𝐌𝐞 𝐚𝐥𝐞𝐠𝐫𝐚 𝐦𝐮𝐜𝐡𝐢́𝐬𝐢𝐦𝐨 𝐪𝐮𝐞 𝐯𝐚𝐫𝐢𝐨𝐬 𝐣𝐨́𝐯𝐞𝐧𝐞𝐬, 𝐝𝐞 𝐦𝐚𝐧𝐞𝐫𝐚 𝐢𝐧𝐝𝐞𝐩𝐞𝐧𝐝𝐢𝐞𝐧𝐭𝐞, 𝐞𝐬𝐭𝐞́𝐧 𝐮𝐬𝐚𝐧𝐝𝐨 𝐥𝐚𝐬 𝐫𝐞𝐝𝐞𝐬 𝐬𝐨𝐜𝐢𝐚𝐥𝐞𝐬, 𝐞𝐬𝐩𝐞𝐜𝐢𝐚𝐥𝐦𝐞𝐧𝐭𝐞 𝐓𝐢𝐤 𝐓𝐨𝐤, 𝐩𝐚𝐫𝐚 𝐝𝐞𝐬𝐦𝐨𝐧𝐭𝐚𝐫 𝐥𝐚 𝐜𝐚𝐫𝐢𝐜𝐚𝐭𝐮𝐫𝐚 𝐯𝐮𝐥𝐠𝐚𝐫 𝐪𝐮𝐞 𝐥𝐨𝐬 𝐛𝐨𝐠𝐨𝐭𝐚𝐧𝐨𝐬, 𝐝𝐞𝐬𝐝𝐞 𝐬𝐢𝐞𝐦𝐩𝐫𝐞, 𝐡𝐚𝐧 𝐪𝐮𝐞𝐫𝐢𝐝𝐨 𝐢𝐦𝐩𝐨𝐧𝐞𝐫𝐧𝐨𝐬.
Rubén Darío Álvarez Pacheco,muchachon@rinconguapo.com
En las últimas semanas he visto en las redes sociales, especialmente en TikTok, un fenómeno que merece celebrarse: un grupo de jóvenes de la Región Caribe está decidido a desmontar el cliché que por décadas han querido imponernos desde Bogotá. Ese cliché que reduce al costeño a un personaje vulgar, bullero y malamente desparpajado, como si la riqueza cultural del Caribe pudiera resumirse en un grito callejero.
Pero lo más esperanzador es que no se trata de un discurso académico ni de un manifiesto político sino de muchachos y muchachas que, desde sus celulares, graban videos y le hablan al país con orgullo. Dicen, con toda la tranquilidad, que son de la Costa Caribe, pero que fueron criados en las buenas costumbres, con buenos modales y con un hablar respetuoso. Y lo dicen con la naturalidad que da la certeza de que no hay nada que demostrar.
Porque el problema nunca fue que en el Caribe existiera la procacidad. Claro que existe, como existe en Bogotá, Medellín o Cali. El asunto es que, en nuestro caso, esa procacidad se elevó a categoría de identidad, se volvió tarjeta de presentación. Y peor aún: se convirtió en mercancía cultural, consumida y reproducida incluso por quienes jamás han convivido en nuestras calles.
Ahí está el ejemplo del documental de Youtube titulado “La mondá”. Unos realizadores cachacos toman la palabra más sucia de nuestro vocabulario, la convierten en “símbolo” y, sin ningún rigor, proclaman que es la más dicha en toda la Región Caribe. ¿Quién les dio esa autoridad? ¿Quién hizo ese recorrido exhaustivo por nuestras comunidades, nuestros pueblos, nuestras familias? Nadie. Fue, simplemente, un atajo cómodo para reforzar un estereotipo.

Lo indignante es que esas simplificaciones circulan sin resistencia. Y entonces, cuando uno viaja a Bogotá, lo primero que esperan es que hable a gritos y que suelte vulgaridades. Si uno no lo hace, de inmediato llega la frase que más rabia da: “¡pero usted no parece costeño!”. Como si ser costeño viniera con manual de caricatura incluido.
Lo más triste de todo es que no siempre son los de afuera quienes nos caricaturizan. Muchas veces son algunos de aquí mismo, costeños que se presentan como “humoristas” y que, en lugar de mostrar la riqueza de la región, reducen todo a vulgaridades. Su “gracia” consiste en reforzar el estereotipo que a los cachacos les encanta ver: el costeño gritón, grosero y elemental. En una palabra, “corroncho”. Y con tal de conseguir aplausos fáciles, terminan vendiendo la misma imagen contra la que después nos toca luchar.
Es ahí donde los jóvenes están cumpliendo un papel valioso. Han entendido que callar equivale a aceptar. Y que si dejamos que otros definan lo que somos, terminaremos convertidos en lo que ellos quieren que seamos. Por eso han decidido tomar las redes (que antes servían para amplificar el estereotipo), y ponerlas a su favor, para corregirlo.
Hay que decirlo claro: el Caribe es múltiple. Es la tertulia literaria y es el mercado bullicioso. Es la serenidad de Meira Delmar y la picardía de un chiste callejero. Es la voz de Totó la Momposina y el verbo genial de Marvel Moreno. El error está en escoger una de esas facetas y venderla como la única posible.
Esa operación no es ingenua. Al reducir al Caribe a lo pintoresco, Bogotá refuerza su papel como el lugar de la “seriedad” y el “refinamiento”. Mientras nosotros quedamos condenados al chiste, ellos se reservan la voz autorizada en literatura, política y ciencia. Es una estrategia de poder simbólico: mantenernos como “lo otro”, lo que sirve de contraste para que el centro luzca más culto.
Pero algo está cambiando. Estos jóvenes no aceptan la caricatura. Se paran frente a la cámara y dicen: “sí, soy orgullosamente costeño, y también sé hablar con respeto, también tengo lecturas, también sé debatir sin necesidad de vulgarizar”. Eso, aunque parezca simple, es revolucionario. Es disputar la hegemonía cultural.
Porque la verdadera pregunta es: ¿quién tiene derecho a definir qué significa ser caribe? ¿El que graba un TikTok entre risas y groserías, o el que canta una décima en San Jacinto? ¿El documentalista que reduce la costa a una palabra procaz o la maestra que enseña a leer a sus alumnos en La Guajira? Ser caribe es todo eso, pero no puede ser sólo lo que otros decidan mostrar.
En esa tensión, lo que está en juego es nuestra dignidad cultural. Si aceptamos que “mondá” es la palabra más dicha en la costa, estamos aceptando también que nuestra identidad se reduce a un exabrupto. Y eso es tan absurdo como decir que lo único que define a un bogotano es la palabra “gonorrea”.

Por eso alegra ver que las nuevas generaciones no se quedan calladas. Que no repiten resignadas el viejo juicio de “el costeño es así”. Al contrario: se atreven a contradecir, a explicar y a matizar. Y lo hacen con herramientas que antes no teníamos: las redes, que permiten llegar a miles de personas sin pedirle permiso a nadie.
Por supuesto, la batalla no está ganada. Todavía abundan los influenciadores que creen que la vulgaridad es la forma más rápida de conseguir vistas. Y mientras esas vistas den dinero, seguirán proliferando. Pero la diferencia es que ahora tienen contrapeso: ya no son la única voz caribe en la red.
De hecho, esa pluralidad de voces es lo más sano que puede pasarnos. Porque el problema nunca fue que existieran expresiones callejeras sino que se pretendiera reducirnos a ellas. Que existan, perfecto. Pero que también exista, con igual fuerza, la voz de quienes no se sienten representados por la procacidad.
Lo más bello de todo es que este despertar no viene de una política pública ni de un plan gubernamental sino de un movimiento espontáneo. Jóvenes que se cansaron de que los definieran otros y decidieron definirse ellos mismos. Esa es la verdadera revolución digital del Caribe.
Quizás, con el tiempo, logremos que ya nadie se sorprenda cuando un costeño hable con suavidad o con elegancia. Que ya no nos digan “usted no parece costeño”, porque habrán entendido que ser costeño nunca fue un uniforme de gritos y vulgaridades, sino un universo diverso y riquísimo.
Esa será la victoria cultural: que dejemos de estar a la defensiva, corrigiendo estereotipos, y empecemos a afirmar nuestra identidad en positivo. No “no somos vulgares”, sino “somos mucho más que eso”.

Mientras tanto, celebremos lo que ya está ocurriendo: una generación que se puso las pilas y decidió usar las redes, no para seguir alimentando el cliché sino para romperlo. Jóvenes que entendieron que la identidad no se hereda pasivamente sino que se construye y se defiende. En sus manos, el Caribe está empezando a contar una nueva historia. Una historia que no niega la picardía ni el desparpajo, pero que tampoco se deja reducir a ellos. Una historia que muestra la riqueza completa de lo que somos. Y esa, sin duda, es la mejor noticia que podíamos esperar.