𝐄𝐬𝐭𝐞 𝐞𝐬 𝐦𝐢 𝐚𝐠𝐫𝐚𝐝𝐞𝐜𝐢𝐦𝐢𝐞𝐧𝐭𝐨 𝐚 𝐮𝐧𝐚 𝐫𝐞𝐯𝐢𝐬𝐭𝐚 𝐪𝐮𝐞 𝐧𝐨 𝐬𝐞 𝐜𝐚𝐧𝐬𝐚 𝐝𝐞 𝐫𝐞𝐧𝐝𝐢𝐫 𝐡𝐨𝐧𝐨𝐫𝐞𝐬 𝐚𝐥 𝐭𝐫𝐚𝐛𝐚𝐣𝐨 𝐝𝐞 𝐧𝐮𝐞𝐬𝐭𝐫𝐨𝐬 𝐦𝐮́𝐬𝐢𝐜𝐨𝐬 𝐲 𝐚 𝐥𝐚𝐬 𝐥𝐞𝐭𝐫𝐚𝐬 𝐝𝐞 𝐪𝐮𝐢𝐞𝐧𝐞𝐬 𝐚𝐦𝐚𝐦𝐨𝐬 𝐥𝐚 𝐠𝐞𝐬𝐭𝐢𝐨́𝐧 𝐜𝐮𝐥𝐭𝐮𝐫𝐚𝐥.
En tiempos donde la velocidad digital impone la fugacidad, hay quienes se aferran al papel como si fuera una forma de resistencia.
No por capricho, sino por convicción. Por amor. La revista La Lira, nacida en Barranquilla hace ya 21 años, es uno de esos proyectos que desafían el olvido, que le plantan cara al silencio para recordar que la música también se escribe y se archiva, que tiene historia y raíz.
Publicada de manera trimestral e ininterrumpida desde su nacimiento, La Lira ha llegado a su edición número 84. Cada número ha sido el fruto de un esfuerzo casi artesanal, de esos que no reciben presupuesto del Estado ni aplausos de los funcionarios, pero sí el respeto y el cariño de quienes sabemos cuánto cuesta resistir cuando el viento sopla en contra.
El mérito de esta revista no sólo radica en su constancia editorial, sino también en la nobleza de su causa: exaltar la obra de nuestros músicos, en especial los de la Región Caribe. Pero también los de todo el país; y, en ocasiones, aquellos del exterior que han entablado vínculos con las sonoridades de Colombia. Esta amplitud de mirada, sin perder el arraigo, es lo que la convierte en una publicación necesaria.
Los proyectos así suelen ser paridos con pasión, y esa pasión tiene nombres propios. El primero es Diógenes Royet, su fundador, junto con el Círculo de Amigos de la Música del Ayer (Cirdamayer), una agrupación de coleccionistas que entendió que el pasado no debe ser sólo nostalgia, sino también testimonio. Y el testimonio se imprime.

Desde la edición número dos, la batuta editorial la tomó el maestro Álvaro Suescún Toledo, quien ha sabido orquestar esta sinfonía de papel con paciencia, rigor y una ternura intelectual que se agradece. El maestro Suescún no sólo edita: escucha, orienta, valora y —lo digo con gratitud personal— acompaña con respeto el trabajo de quienes escribimos.
Otro nombre fundamental es el del maestro Enrique Luis Muñoz Vélez, cartagenero, hoy director emérito de la publicación. Desde su sabiduría serena y respetuosa, ha sido un faro para el equipo y una fuente de inspiración para quienes admiramos su legado como pensador musical.
Pero, más allá de los nombres, La Lira tiene un alma colectiva. La del equipo que, con el sudor en la frente, corre, se agita, busca patrocinios, imprime, distribuye y se empeña en que, pase lo que pase, la revista salga a tiempo. Esa terquedad amorosa es digna de todos los elogios.
Uno de los aciertos más hermosos de su comité editorial ha sido su decisión de hacer homenajes en vida. Qué gesto más humano y más justo: no esperar a que los artistas sean “merienda de gusanos” (como dicen), para recordar que alguna vez nos hicieron vibrar con su música. En La Lira, el homenajeado recibe portada a color, páginas centrales y el reconocimiento merecido, cuando aún puede sonreír al verlo. Eso, en un país tan desagradecido como Colombia, es algo que debe resaltarse sin restricciones ni mezquindades.
Este gesto —tan simple en apariencia— dice mucho de la ética con la que se hace la revista. Porque la música no es sólo ritmo y melodía; es también memoria, pertenencia e historia viva. Y la historia se construye reconociendo a quienes han dejado huella, no en el mármol frío sino en la piel de la gente.
En lo personal, me siento profundamente agradecido con el equipo de La Lira por las veces que han acogido mis textos. Pero más que por la publicación, por el afecto sincero con que han valorado mi escritura. Es un reconocimiento que no se pide, que no se compra, que simplemente se recibe con humildad y emoción.
Agradezco especialmente al maestro Álvaro Suescún, quien siempre ha mostrado un aprecio generoso y honesto por mi trabajo. Su mirada crítica, su orientación editorial y su respeto por la palabra escrita me han dejado aprendizajes que atesoro.
Gracias, también, por mantener abierta una puerta para quienes escribimos desde el amor por la música y la región. Porque en La Lira uno no siente que está enviando un texto a un buzón sino que se une a una conversación entre amigos que comparten un mismo amor por el Caribe y sus sonidos.
No exagero al decir que La Lira es un refugio. En un mundo donde los algoritmos determinan qué merece atención, esta revista apuesta por la profundidad, por el tiempo lento, por el legado. Es una cátedra de sensibilidad impresa.
Sueño con que en cada ciudad de la Región Caribe exista una publicación similar, que sirva como vitrina para los talentos que emergen y como altar para los que han sido olvidados. Porque hay muchos músicos que tienen algo que decir, y muchos más que ya lo dijeron y merecen no ser silenciados por el olvido.
Si este país entendiera el valor de su cultura, habría más Liras, más apoyos, más papel con tinta y memoria. Pero, mientras tanto, que viva esta Lira única, valiente y nuestra. Que viva por muchos años más.
Y que quienes formamos parte de su círculo, ya sea como colaboradores, lectores o amigos, sepamos cuidarla, compartirla y defenderla. Porque es más que una revista: es un acto de amor.
Gracias a La Lira, por existir. Y gracias, maestro Álvaro Suescún, por creer en las palabras de quienes, como yo, seguimos escribiendo con el corazón en la música y la mirada en la región.