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En diciembre, Dios camina por las calles

Rubén Darío Álvarez Pacheco, muchachon@rinconguapo.com

Desde muy temprano, diciembre fue para mí un espejo reluciente donde el mundo parecía reflejarse distinto. No era únicamente la promesa de un regalo envuelto con papel brillante o la ilusión del Niño Dios que, en la imaginación infantil, recorría las noches como un susurro divino. Era algo más profundo, una sensación tibia que se instalaba en el pecho y hacía que todo pareciera posible.

El barrio cambiaba de ánimo apenas despuntaba el mes. La gente caminaba más despacio, como si respirara un aire más fresco y más amable. Había sonrisas sin explicación, saludos que durante el año se habían quedado guardados en los bolsillos y un rumor de esperanza que se metía por las ventanas abiertas.

Recuerdo que también el clima parecía transformarse. El sol, en vez de quemar, acariciaba. Las noches se volvían más respirables, más dulces, casi como si envolvieran a la ciudad en una manta invisible. Por eso entendí a Shakira cuando dijo, en aquel salón del Hotel El Prado, que “en diciembre Dios camina por las calles”. Yo también lo creo. Algo camina. Algo pasa.

Las primeras notas de La sonora matancera eran suficientes para anunciar que la alegría se estaba preparando. Luego llegaban Richie Ray, las guarachas de Aníbal Velásquez, la voz inconfundible de Buitrago, la picardía de Lisandro Mesa, y “Las cuatro fiestas”, aquella canción de Nuris Borrás que se trepaba dulcemente en todas las ventanas. Cada melodía era una llave que abría, de golpe, un recuerdo.

En Getsemaní y en El Socorro la navidad tenía un olor particular, mezcla de fogata, ropa nueva, expectativa y olor de pintura nueva en las paredes. Nos despertábamos con el entusiasmo de los estrenos, que parecían convertirnos en otras personas por un día. La tela crujía, el almidón olía a promesa, y uno caminaba distinto, casi vanidoso pero feliz.

La víspera del Día de las Velitas era un ritual que nos llenaba de electricidad. Nos reuníamos a esperar la madrugada, como si al encender cada vela estuviéramos ayudando a deslumbrar el mundo entero. Aquellas luces temblorosas dibujaban sombras hermosas en las paredes, y el silencio que las rodeaba era una forma perfecta de oración, aunque no lo supiéramos.

El 24 tenía un resplandor especial. Nos acostábamos temprano, obedeciendo a la ilusión. El Niño Dios, pensábamos, sólo visita a los que duermen; y esa idea bastaba para que el sueño nos venciera. Lo que venía después era magia pura: carros de plástico brillantes, pistolas de vaquero, soldados diminutos, muñecas, juegos de cocina, balones de fútbol con olor a tienda nueva y pequeños bates de béisbol que nos hacían sentir profesionales. En fin, el universo en miniatura.

El 25 amanecía con un alboroto hermoso. Las calles parecían un desfile interminable de niños mostrando sus tesoros. Los carros rodaban por las aceras, los balones cruzaban de esquina a esquina y las risas se superponían como una canción infinita. Podíamos pasar horas, hasta las cuatro de la tarde o más, sin sentir que el tiempo existía y sintiendo que Papá Noel, satisfecho, nos sonreía desde cualquier parte del planeta.

La radio era cómplice de todo ese encanto. Sus jingles navideños se quedaban pegados en la mente como caramelos sonoros. La televisión no se quedaba atrás: entre villancicos y comerciales coloridos —pero en blanco y negro— parecía que todo el país estaba envuelto en la misma cinta roja.

Los últimos días del año traían otro tipo de emoción. El 31 amanecía con el olor inconfundible de los pasteles hirviendo en enormes ollas, ordenadas sobre fogones de leña que crepitaban como si contaran historias antiguas. Ese aroma viajaba de casa en casa, anunciando que el fin y el comienzo estaban más cerca de lo que creíamos.

Los adultos se movían con una mezcla de cansancio y entusiasmo. En sus rostros había nostalgia, pero también una fe tierna en que cada año nuevo traía una oportunidad distinta. Mientras tanto, nosotros, los niños, corríamos entre las cocinas, intentando robar un pedazo del guiso o un soplo de aquel humo cálido.

Cuando la noche llegaba, la ciudad parecía detener su respiración. Las doce eran un umbral invisible, un puente que cruzábamos sin darnos cuenta. Y entonces pasaba: los abrazos se multiplicaban y los vecinos se unían, aunque el resto del año apenas se hablaran.

Algunos lloraban. No de tristeza sino de desahogo, como si el cambio de calendario abriera la compuerta de todas las emociones que habían aguantado durante meses. Otros reían con fuerza, celebrando sin reservas.

Los deseos eran simples, casi siempre los mismos: salud, trabajo, amor y un año mejor que el anterior. Pero en sus voces había una sinceridad que pocas veces se escucha en otros momentos. Era como si todos, por un instante, recordaran la fragilidad de la vida.

En esas escenas descubrí que diciembre tenía la capacidad de unir a las personas. De hacer que lo cotidiano se volviera extraordinario. De invitarnos a creer en gestos simples que, no obstante, sostenían mundos enteros.

La navidad, para mí, no es un lugar exacto sino una suma de sensaciones que vuelven cada año con la misma fuerza. Es la mezcla misteriosa de nostalgia y alegría que se instala en el pecho sin tocar la puerta.

A veces pienso que lo que extrañamos no es el pasado en sí sino la versión de nosotros mismos que vivió aquel tiempo. Los ojos que se maravillaban con poco. El corazón que entendía la felicidad en sus formas más pequeñas.

Quizá por eso diciembre sigue siendo mi refugio. Porque en él se guardan mis memorias más tibias, los olores y sonidos que me construyeron, las calles donde aprendí a esperar, a celebrar y a creer.

Aunque el mundo se haya vuelto más rápido y distinto, todavía siento que algo especial sucede cuando llega el último mes del año. Algo que no necesita explicación. Tal vez, como dijo Shakira, es que Dios vuelve a caminar por las calles. O tal vez somos nosotros, con nuestra nostalgia intacta, quienes volvemos a mirarlas con los mismos ojos de la infancia. Sea como sea, diciembre siempre será el lugar donde la vida parece reconciliarse consigo misma. Donde la esperanza encuentra su mejor luz. Y donde, por un instante, volvemos a sentir que todo puede empezar de nuevo.

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