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Getsemaní, bonito, pero sin alma

Rubén Darío Álvarez Pacheco, muchachon@rinconguapo.com

El otro día leí una noticia según la cual las familias nativas del barrio Getsemaní cada vez son menos. La cosa me dolió porque, aunque no nací ahí, me siento parte de ese conglomerado popular, pues viví en la calle de la Sierpe, en la calle Lomba y estudié en la escuela de la seño Matilde y en el colegio La Trinidad. Mis papás, mis abuelos y mis tíos también crecieron en las calles del Guerrero y calle Larga. Es decir, en cierta forma también soy nativo.

Getsemaní ha sido por siglos un símbolo de resistencia, cultura y alegría popular. Pero hoy, con el paso de los años, su población nativa se va reduciendo hasta casi desaparecer. Los altos costos de los servicios públicos y del impuesto predial asfixian a las familias que siempre lo habitaron. Algunos se ven obligados a vender sus casas; otros, a alquilarlas. Y en su lugar, proliferan negocios de comidas, bares y locales de artesanías.

Lo mismo ocurrió con el barrio San Diego, donde también viví. Allí la pasividad de sus vecinos facilitó que las casas pasaran de mano en mano hasta quedar, en su mayoría, bajo el control de gente ajena a la tradición local. Hoy es un barrio bonito, pero vacío de sus antiguos moradores. De día, los turistas lo recorren como un decorado; de noche, queda casi desierto.

En Getsemaní el proceso ha sido más lento, pero sigue la misma ruta. El espíritu de vecindad y la alegría que caracterizaron al barrio en los años setenta hacia atrás se diluyen frente a la presión inmobiliaria. El progreso estético, indudable, se acompaña de una dolorosa marca de exclusión.

Algunos vecinos, junto con líderes comunales, intentan resistir. Se organizan, convocan reuniones, reclaman ante las autoridades. Pero sus voces parecen perderse en el aire. El eco que reciben es mínimo, como si la suerte del barrio estuviera sellada de antemano.

Yo mismo, apenas leí la noticia de la disminución de la población nativa, no pude evitar que desfilara por mi memoria la imagen de aquel Getsemaní de mi niñez. Era un hervidero humano: gente alegre, deportiva, sonriente y bailadora.

La Plaza de la Trinidad y la avenida El Pedregal se llenaban de niños y adultos jugando bate de tapita los domingos por la tarde, mientras los pasajes de las calles se convertían en pistas de baile improvisadas y los teatros sin techo de la calle Larga abrían sus puertas cuando el sol se iba escondiendo por el Parque del Centenario con sus babillas, su chavarríes y sus micos saltando entre ramas de almendros.

El mercado público era otro epicentro de vida. Allí no sólo se compraba y vendía; allí se tejían amistades, se compartían chismes y se reforzaba ese sentido de comunidad que tanto nos definía. Hoy, ese mercado es apenas un recuerdo cubierto por la modernización que privilegia lo estético sobre lo humano.

Siempre que escucho la música de Cortijo y su Combo, Richie Ray y Bobby Cruz, o Johnny Pacheco con el Conde Rodríguez, me parece estar otra vez en Getsemaní. Aquellos sonidos eran la banda sonora de nuestras calles. Lo mismo me pasa con La sonora matancera: basta una canción para que la memoria me devuelva a los pasajes llenos de gente bailando con desparpajo.

Pero, ¿qué pasó en el camino? ¿Por qué las autoridades permitieron —y en muchos casos estimularon— la gentrificación? ¿Será que en realidad no les interesan los ciudadanos? ¿Será que conviene más que las calles estén en manos de extranjeros o interioranos adinerados que inflan la economía turística?

El racismo también juega su papel, pues ya se sabe que Cartagena es una ciudad profundamente marcada por la herencia colonial. Entonces,  no sería tan descabellado pensar en que el desplazamiento silencioso de negros y mestizos responde a un patrón histórico: la ciudad turística de postal se construye sobre la exclusión de quienes le dieron vida.

La gentrificación no sólo es un proceso económico; es una forma de despojo cultural. En nombre del “progreso” se arrincona a los nativos y se sustituye la vida comunitaria por vitrinas para turistas. Sin duda, el barrio se embellece, pero se vacía de alma.

De acuerdo con las crónicas que he visto en Youtube, lo que ocurre en Getsemaní tiene paralelos en muchas ciudades latinoamericanas. Desde Valparaíso, en Chile; hasta La Habana vieja, en Cuba, la historia se repite: barrios populares son expulsados por la fuerza del mercado; y la identidad que los hacía únicos, termina convertida en mercancía.

La pregunta es si aceptaremos resignados este destino. ¿No merecen los hijos y nietos de Getsemaní vivir en el mismo barrio que construyeron sus ancestros? ¿No sería posible un modelo que combine turismo con permanencia, modernización con justicia social?

Las autoridades han sido negligentes. En lugar de diseñar políticas para aliviar los impuestos prediales de los nativos, o subsidios que permitan su permanencia, se hacen los de la vista gorda. Prefieren mostrar la ciudad como un escenario limpio y ordenado para el turismo internacional, aunque ese orden se sustente en la exclusión.

Lo más doloroso es que la memoria no se puede alquilar ni vender. Una vez que los nativos se van, se llevan consigo las historias, las risas, las fiestas y la solidaridad. Eso no se reemplaza con bares de moda ni con hostales pintorescos.

La nostalgia no debería convertirse en nuestra única herencia. Getsemaní necesita políticas públicas que lo protejan, que reconozcan el valor cultural de sus habitantes tanto como el de sus fachadas coloniales.

Hay ejemplos en otras ciudades: en México, por ejemplo, se han creado figuras de “barrios protegidos” donde se limita la especulación inmobiliaria para salvaguardar la vida comunitaria. Cartagena podría aprender de esas experiencias.

De lo contrario, llegará el día en que Getsemaní sea sólo un recuerdo en las guías turísticas. Un barrio “bonito” pero deshabitado, donde los turistas posan para fotos sin saber que allí hubo alguna vez niños jugando bate de tapita y vecinos bailando salsa hasta la madrugada.

Ese día perderemos mucho más que un barrio. Perderemos parte de nuestra identidad, esa que no aparece en los folletos turísticos pero que define quiénes somos.

Getsemaní no puede seguir siendo el escenario del desplazamiento lento y silencioso. Urge pensar en políticas que protejan a sus habitantes, en un modelo de ciudad que ponga la vida por encima del negocio. Porque una ciudad que expulsa a su gente, no progresa: se traiciona a sí misma.

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