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Cuando se cae un ídolo

Rubén Darío Álvarez Pacheco, muchachon@rinconguapo.com

A Colombia le duele cada vez que un ídolo cae. Nos duele como si se cayera una estatua en pleno centro del alma nacional. Porque en un país tan golpeado por la corrupción, la desigualdad y la violencia, los artistas, los deportistas y los humanistas son algo más que figuras públicas: son símbolos de esperanza.

Por eso, el reciente escándalo que involucra al ciclista Lucho Herrera (uno de los grandes iconos del deporte colombiano) nos golpea el corazón colectivo. Tres paramilitares han declarado que, presuntamente, el excampeón les pagó para secuestrar y asesinar a tres campesinos que, supuestamente, se negaron a venderle sus tierras.

Aún falta que la justicia hable con claridad, que las pruebas se analicen y que se llegue a una verdad judicial. Pero mientras tanto, el rumor, la sospecha, la posibilidad de que sea cierto, ya siembra un pesar profundo en el alma popular.

Ese pesar quedó bien expresado en la reacción del periodista Daniel Coronell, quien, al presentar el informe dijo: “La verdad, no quisiera dar esta noticia”. Porque cuando se trata de un ídolo nacional, incluso los comunicadores más curtidos sienten el golpe emocional.

Lucho Herrera no es cualquier ciclista. Fue, para muchos, la primera vez que vieron a un colombiano dominar las montañas europeas, poner nuestra bandera en lo más alto del podio; y hacernos sentir, por unos días, que también podíamos ser grandes. Eran momentos en que el narcoterrorismo volvía cenizas la dignidad colombiana.

¿Cómo no dolernos ahora que su nombre aparece asociado a una atrocidad? Es como si el brillo de su hazaña se empañara, como si el héroe se desmoronara ante nuestros ojos.

En Colombia necesitamos ídolos que nos eleven, porque estamos hastiados de quienes nos hunden. Políticos que roban sin vergüenza, criminales que matan sin piedad, funcionarios que mienten sin rubor. Ante eso, un deportista que triunfa o un artista que lleva su genialidad al máximo, se vuelven un consuelo nacional.

Por eso dolía cuando Pambelé se perdía entre el alcohol y los escándalos. No sólo caía él: se desmoronaba también la esperanza de miles que lo veían como ejemplo de superación. Por eso fue tan duro para muchos cuando el cantante de vallenato Diomedes Díaz fue encarcelado por la muerte de Doris Adriana Niño. Más allá del proceso judicial, había un duelo simbólico: ¿cómo digerir que quien nos hacía cantar y reír pudiera estar ligado a una tragedia?

Ese tipo de situaciones nos enfrentan a una verdad incómoda: los ídolos son humanos. Pero también nos recuerda algo aún más difícil: sus errores no son sólo suyos, sino que arrastran a todo un pueblo que los tenía como buena referencia.

Cuando un político comete una fechoría, ya casi nadie se sorprende. Cuando lo hacen un deportista o artista querido, es una puñalada emocional. Porque de ellos no esperamos vileza, sino nobleza.

No es justo que les exijamos perfección, pero tampoco podemos ignorar que son referentes. Los niños no imitan a senadores, imitan a los que hacen goles, levantan trofeos o suben al podio con lágrimas de emoción.

En un país con una historia tan cargada de injusticias, necesitamos más que nunca figuras que, con su conducta, nos reconcilien con la idea de que es posible ser grande sin hacer daño.

Por tal razón, cuando un caso como este sale a la luz, es más que una noticia. Es una herida emocional. Es como si el que estuviera en la picota pública fuera un vecino, un amigo, un pariente lejano al que siempre se le admiró.

Y eso es lo que más duele: no saber si seguir creyendo, no saber si el orgullo que sentimos en el pasado debe convertirse ahora en vergüenza.

Lucho Herrera representa una época en la que soñábamos con bicicletas, en la que los domingos madrugábamos para verlo escalar con el alma en la garganta. No era sólo un ciclista: era un motivo de unión.

Tal vez por eso la noticia nos toca tan hondo, nos consterna. Porque no sólo se cuestiona a un hombre, sino también a lo que él simbolizaba.

En Colombia los héroes del pueblo no pueden darse el lujo de tomar malas decisiones, como cualquier ciudadano, pues cargan sobre sus hombros un papel que no pidieron, pero que les fue otorgado por millones de corazones necesitados de referentes.

Este no es un llamado a lapidar sin pruebas, ni a condenar sin juicio. Es un llamado a entender el peso que tienen los actos de quienes, por sus logros, se han vuelto parte del alma colectiva.

Que los ídolos lo recuerden: su conducta no es privada, su ejemplo no es trivial. En sus gestos, en sus decisiones, en sus aciertos y errores, está también la educación emocional de todo un pueblo.

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