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Costeños con acento de cachacos

Rubén Darío Álvarez Pacheco, muchachon@rinconguapo.com

La semana pasada encontré en el tik tok un video de una muchacha monteriana, que reside en Medellín. En dicho documento la joven destaca que admira y respeta el hablado antioqueño, pero que, al mismo tiempo, le duele que sus coterráneos de Montería y del resto de la Región Caribe adopten esa dicción, en vez de continuar con la suya propia. Algunos, según ella, hasta se les nota que se apenan de hablar como caribes.

Me impactó el video, porque yo, desde hace varios años, me vengo preguntando lo mismo: ¿por qué el cachaco nunca deja de ser cachaco, aunque lleve décadas viviendo en la Región Caribe? ¿Y por qué el costeño adopta tan rápidamente el hablado de los cachacos, aunque sea poco lo que resida en el interior?

Un cachaco puede pasar 30 o 40 años viviendo en la Región Caribe, casarse con una costeña, criar hijos en el litoral y aun así nunca deja de hablar como cachaco. Su dicción, sus palabras, sus modos permanecen intactos, como si estuviera blindado de fábrica. En cambio, no es raro ver cómo un costeño viaja al interior por unas semanas o trabaja con cachacos en alguna empresa, y al poco tiempo empieza a neutralizar su acento. Lo he visto, incluso, en personas que jamás han ido a Bogotá, pero que trabajan bajo la dirección de cachacos y terminan contagiándose de ese hablado.

Y aquí viene mi pesquisa sociológica comunicacional:

El lingüista francés Pierre Bourdieu hablaba del concepto de “violencia simbólica”, esa imposición sutil de formas de hablar, vestir o pensar que ejercen las élites sobre los grupos periféricos. No hace falta un decreto para que la gente cambie su acento; basta con que sientan que su manera de hablar no es la del poder; y, por lo tanto, debe corregirse. En Colombia, el español bogotano se ha vendido históricamente como el modelo “correcto” del idioma, el estándar culto y el tono “neutral”. Esto, claro, es una construcción arbitraria, pero tremendamente efectiva.

El periodista Juan Gossaín, en una entrevista para el diario El Espectador, decía que “al costeño se le celebra la gracia, pero se le niega la seriedad”. Esa frase encierra el núcleo de este problema. Al costeño se le permite ser folclórico, festivo y simpático, pero cuando quiere hablar con tono académico o de poder, se le exige que “baje la voz” y neutralice su raíz. En cambio, el cachaco nunca siente esa presión; su acento es percibido como sinónimo de formalidad y autoridad.

Lo curioso es que este fenómeno no se da de la misma manera en otras regiones periféricas. He conocido chocoanos que llevan años viviendo en Cartagena, Medellín o Bogotá y no pierden ni una gota de su acento. Lo mismo ocurre con algunos nariñenses y pastusos. ¿Por qué el Caribe parece ser la única región que ha permitido esta colonización cultural del oído? La respuesta, creo, está en la relación ambigua que el centralismo bogotano ha tenido con nuestra región.

Al Caribe se le ha integrado al imaginario nacional como una especie de zona de divertimento: se exalta su música, su alegría, sus carnavales, etc., pero no se le da el mismo peso en los espacios de decisión o de producción intelectual. Esto genera un doble filo: el costeño siente que debe adaptarse para ser tomado en serio, pero en el intento, termina diluyendo su identidad. Es una lucha desigual, donde el costeño siempre tiene que ceder un poco más para que lo escuchen.

El lingüista colombiano Ignacio Chaves Cuevas, en su libro “El español en Colombia”, señala que “las variedades dialectales costeñas han sido estigmatizadas desde el centralismo como formas inferiores o rústicas del idioma, a pesar de su riqueza léxica y fonética”. Este estigma no afecta sólo a los hablantes sino también a su autoestima lingüística. No es extraño entonces que un joven cartagenero, al entrar a trabajar en una multinacional dirigida por cachacos, empiece a corregirse la “ese” o a cambiar su “ajá” por un “sí, señor”.

El fenómeno es más sutil de lo que parece. No se trata de que alguien le diga al costeño que debe cambiar su acento; es la propia estructura de poder la que lo va moldeando. En reuniones, presentaciones o conversaciones formales, el costeño percibe que su acento despierta risitas cómplices, como si fuera un elemento simpático, pero poco serio. Esa percepción, multiplicada a lo largo de los años, va generando un proceso de adaptación inconsciente.

Lo paradójico es que esta presión no depende del nivel educativo ni del entorno profesional. Conocí a una periodista cartagenera, quien cubría la fuente de Fuerza Pública en Cartagena. Como la mayoría de los altos mandos militares son cachacos, ella hablaba como cachaca cuando estaba con los uniformados, pero volvía a la “normalidad” cuando estaba con sus colegas periodistas. No fue un acto deliberado; fue una consecuencia de la dinámica de poder que se respiraba en su entorno laboral.

Mientras tanto, el cachaco que llega a vivir al Caribe se siente cómodo en su dicción. Nadie le exige que diga “mi llave” o “pelao”, ni le corrigen su “usted” solemne. Es como si su manera de hablar tuviera un sello de garantía que no necesita ajustarse, sin importar el territorio. Allí radica la verdadera colonización cultural: cuando uno de los lados no siente la necesidad de adaptarse, porque el poder ya lo acompaña en su forma de hablar.

No es que el cachaco tenga un acento más fuerte o más resistente; es que el peso simbólico de su hablado se sostiene sobre estructuras de poder que lo blindan. El costeño, en cambio, se enfrenta a un terreno donde su acento debe ganarse el respeto a pulso, y muchas veces ese pulso se convierte en una rendición silenciosa.

Lo más triste de este fenómeno es que ha sido alimentado desde adentro. Muchas élites costeñas, en su afán de ser aceptadas en los círculos de poder, han promovido esa “limpieza” del acento, como si la forma de hablar fuera un obstáculo para ascender. Así, la colonización cultural se perpetúa no sólo desde Bogotá sino también desde las propias clases altas del Caribe.

Un ejemplo: la lengua palenquera se estaba perdiendo, porque los mismos adultos se abstenían de enseñársela a los jóvenes porque, supuestamente, eso era atrasarse. Si no es por la corriente etnoeducativa que, enhorabuena, surgió en la década de los noventa, ya ese idioma no hubiera dejado ni el más mínimo rastro de su existencia en este planeta.

Mientras el Caribe siga viendo su acento como un “defecto corregible” y no como un patrimonio cultural digno de orgullo, seguirá cediendo terreno en la batalla simbólica del lenguaje. Es hora de entender que el acento costeño no es un adorno folclórico; es una forma legítima de pensar, de sentir y de ejercer ciudadanía.

En un país donde el poder sigue teniendo acento bogotano, hablar como costeño en espacios de decisión es un acto de rebeldía. No se trata de gritar más fuerte, sino de no ceder el terreno simbólico del habla. Cada vez que un costeño “neutraliza” su acento para caer bien, pierde algo más que una vocal abierta; pierde un pedazo de su historia.

El sociólogo argentino Eliseo Verón decía que “toda lengua es una construcción social que refleja relaciones de poder”. En Colombia, esas relaciones han puesto al Caribe en una posición de subordinación lingüística que sólo podrá revertirse si empezamos a nombrarla y a cuestionarla abiertamente.

No se trata de un simple capricho regionalista. La diversidad lingüística es una expresión de la riqueza cultural de un país. Si seguimos permitiendo que sólo un acento sea considerado serio, profesional o culto, estamos amputando una parte esencial de nuestra identidad nacional.

He sido testigo de jóvenes bolivarenses, quienes, al llegar a Barranquilla, cambian su hablado para evitar burlas o exclusión. Me ha sorprendido que algunos de ellos se asombren de que yo hable como cartagenero en cualquier parte, como si fuera un acto de osadía. Eso dice mucho del terreno perdido.

Es momento de reflexionar: ¿por qué seguimos cediendo el oído al centralismo? ¿Por qué nos parece normal que el costeño sea el que deba suavizar su acento, mientras el cachaco no cede ni un centímetro? La respuesta no está en un manual de lingüística sino en la manera como asumimos el poder de nuestra voz.

Rubén Blades, en una entrevista reciente, decía: “cuando uno olvida cómo habla, empieza a olvidar quién es”. Tal vez por eso el Chocó ha resistido más: su historia de exclusión lo obligó a aferrarse a su manera de hablar como a una tabla de salvación. El Caribe, en cambio, ha vivido una colonización cultural más sofisticada, envuelta en palmadas en la espalda y en sonrisas cómplices.

Hoy, más que nunca, necesitamos reivindicar el derecho de hablar como costeños, con orgullo y sin complejos. Porque en la batalla cultural del acento, la verdadera victoria no es sonar como el poder sino lograr que el poder respete cómo sonamos. En cuanto a los costeños que se excusan diciendo que hablan como cachacos porque duraron mucho tiempo en Bogotá, el lingüista cordobés Juan Carlos Urango siempre les responde: “apuesto a que te vas a vivir a Palenque y no vienes hablando como palenquero”.

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