𝐀𝐧𝐭𝐞𝐬 𝐝𝐞 𝐥𝐚 𝐝𝐞́𝐜𝐚𝐝𝐚 𝐝𝐞 𝐥𝐨𝐬 𝐧𝐨𝐯𝐞𝐧𝐭𝐚, 𝐞𝐧 𝐂𝐚𝐫𝐭𝐚𝐠𝐞𝐧𝐚 𝐞𝐥 𝐝𝐞𝐩𝐨𝐫𝐭𝐞 𝐞𝐫𝐚 𝐮𝐧𝐚 𝐛𝐮𝐞𝐧𝐚 𝐞𝐱𝐜𝐮𝐬𝐚 𝐩𝐚𝐫𝐚 𝐞𝐥 𝐞𝐧𝐜𝐮𝐞𝐧𝐭𝐫𝐨 𝐜𝐢𝐮𝐝𝐚𝐝𝐚𝐧𝐨 𝐲 𝐥𝐚 𝐮𝐧𝐢𝐨́𝐧 𝐟𝐚𝐦𝐢𝐥𝐢𝐚𝐫 𝐚𝐥 𝐫𝐞𝐝𝐞𝐝𝐨𝐫 𝐝𝐞𝐥 𝐛𝐞́𝐢𝐬𝐛𝐨𝐥 𝐲 𝐞𝐥 𝐛𝐨𝐱𝐞𝐨.
Rubén Darío Álvarez Pacheco, muchachon@rinconguapo.com
Cartagena fue, durante buena parte del siglo XX, una ciudad marcada por pasiones deportivas que unían a la comunidad.
El béisbol y el boxeo eran las disciplinas que dominaban el corazón popular. Los partidos en el estadio 11 de Noviembre o las peleas de figuras del boxeo como Baba Jiménez, Rubén “La Cobra” Valdez, Mario Rossito, Mochila Herrera, Bernardo Caraballo, Ricardo y Prudencio Cardona, Alfonso Pérez, Rocky Valdez y Pambelé no sólo eran espectáculos sino también auténticas celebraciones colectivas.
Las rivalidades existían, pero se expresaban en la broma, en la apuesta barrial o en la discusión encendida de esquina. No había necesidad de traducir el entusiasmo en agresiones verbales y mucho menos físicas. Sumado a eso, la radio, con sus narradores y comentaristas, eran el otro factor aglutinante que encendía la pasión sana en una ciudad con pocas opciones de entretenimiento.
Hasta donde recuerdo, al fútbol no se le daba mayor importancia. Se sabía de él a través de las transmisiones televisivas de los partidos entre equipos del interior del país. Es más, recuerdo que mucha gente se llenaba de rabia cuando interrumpían la escasa programación del único canal que llegaba a la Región Caribe, sólo por transmitir un encuentro futbolístico que a los cartageneros no nos daba ni frío. Eso no formaba parte de la identidad de las clases populares de La Heroica.

Al parecer, y hasta donde he leído por internet, todo cambió a finales de los años noventa, cuando el Real Cartagena ascendió a la primera división. Ese ascenso le dio a la ciudad un equipo en el torneo nacional y despertó una nueva pasión en las tribunas. Sin embargo, también significó la entrada de un fenómeno ajeno a la cultura deportiva local: el barrismo organizado.
Las llamadas “barras bravas”, importadas de Argentina y adaptadas en Bogotá, Medellín y Cali, llegaron a Cartagena de manera repentina. Jóvenes aficionados comenzaron a copiar sus códigos: cánticos, trapos, caravanas y la noción de “aguante”, que pronto derivó en choques violentos. En lugar de fortalecer la tradición local de convivencia en torno al deporte, la ciudad incorporó, de manera pasiva, un modelo cargado de confrontación.
Los hechos lo confirman, según se puede encontrar en diferentes portales noticiosos:
En abril de 2013, un partido entre Pereira y Real Cartagena terminó en disturbios cuando hinchas se enfrentaron con la Policía, obligando a suspender el encuentro.
En octubre de 2023, en pleno estadio Jaime Morón León, fanáticos invadieron la cancha para agredir a jugadores y protestar por los resultados contra Fortaleza.
En marzo de 2024, en Santa Marta, hinchas del Real Cartagena se enfrentaron entre sí con armas blancas durante un partido contra Unión Magdalena, dejando heridos y el espectáculo interrumpido.
En abril de 2025, tras una derrota frente a Jaguares de Córdoba en Cartagena, seguidores ingresaron al campo a increpar a los futbolistas.
Y en días pasados, en momentos previos al partido entre Real Cartagena y Millonarios, se registraron enfrentamientos entre hinchas de ambos equipos en el barrio Bocagrande. Una vez terminado el encuentro, a las afueras del estadio, un grupo de presuntos barristas atacó y despojó de sus pertenencias a varios transeúntes.
Se trata de episodios que muestran cómo una ciudad históricamente acostumbrada a vivir el deporte como un espacio de encuentro ha ido incorporando, casi sin darse cuenta, prácticas que la llevan al extremo opuesto: la división, la agresividad y el desorden.
Las razones podrían ser múltiples, pero por el momento yo identificaría las siguientes:
La falta de oportunidades para los jóvenes, la ausencia de políticas deportivas claras y el desinterés de los dirigentes por trabajar de la mano con las hinchadas. Esas tres falencias han permitido que el barrismo violento eche raíces.
Mientras en el béisbol o el boxeo la identidad se construía a partir de la familia y de la comunidad, en el fútbol se ha dejado espacio para que las barras sean refugio de frustraciones, más que de celebración.
El fútbol, como deporte, no tiene la culpa. Lo que está en cuestión es la manera en que Cartagena lo vive. Cuando el estadio deja de ser lugar de encuentro y se convierte en escenario de confrontación, el problema no es el balón sino el tejido social que lo rodea.

La lección es clara: Cartagena no necesita renunciar al fútbol sino asumirlo de forma distinta. Eso implica recuperar la memoria de un tiempo en que el deporte era excusa para la unión, exigir a clubes y autoridades planes serios de cultura ciudadana y formar a los jóvenes para que encuentren en la tribuna un espacio de pertenencia positiva, no un campo de batalla.
Si no se hace ese esfuerzo, la ciudad corre el riesgo de seguir involucionando de la fiesta deportiva que la caracterizó, a la violencia absurda que hoy amenaza con desdibujar su identidad.