𝐌𝐢𝐞𝐧𝐭𝐫𝐚𝐬 𝐥𝐨𝐬 𝐜𝐚𝐧𝐚𝐥𝐞𝐬 𝐫𝐞𝐠𝐢𝐨𝐧𝐚𝐥𝐞𝐬 𝐝𝐞𝐥 𝐢𝐧𝐭𝐞𝐫𝐢𝐨𝐫 𝐝𝐞 𝐂𝐨𝐥𝐨𝐦𝐛𝐢𝐚 𝐬𝐞 𝐞𝐬𝐦𝐞𝐫𝐚𝐧 𝐩𝐨𝐫 𝐞𝐱𝐚𝐥𝐭𝐚𝐫 𝐥𝐚 𝐯𝐢𝐝𝐚 𝐝𝐞 𝐬𝐮𝐬 𝐠𝐫𝐚𝐧𝐝𝐞𝐬 𝐩𝐞𝐫𝐬𝐨𝐧𝐚𝐣𝐞𝐬, 𝐞𝐧 𝐞𝐥 𝐂𝐚𝐫𝐢𝐛𝐞 𝐧𝐨𝐬 𝐞𝐬𝐟𝐨𝐫𝐳𝐚𝐦𝐨𝐬 𝐞𝐧 𝐬𝐞𝐠𝐮𝐢𝐫 𝐬𝐢𝐞𝐧𝐝𝐨 𝐥𝐨𝐬 𝐩𝐚𝐲𝐚𝐬𝐨𝐬 𝐝𝐞𝐥 𝐩𝐚𝐢́𝐬.
Rubén Darío Álvarez Pacheco, muchachon@rinconguapo.com
Hace unos días vi en Telepacífico una serie biográfica sobre Leonor González Mina, “La negra grande de Colombia”. Me conmovió la manera digna y profunda en que contaron su historia. No había morbo ni farándula: sólo respeto, memoria y orgullo. Y me pregunté: ¿por qué en Telecaribe no estamos haciendo algo así con los nuestros?
Mientras Teleantioquia, Telepacífico o, incluso, City TV producen series sobre figuras como León de Greiff, María Cano, Fernando González o Débora Arango, en el Caribe seguimos atrapados en la música, el chiste y los magazines. No es que eso sea malo (la música es esencial en nuestra cultura), pero no puede ser lo único. Un canal regional no está sólo para entretener, sino también para educar, recuperar y dignificar.
Telecaribe ha terminado por mostrar lo que desde hace años y todos los días vemos en nuestras calles: lo superficial, lo cotidiano y lo que no incomoda. Pero ha ignorado lo profundo, lo histórico y lo olvidado; y eso es grave, porque, mientras tanto, los canales nacionales hacen con nuestros personajes lo que les da la gana. La serie de Pambelé fue más una caricatura que un homenaje. En lugar de celebrar su disciplina, su impacto en el deporte o su historia de superación, lo retrataron como un bufón trágico.

Ese patrón se repite: si el personaje no es trágico, vicioso o anárquico, entonces parece no tener interés para la televisión nacional. Es como si el Caribe sólo pudiera contar historias desde el escándalo. Y eso es una forma de violencia simbólica: convertir la riqueza cultural de una región en un cliché que entretiene, pero no construye.
Mientras tanto, desconocemos (y peor aún, desatendemos) la vida y el legado de verdaderos titanes como José Prudencio Padilla, Álvaro Cepeda Samudio, Héctor Rojas Herazo, Luis Carlos López, Lucho Bermúdez o Pacho Galán, entre otros de igual trascendentes. Todos con vidas apasionantes, intensas y humanas, pero sin el morbo que hoy parece ser requisito para merecer una serie.
En parte es culpa de los grandes medios, sí. Pero también es culpa nuestra. Telecaribe ha tenido todas las oportunidades de contar esas historias desde lo profundo, desde lo humano y desde lo digno, pero no lo hace o no quiere hacerlo o no se atreve; y, mientras tanto, deja que nos cuenten desde Bogotá, con la mirada del otro y con el lente del prejuicio.
Un prejuicio que hoy no sólo es televisivo sino también digital. Las redes sociales, especialmente TikTok, están repletas de jóvenes caribeños reproduciendo el mismo estereotipo de siempre: el costeño vulgar, desparpajado, ruidoso y flojo, que sólo sabe hablar de mondá, no como un acto de identidad, sino como una forma de autoexplotación, como si la única forma de ser visibles fuera burlarse de sí mismos.
Tal parece que muchos están desesperados por caerle bien al cachaco, por hacer reír al interior del país, aunque sea a costa de la propia imagen; y eso, además de indignante, es doloroso, porque refuerza desde dentro la caricatura que nos han impuesto desde fuera. Ya no es sólo que nos miren con prejuicio: es que ahora somos nosotros quienes nos mostramos así.

El personaje caribe que hoy circula en los medios es un tipo que no piensa, sólo la vacila. No lee, sólo dice porquerías con “gracia”. No crea, sólo baila. No reflexiona, sólo improvisa. En fin, es un personaje simpático, pero hueco. Pero lo más peligroso es que nos estamos creyendo que ese somos nosotros en verdad.
Pero no lo somos. Somos también el Caribe de la inteligencia, del pensamiento, de la historia, del arte y de la rebeldía creativa. Somos Cepeda Samudio renovando la literatura y el periodismo latinoamericanos. Somos Padilla cruzando fuegos navales por la libertad. Somos Rojas Herazo pintando y escribiendo el alma de un país que lo ignoró. Somos mujeres silenciadas por siglos: artistas, pensadoras, lideresas, poetas, deportistas, etc. Somos los barrios que sobreviven, las historias que no se han contado, los lenguajes que se extinguen y los rituales que sobreviven.
En medio de ese panorama hubo una excepción valiosa: “Déjala morir”, la serie sobre la cantadora Emilia Herrera. Ahí se logró una apuesta narrativa admirable. Con sensibilidad y rigor, se contó, sin caer en el morbo ni en la caricatura, la vida de una mujer olvidada por la historia oficial. Pensé entonces que ese sería el camino, que por fin Telecaribe apostaría por una narrativa distinta. Pero no se copió el ejemplo. No se volvió a intentar algo así.
Y ahora tenemos en pantalla “La barriga de trapo”, una serie que, más allá de sus intenciones estéticas o técnicas, no representa ni de cerca lo más valioso del Caribe para mostrarle al mundo. En lugar de apostar por historias que nos eleven, se insiste en lo grotesco, lo marginal y lo efectista, lo cual es decepcionante, porque perpetúa una visión limitada y hasta ofensiva de lo que en realidad somos.

Es admirable cómo los paisas, vallunos y bogotanos usan sus canales regionales para exaltar lo suyo. Y ese “suyo” no tiene que ser vulgar ni grotesco para ser interesante. Exaltan a sus artistas, a sus pensadores, a sus científicos, a sus rebeldes, a su historia, a su cultura; y lo hacen con orgullo, sin pedir permiso. Los intelectuales, artistas, escritores y gestores culturales se unen para hacer que los canales regionales le apunten hacia la elevación de sus valores humanos.
Aquí, en cambio, parece que el Caribe tuviera complejo de esquina. Es como si no creyéramos que nuestra historia merece ser contada con respeto.
Hay algo de abandono institucional, sí. Pero también hay algo de comodidad cultural, porque contar las historias profundas exige trabajo, investigación, sensibilidad y compromiso; y eso no siempre da rating inmediato. Pero sí deja huella. Y es eso lo que falta: visión de largo aliento, responsabilidad con la memoria y, sobre todo, amor propio.
Tenemos un canal regional con un enorme potencial narrativo, pero le estamos dejando esa responsabilidad a otros: a los cachacos, a los capitalinos, quienes luego hacen con nuestras historias lo que mejor les parezca, sencillamente porque nosotros no nos animamos a contarlas primero.
Lo que necesitamos no es una televisión elitista ni aburrida. Necesitamos una televisión regional que dignifique sin solemnidad, que entretenga sin burlarse, que emocione sin deformar, que recupere la raíz sin disfrazarla de memes y que celebre lo que somos sin tener que venderlo como un chiste.
Todavía estamos a tiempo. Hay talento, hay historias, hay archivo y sabiduría popular. Lo que falta es dirección, un mínimo de rebeldía cultural, un “¡ya basta!” a la caricatura y un “¡vamos a narrarnos bien!” desde adentro, desde nosotros, no para agradar a los de afuera sino para entendernos mejor.
Porque si no lo hacemos nosotros, nadie más lo hará; y si seguimos riéndonos de nosotros mismos, para que los otros nos acepten, terminaremos sin rostro, sin voz y sin memoria. Y el Caribe, con toda su riqueza, será sólo eso: un mal chiste repetido hasta el cansancio.