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David Sánchez Juliao, para reír pensando

Rubén Darío Álvarez Pacheco, muchachon@rinconguapo.com

Una tarde de domingo entré al teatro Padilla, del barrio Getsemaní, con la idea de verme una película de Bud Spencer, que no pude disfrutar cuando la presentaron por primera vez en el teatro Cartagena.

Como novedad, encontré que, antes de que proyectaran la cinta, no estaban poniendo música —como se acostumbraba—, sino una grabación, mediante la cual un tipo narraba historias y opiniones con un lenguaje callejero que hacía reír a los espectadores.

A mí también me movió a risa, pero no me interesé por saber quién era, ansioso como estaba de ver la referida producción cinematográfica.

Me interesé unos días después cuando volví a escuchar un fragmento del disco en una de las emisoras de esa época. Aún recuerdo claramente cuando, al término de la grabación, el locutor expresó:

“Se escuchaba en versión de David Sánchez Juliao: El Pachanga…”

De inmediato pensé que se trataba de uno de esos casettes de cuentachistes que se vendían en los puestos informales de grabaciones piratas que pululaban por todo el sector La Matuna. De modo que, en cuanto tuve oportunidad, me di una pasada por esos pasajes; y, efectivamente, la grabación estaba en oferta; y se vendía como pan caliente.

Pero fue precisamente uno de esos vendedores quien me hizo saber que la versión original era un long play de la disquera Sonolux. Enseguida crucé hacia la Calle del Tablón, donde había un famoso almacén de discos llamado “Ritmos al día”, de Alcides Porto Ariza, un hermano de Melanio. Y creo que eso explica la causa de su popularidad.

Pregunté por el disco y, a los pocos segundos lo tuve en mis manos. Me gustó el concepto de la carátula: era el dibujo de cinco vagos conversando en la esquina de una iglesia. Uno está pegado a la pared. El otro está sentado sobre la barra de una bicicleta. El otro sostiene una jaula para pájaros. El otro está sentado sobre un banquillo, casi a ras de piso. Y el único que luce un sombrero vueltiao está, al parecer, con una mano sobándose la bragueta, como se acostumbraba en los años 70. Era algo así como un aditamento de los pantalones Terlenka. Detrás del grupo se ve la cara de un camión pintada de rojo, amarillo y azul, que tiene en la defensa este rótulo en letras coloradas: “La pachanga”.

En la esquina inferior derecha del LP decía: “El Pachanga” ¿Por qué me llevas al hospital en canoa, papá? En la viva voz de su autor David Sánchez Juliao”. En la contra carátula había varios dibujos alusivos a lo que mencionaba El Pachanga en su narración, y cuatro fotos de Sánchez Juliao leyendo su obra ante un micrófono. Y así fue como descarté que el narrador no era el esquinero del mercado público de Getsemaní que yo imaginaba sino un tipo blanco con cara de intelectual.

“¿Te lo pruebo?”, me preguntó la dependiente. Y yo, emocionado ante el hallazgo, le dije que sí de manera automática. Pero, después de un rato deleitándome y riéndome por lo bajo, la muchacha me volvió a hablar: “Ajá —dijo—¿lo vas a comprar?”. Le dije que no. Y mejor no les cuento el gesto desagradable que hizo con el hocico y que me hizo salir disparado antes de que me recordara —de mala manera— a mi mamá, a mi abuela y a mi bisabuela.

Era 1976, lo cual indica que el único dinero que aterrizaba en mis bolsillos era el de la cosita escolar, que, obviamente, no llegaba ni a la mitad de lo que costaba un long play en esa época. Pero si me lo proponía, podía ir ahorrando para comprarme siquiera un casette pirata. Mientras tanto, iba escuchando fragmentos de El Pachanga en los bailes de picó, en los pasacintas de los buses y en las grabadoras de los vendedores de cintas piratas. Hasta que llegó “El Flecha”.

Corría 1977, pero sólo pude adquirirlo, después de varias intentonas económicas, al año siguiente. Al menos en Cartagena, esta producción tuvo mucha más acogida que “El Pachanga”, a juzgar porque era la comidilla en todas partes y hasta había personas que recitaban fielmente los pasajes más chistosos de la historia. Tal vez por eso, a muchos se les anidó en la mente que David Sánchez Juliao era un cómico y no un escritor; y que sus discos eran humorismo popular y no obras literarias.

Tanto es así que, veinte años después, cuando era estudiante universitario en Barranquilla, me propuse escribir un ensayo sobre “El Pachanga” y “El Flecha”, pero me faltaba la primera grabación, por lo que estuve recorriendo el Paseo Bolívar tratando de conseguir aunque fuera un casette pirata, y lo que me encontré fue a un avispado que quiso estafarme con una grabación de un cuentachistes de baja relea, lo que me hizo soltarle una carcajada en plena cara y sin restricciones.

Confieso que, en los años setenta, hubo un momento en que yo también creí que Sánchez Juliao era un humorista, hasta que leí, en el Magazín Dominical de El Espectador, el cuento “¿Por qué me llevas al hospital en canoa, papá?”, complementado con una entrevista al autor. Mediante ese texto, supe que existía, en el departamento de Córdoba, un municipio llamado Lorica y que el autor en comento había ganado varios premios con publicaciones anteriores a los discos que hacían reír a la gente, por la profusión de dichos y procacidades propias de la callejería del Caribe colombiano.

Recuerdo claramente este párrafo: “Quiero escribir una novela sonora que la gente pueda disfrutar una tarde de sábado, o mañana de domingo, en su casa, acostada en una hamaca; o en la esquina de su cuadra, para que se ría, pero también para que piense (…)”

Aquí cambió mi perspectiva. Y cambió tanto que estuve completamente de acuerdo cuando Sánchez Juliao se llenaba la boca asegurando que él había sido el precursor del audiolibro en Colombia, pues, en efecto, después vinieron grabaciones, igualmente valiosas, como “Abraham All Humor” y “Fosforito”, tanto como las anteriores, ubicadas en Lorica y preñadas de una multitud de personajes pintorescos y protagonistas de situaciones increíbles.

También comprendí que las historias de “El Flecha” y “El Pachanga”, aunque enmarcadas en la jocosidad, no eran una rutina de chistes obscenos sino la radiografía hondamente triste de dos personajes desesperados por darles un viraje afortunado a sus vidas, pero agarrándose (cada cual a su manera) de unas tablas de salvación orificadas por el comején de la derrota y la falta de oportunidades dignas. Dentro de todo ese entramado vi el espíritu de Luis Carlos López usando el humor, para narrar sus angustias y sus desacuerdos con la época y la Cartagena que le tocó vivir.

Sigamos con Sánchez Juliao

Después vinieron sus incursiones en televisión, mediante entrevistas y telenovelas, empezando por “Cachaco, palomo y gato”, que tuvo una regular acogida, pero fue ampliamente superada por “Pero sigo siendo el rey” y “Gallito Ramírez”, esta última basada en “El Flecha”, aunque al protagonista lo despajaron del barniz de perdedor y de derrotado por la vida que uno percibe en el long play. En alguna ocasión “El Pachanga” fue personificado por el actor Franky Linero, a quien embetunaron de negro y le pusieron un afro redondo, pero no sé por qué la caracterización no convencía del todo.

“Mi sangre, aunque plebeya” fue otra de las novelas del autor loriquero que fueron llevadas, en formato de telenovela, a la televisión nacional, aunque no cobró la sintonía de las ya mencionadas.

Vale recordar que Sánchez Juliao también grabó un LP conversando con Alejandro Durán y compuso la canción “El indio sinuano”, un merengue en estilo sabanero que fue todo un suceso en la década de los sesenta, grabado por Durán, Máximo Jiménez y Alfredo Gutiérrez, quienes lo convirtieron en todo un clásico de la música de acordeón del Caribe colombiano.

Durante el periplo que duré en Barranquilla me dediqué a coleccionar las columnas que Sánchez Juliao publicaba en El Heraldo, además de las conferencias que dictaba en diferentes certámenes sobre la diversidad cultural de la Región Caribe, disertaciones que estaban llenas de anécdotas profusamente divertidas, pues el escritor siempre se preció de ser un excelente conversador.

Al respecto, logré conocerlo y estrechar su mano durante una celebración del Día del periodista en Santa Marta. Conversamos después de su conferencia, y fueron muchas las historias que me contó, pero la que más recuerdo es la siguiente:

“Un día estaba yo —me dijo— en la caballeriza de mi casa dándole los últimos retoques a ‘¿Por qué me llevas al hospital en canoa, papá?’, un cuento que ha sido publicado, premiado y elogiado en diferentes partes del mundo; cuando de pronto salé mi papá al patio. Mira para la derecha, y estaba un trabajador aceitando un tractor; mira para la izquierda, y estaba otro trabajador motilando un caballo. Mira para la caballeriza, y estaba yo concentrado en mis papeles, pero se me acerca y me dice: ‘Davi, tú que no estás haciendo na’, ve a comprarme un paquete de Pielrojas’”.

Este 24 de noviembre, el cuentero cordobés estuviera cumpliendo 80 años de edad, y quizás hasta fuera uno de los personajes con más vistas en las redes sociales, pero desarrollando el anecdotario de sus personajes de San Fernando de Cumbé o hablando de las comidas y músicas de la Región Caribe.

El 9 de febrero de 2011, cuando me enteré su muerte, de casualidad estaba festejando dos apuntes suyos que vi en una de esas revistas que ponen en las salas de espera de los consultorios médicos:

1- “Colombia se jodió el día que los turcos se dieron cuenta de que la política era más rentable que las telas”. 2- “Cuando un colombiano les pone nombres extranjeros a sus hijos, lo hace con la intención de borrarles lo mucho de negros y de indios que sí tienen; y para mostrar lo poco de gringos y europeos que de pronto ni tienen”.

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