetas, ni por el golpe de la percusión ni por la dulzura del piano. Ella sola era un huracán de alegría, sabrosura, candela, gracia y jocosidad ante un público sentado que no ahorraba aplausos a la hora de congratular sus presentaciones.
Ahora recuerdo que cuando estaba pequeño escuchaba decir, con cierta insistencia, que Celia, acompañada de La sonora matancera, había grabado una cantidad incalculable de música de santería (que llamaban “música afro”); y que una vecina de mi abuelo José, en la calle San Antonio, de Getsemaní, se sabía de memoria muchas de esas piezas, que cantaba con una soltura descontrolada, ahogando el transistor a través del cual, de vez en cuando, se programaban esas letras extrañas, pero de una profundidad mística que daba miedo.
Celia siempre negó pertenecer a la santería afrocubana, pero decía que había grabado esas canciones porque el público las pedía, de modo que lo único que le tocaba era aprenderse y vocalizar muy bien el papiamento, pero sin saber exactamente qué significaban esas palabras, esas frases farragosas, pero bien cantadas. De verdad que nunca le creí, pero también me parecía respetable el que ella no quisiera ventilar esos asuntos en público, pues el tema pertenecía al terreno de su vida íntima.
Sin embargo, siempre estuve pendiente y deseando recopilar esa música santera para empaparme un poco de la liturgia lucumí y de todo lo concerniente a la cultura yoruba que se revelaba en esas letras y rítmicas. Y creo que lo logré en parte.
Por allá a mediados de los años noventa, la disquera Fuentes publicó un disco compacto, que era una recopilación de casi todas las canciones santeras que Celia grabó con La sonora matancera. Lo compré de inmediato. Algunos temas se me hicieron familiares, mientras que otros los escuchaba por primera vez. Pero, en efecto: había un misterio, un olor a cosa profunda, indescifrable en esos cánticos a las deidades del panteón afrocubano, aunque Celia evidentemente se empeñaba en darles carácter festivo.
Aquí van algunos nombres: “Guede zaina”, “Plegaria a Laroyé”, “Palo mayimbe”, “Eleguá quiere tambó”, “Yemayá”, “Para tu altar” y “Óyeme, Aggayú”, entre otros, que tal vez no fueron tan populares, pero que en Cuba son un repertorio clásico interpretado, a lo largo de los años, por diferentes orquestas y cantantes, como para no dejar morir la tradición de los tatarabuelos secuestrados en el llamado continente negro.
Algunos amigos que sí han logrado visitar La Habana me aseguran que allá Celia no es tan popular como nosotros lo creeríamos, y que la noticia de su muerte no causó el mismo impacto que provocó fuera de Cuba. Casi que pasó indiferente, lo cual tal vez se deba a las circunstancias en que abandonó su isla, lo que también sirvió para que no pudiera volver ni siquiera a los funerales de Oyita, su mamá.
Por esos días en que el mundo americano lamentaba la muerte de La guarachera de Cuba, un cubano me dijo, en la Plaza de la Aduana, que la mejor cantante que había dado la isla antillana en todos los tiempos era Rita Montaner. Pero noté que lo decía con cierto dejo de desprecio hacia Celia. Me imagino que no solamente me lo dijo a mí sino a todo el que se encontraba en Cartagena alabando la música de La reina de la salsa. Pero cada cual decide lo que debe hacerse en esos casos: cerrar boca y oídos.
Aunque no sé si Montaner hizo lo mismo que Celia, quien se paseó por casi todos los ritmos del Caribe: grabó sones, rumbas, guajiras, boleros, merengues dominicanos, bombas y plenas puertorriqueñas, congas, compas haitiano, reggae, salsa neoyorkina, pop, sonido de Miami, etc. Sólo le faltó grabar la música de acordeón del Caribe colombiano. Y a mí, particularmente, me hubiera gustado verla cantando estilo vallenato al lado de Juancho Rois o de Ismael Rudas; o grabando estilo sabanero con Los corraleros de Majagual. Y estoy seguro de que lo que sea que hubiera grabado, ahora mismo sería otro clásico de la música afrocaribeña.

Lo anterior quiere decir que, frente a los detractores, no hay que alargar discusiones inútiles, ni olvidar que Celia es la maestra de todas y de todos, y que por ahora no hay quien la iguale.
Esto último espero haberlo argumentado suficientemente mediante este rosario de recuerdos sentimentales, mi Reina Rumba. Moforibale por ti. Aché pa’ ti y aché pa’ mí. Sigue descansando en paz, aunque tengo la certeza de que mi amor por ti nunca tendrá reposo.