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El libro infinito de Irene Vallejo

“𝐄𝐥 𝐢𝐧𝐟𝐢𝐧𝐢𝐭𝐨 𝐞𝐧 𝐮𝐧 𝐣𝐮𝐧𝐜𝐨” 𝐞𝐬𝐭𝐚́ 𝐜𝐥𝐚𝐬𝐢𝐟𝐢𝐜𝐚𝐝𝐨 𝐜𝐨𝐦𝐨 𝐮𝐧 𝐞𝐧𝐬𝐚𝐲𝐨, 𝐩𝐞𝐫𝐨 𝐞𝐧 𝐫𝐞𝐚𝐥𝐢𝐝𝐚𝐝 𝐭𝐢𝐞𝐧𝐞 𝐦𝐮𝐜𝐡𝐨 𝐝𝐞 𝐧𝐨𝐯𝐞𝐥𝐚, 𝐝𝐞 𝐚𝐯𝐞𝐧𝐭𝐮𝐫𝐚, 𝐝𝐞 𝐫𝐞𝐜𝐫𝐞𝐚𝐜𝐢𝐨́𝐧, 𝐞𝐥𝐞𝐦𝐞𝐧𝐭𝐨𝐬 𝐪𝐮𝐞 𝐚𝐥𝐞𝐠𝐫𝐚𝐧 𝐞𝐥 𝐜𝐨𝐫𝐚𝐳𝐨́𝐧 𝐲 𝐡𝐚𝐜𝐞𝐧 𝐜𝐫𝐞𝐞𝐫 𝐧𝐮𝐞𝐯𝐚𝐦𝐞𝐧𝐭𝐞 𝐞𝐧 𝐞𝐥 𝐩𝐥𝐚𝐜𝐞𝐫 𝐝𝐞 𝐥𝐚 𝐥𝐞𝐜𝐭𝐮𝐫𝐚.

Rubén Darío Álvarez Pacheco, muchachon@rinconguapo.com

En tiempos en que todo parece ir rápido, en que incluso los libros se leen como si fueran mensajes de WhatsApp, confieso que me he vuelto un lector lento. No por pereza, sino porque aprendí a disfrutar de las palabras, a masticar las frases, a quedarme unos segundos extra en los pasajes bien escritos. Me gusta que el lenguaje me atrape, que me hable con eficacia, que me cuente con cuidado. Por eso, cuando cayó en mis manos “El infinito en un junco”, sentí que había encontrado un tesoro.

Conocí a Irene Vallejo en el Hay Festival de Cartagena de 2022. La presentaban en el Teatro Adolfo Mejía, y el recinto estaba tan lleno que apenas si cabía un alfiler. Me sorprendió que tanta gente quisiera escuchar a una autora de ensayo, un género que a menudo se asocia con lo árido o lo académico. Eso me hizo pensar que el libro se estaba vendiendo como pan caliente, y no sólo en Europa sino también en América.

Cuando la vi subir al escenario, me sorprendió su sencillez. No parecía, a primera vista, la autora de una obra tan potente. Es delgada, discreta, serena, casi como si no se diera cuenta del fenómeno que había generado. Y, sin embargo, bastó con oírla hablar para entender que allí había una mente brillante y una sensibilidad fuera de lo común. Su manera de expresarse era tan clara, tan cálida, que parecía que, en vez de una charla pública, estábamos teniendo una conversación entre amigos.

A lo mejor pequé de esnobista, pero, en cuanto terminó la presentación, salí corriendo a la Librería Ábaco y compré el libro. Quería saber si la escritura de Vallejo era tan acogedora como su forma de hablar. No me equivoqué. El infinito en un junco no sólo me gustó: me asombró, me envolvió con una voz tan bien modulada, tan rica en imágenes y emociones, que me hizo recordar lo sabroso que puede ser leer cuando uno se deja llevar sin prisa.

Lo curioso es que, aunque se trata de un ensayo, por momentos se siente como una novela: hay personajes, historias y aventuras. Uno se encuentra de pronto en las calles de Alejandría o en las bibliotecas romanas, como si estuviera viajando sin moverse del sillón. Vallejo tiene ese raro talento de mezclar erudición con cercanía, profundidad con ternura.

Leí despacio, no porque me costara avanzar, sino porque no quería que se acabara. Subrayaba frases, volvía atrás, me detenía a releer pasajes enteros sólo por el gusto de sentir cómo suenan. Es un libro para saborear, como un buen vino o una canción bien compuesta. Cada capítulo tiene algo que enseñarte, pero también algo que transformarte por dentro.

Lo que más me impresionó fue la forma en que Vallejo logra conectar la historia del libro con la historia humana. No habla sólo de objetos, sino de personas. De los que escribieron, tradujeron, copiaron, escondieron y rescataron libros a lo largo de los siglos. Hay una grandiosidad en esos gestos, una especie de batalla silenciosa contra el olvido, contra la barbarie.

Al leerla, sentía que no estaba solo. Que había una voz magistral guiándome, llevándome de la mano por siglos de palabras, de tinta y de ideas. Vallejo no adoctrina ni pontifica. Más bien cuenta, comparte, confía en que el lector también ama las historias, como ella.

Su escritura tiene música. Es clara, elegante, precisa, pero también emotiva. No es sólo el contenido lo que brilla, sino también la forma. Tiene ritmo, tiene alma. Es un lenguaje que no cansa, que no empalaga, pero que te acompaña con amabilidad. Uno termina el libro con la sensación de haber hablado con alguien que sabe mucho, pero que no presume.

La he visto en varias entrevistas en Youtube y me conmueve especialmente cuando narra su propia historia: la de una niña con problemas de salud, encerrada muchas veces en su cuarto y que encontró en los libros una ventana al mundo. Me sentí identificado. Todos, en algún momento, hemos sido ese ser solitario buscando en los libros un refugio, una esperanza, una compañía.

No sé cuántas veces he recomendado este libro desde entonces. Y no porque sea un “best seller” o porque esté de moda. Lo recomiendo porque me hizo un bien que deseo compartir. Porque me devolvió una forma de leer que creía perdida. Porque me recordó que los libros no sólo informan, también consuelan, entretienen, despiertan.

Me gusta pensar que “El infinito en un junco” es un libro que va a durar. Que, dentro de veinte, treinta, cincuenta años, seguirá siendo leído con la misma emoción. Porque toca algo muy profundo, muy humano; y no hay época ni algoritmo que pueda con eso.

No sé si Vallejo es consciente del lugar que ha ganado. Tal vez sí. Tal vez no. Pero lo cierto es que su obra ya está en ese territorio de los libros que importan. Que uno no sólo lee, sino que también atesora. Que guarda en la mesita de noche o en la maleta de viaje, porque sabe que allí hay algo sagrado.

No quiero sonar grandilocuente, pero creo que hay libros que te reconcilian con el mundo. Que te hacen creer, otra vez, en el poder de las palabras. Que te hacen parar el ritmo y decir: “esto vale la pena”. El de Vallejo es uno de esos libros.

Por eso no lo he prestado, ni lo prestaré. Por eso a veces lo abro al azar, como quien se asoma a un recuerdo feliz. Por eso escribo esto, con el corazón en la mano, esperando que alguien más lo lea y diga: “sí, me pasó lo mismo”.

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