“A uno el año nuevo lo coge sin plata porque quiere”, me decía un compañero de trabajo refiriéndose a todas las prebendas que llegan al bolsillo con la marcha de diciembre, pero que se esfuman con la cultura del estreno, los viajes, las invitaciones y las remodelaciones de la casa.
Rubén Darío Álvarez Pacheco, muchachon@rinconguapo.com
Enero vuelve cada año con la misma escena: bolsillos vacíos, tarjetas al límite y una sensación amarga que contradice la lógica. Diciembre, en teoría, es el mes con más ingresos. Y, aun así, la mayoría llega al nuevo año sin dinero.
El salario completo, aparece la prima, se pagan las bonificaciones y se cierran cuentas pendientes. No es un mes de escasez. Es un mes de abundancia relativa que se evapora con una rapidez difícil de explicar.
Si se dejara de lado el gasto propio de diciembre, el panorama sería otro. El arranque del año podría afrontarse con algo de holgura. Impuestos, colegios y recibos no caerían como una emboscada sino como compromisos previstos y, al menos en parte, cubiertos.
Pero diciembre no se piensa con cabeza fría. Se piensa cargado de símbolos. No es un mes financiero; es un ritual colectivo profundamente arraigado.
Esa costumbre de gastar tiene historia. En la cultura occidental, el cierre de año siempre estuvo asociado al exceso permitido. Antes de la modernidad era la gran última comida antes del ayuno. Después, fue la recompensa tras un duro año de trabajo.
Las fiestas de solsticio, las Saturnales romanas, la Navidad cristiana y luego el fin de año civil compartieron una misma lógica: comer más, beber más, dar más, gastar más…No por necesidad sino por licencia.

Ese permiso cultural sobrevivió al paso de los siglos. Cambió el contexto, cambió la economía, pero quedó la idea de que en diciembre el cálculo es casi una falta de cortesía.
Por eso se habla de “cerrar el año bien”; y cerrar el año bien se traduce en gasto visible: remodelación de viviendas, mesa abundante, regalos, ropa nueva y reuniones donde nadie quiere parecer corto de recursos. Todo eso estimulado por la publicidad invasiva.
No se compra sólo lo que hace falta. Se compra lo que se espera que uno compre. El gasto deja de ser una decisión privada y pasa a ser una forma de cumplir con el rito.
La prima, en ese marco, no se vive como alivio futuro sino como permiso inmediato. Dinero que llega marcado para desaparecer, como si guardarlo fuera traicionar al espíritu del mes.
Hay quienes se salen de esa rueda. Son pocos, pero existen. Personas que compran ropa durante todo el año, así sea una prenda modesta, para no verse obligadas a gastar de golpe en diciembre. No es austeridad extrema, es previsión.
Otros hacen algo parecido con los viajes. Se mueven en temporadas bajas y buscan destinos baratos, pero se quitan el deseo cuando no hay presión social. Así, diciembre no los empuja a gastar lo que no conviene.
Debe haber más estrategias. Pequeñas decisiones repartidas a lo largo del año que evitan el atracón de fin de calendario. No son fórmulas mágicas, son hábitos pocos vistosos.
El problema es que esos hábitos no tienen prestigio. No lucen en las reuniones familiares ni se celebran en las conversaciones de fin de año.
Diciembre funciona como vitrina social; y en esa vitrina nadie quiere parecer prudente. La prudencia no genera aplauso ni relato.
A eso se suma una frase repetida hasta el cansancio: “el año fue duro”. Con esa coartada se justifica cualquier exceso, como si el cansancio emocional autorizara a hipotecar el mes siguiente.
Enero, por supuesto, no reconoce méritos simbólicos. Llega con cuentas claras y plazos fijos. No negocia con recuerdos ni con balances sentimentales.
Así se arma la paradoja: se celebra el cierre del año a costa de comprometer el comienzo del siguiente. Se festeja hoy y se aprieta mañana.
Tal vez el problema no sea diciembre sino la idea heredada de que hay que vivirlo como un paréntesis donde todo vale.

Pensar diciembre como bisagra y no como final exigiría cambiar una costumbre antigua, casi ceremonial.
No se trata de dejar de celebrar sino de dejar de fingir abundancia. De entender que empezar el año con algo de aire también es una forma de celebración.
Porque llegar a enero sin dinero no es una condena inevitable. Es una práctica cultural. Y toda práctica cultural, por vieja que sea, puede revisarse.