Al mafioso latinoamericano no lo distingue el poder sino el resentimiento. 𝐌𝐢𝐞𝐧𝐭𝐫𝐚𝐬 𝐥𝐨𝐬 𝐦𝐚𝐟𝐢𝐨𝐬𝐨𝐬 𝐢𝐭𝐚𝐥𝐢𝐚𝐧𝐨𝐬 𝐨 𝐣𝐚𝐩𝐨𝐧𝐞𝐬𝐞𝐬 𝐬𝐞 𝐚𝐟𝐚𝐧𝐚𝐧 𝐩𝐨𝐫 𝐠𝐮𝐚𝐫𝐝𝐚𝐫 𝐥𝐚 𝐝𝐢𝐬𝐜𝐫𝐞𝐜𝐢𝐨́𝐧 𝐲 𝐥𝐚 𝐞𝐥𝐞𝐠𝐚𝐧𝐜𝐢𝐚, 𝐞𝐥 𝐥𝐚𝐭𝐢𝐧𝐨 𝐩𝐨𝐧𝐞 𝐭𝐨𝐝𝐨 𝐬𝐮 𝐞𝐦𝐩𝐞𝐧̃𝐨 𝐞𝐧 𝐫𝐞𝐬𝐭𝐫𝐞𝐠𝐚𝐫 𝐬𝐮 𝐩𝐨𝐝𝐞𝐫 𝐞𝐧 𝐥𝐚 𝐜𝐚𝐫𝐚 𝐝𝐞 𝐥𝐚 𝐞́𝐥𝐢𝐭𝐞 𝐪𝐮𝐞 𝐞𝐧 𝐞𝐥 𝐩𝐚𝐬𝐚𝐝𝐨 𝐥𝐨 𝐝𝐞𝐬𝐩𝐫𝐞𝐜𝐢𝐨́.
Rubén Darío Álvarez Pacheco, muchachon@rinconguapo.com
Hace unos días estaba viendo con mi hija una de esas narcoseries que hacen parte de las plataformas de cine en casa, y nos pusimos a comentar sobre una característica que, a estas alturas, debe ser algo así como descubrir que el agua moja: la ostentación y la estridencia de los mafiosos latinoamericanos que protagonizan esas películas.
Mi hija me anotó que, a diferencia del mafioso latino, el italiano y el japonés son más discretos, elegantes y hasta respetuosos de las normas, aunque se muevan por caminos de ilicitud y corrupción.
Yo, estimulado por la acotación que ella acababa de hacer, le dije que al mafioso latino lo diferencia otra cosa que tiene raíces profundas en las dinámicas sociales, económicas y políticas de este continente: el resentimiento.
Desde los carteles colombianos hasta los mexicanos, pasando por las maras centroamericanas, las narcoseries exhiben un mosaico de criminalidad ruidosa y desbordada, donde el lujo estridente y la vulgaridad se vuelven parte del discurso.
Esa representación, aunque dramatizada, no está muy lejos de la realidad. Lo que diferencia al mafioso latinoamericano del europeo o el asiático no es sólo la geografía ni los métodos sino el estilo. Mientras las mafias italianas, japonesas o chinas cultivan la discreción y la elegancia, las nuestras buscan hacer bulla, intimidar y restregar su poder con grosera ostentación en la cara de la autoproclamada “gente de bien”.

No se trata únicamente de un rasgo de personalidad. Es el producto de una historia social y política que ha dejado cicatrices profundas en el continente. El mafioso latinoamericano no nace en la abundancia ni en el prestigio. Su origen casi siempre está marcado por la pobreza, la marginación rural o urbana y la experiencia de haber sido ignorado por el Estado.
La estridencia, en ese sentido, es una respuesta, una venganza simbólica, una manera de decirle a las élites: “Aquí estamos. Ya no pueden ignorarnos”. Las pistolas, las camionetas blindadas, las mansiones y las cadenas de oro son gritos de revancha antes que símbolos de prosperidad.
La diferencia con el mafioso europeo o japonés es clara. El capo siciliano, el padrino napolitano o el líder yakuza saben que su poder depende de la discreción. Guardan las formas, invierten en negocios legales y se disfrazan de respetabilidad. No necesitan demostrarlo todo el tiempo, porque ya tienen detrás sociedades con cierta estabilidad institucional.
En cambio, en América Latina el crimen organizado creció en un terreno abonado por la desigualdad extrema, la corrupción política y la violencia histórica. El campesino desplazado, el joven sin oportunidades o el contrabandista de frontera entendieron que, si querían respeto, primero debían tener dinero. Por eso dijeron: “¿Ah, la cosa es con plata? ¿Para que me respeten debo tener plata? Bueno, yo también la voy a tener. Como sea, pero la voy a tener”.
Pero ese dinero debía verse, porque de nada servía acumularlo en secreto, si la sociedad seguía menospreciándolos. La ostentación no era un capricho: era el certificado visible de que habían triunfado, aunque fuera a través de caminos sangrientos.

Las narcoseries recogen esa paradoja con crudeza. En esas producciones audiovisuales abundan las escenas de banquetes, mujeres voluptuosas, carros de lujo, fiestas interminables y armas bañadas en oro. Es decir: el lujo no aparece como refinamiento sino como exceso y como una caricatura de la riqueza, que responde al trasfondo de resentimiento que mueve al mafioso latino.
Así las cosas, no sería tan descabellado aceptar que Pambelé nos retrató a todos con su célebre frase de “vale más ser rico que pobre”, pues se convirtió en consigna nacional. No era sólo una ocurrencia. Era la síntesis de una mentalidad colectiva que entiende la riqueza como el único salvoconducto válido hacia el respeto.
En sociedades donde la justicia ha sido rápida y eficaz para favorecer a los poderosos, pero lenta y negligente para defender a los pobres; donde la corrupción política ha sido norma y no excepción, ¿qué otra cosa podía surgir sino la idea de que todo debe resolverse con plata?
De allí que el crimen se haya vuelto, para muchos, una vía acelerada para conquistar un lugar en la sociedad. Y, por eso mismo, el dinero obtenido no se invierte en proyectos nobles o productivos, no. Es para demostrar que se “subió de nivel”. Es para exhibir la camioneta de alta gama, el apartamento de miles de millones, la ropa de marca, las cadenas, las botellas de whisky, el arribo a las mejores discotecas, los teléfonos más caros, los viajes más exóticos, etc.
Por eso se idolatra la belleza femenina, pero no como una contemplación de la estética humana sino como un trampolín para conquistar al mafioso acaudalado o al político corrupto que resuelva la vida y permita ostentar por redes sociales.
El mafioso latinoamericano no se contenta con ser rico: necesita que lo sepan. Necesita que sus vecinos, sus antiguos verdugos sociales, los políticos y hasta los jueces lo reconozcan. Su lujo estridente es un acto de revancha cotidiana.
En Europa, en cambio, el mafioso juega a la invisibilidad: subrepticiamente, compra jueces, se mezcla con empresarios y circula en ambientes de discreción. Sabe que su poder depende de pasar inadvertido, no de exhibirse. En Japón, la yakuza, además, se permite una especie de ritualización del crimen, con códigos de honor, símbolos y jerarquías que le otorgan una fachada de “orden”. No hay necesidad de demostrar riqueza a cada paso, porque lo que importa es la disciplina interna del grupo.
Mientras, en América Latina la disciplina se sustituye por la violencia espectacular: el carro bomba, la masacre televisada y la narcofiesta son escenarios de poder diseñados para infundir miedo y admiración en partes iguales.
Lo más inquietante es que esa lógica no se limita a los mafiosos. Ha permeado a la sociedad entera: jóvenes que sueñan con la camioneta de lujo antes que con un título universitario. Mujeres que ven en su belleza un pasaje hacia un futuro brillante, ciudadanos que justifican la trampa porque “todos lo hacen”.
La política, por supuesto, también ha bebido de ese manantial oscuro. No pocos mafiosos han financiado campañas, creyendo que con eso garantizarían lealtad. Pero la política latinoamericana es aún más traicionera: acepta el dinero, lo usa y luego abandona al capo en la primera crisis. El resultado es un cóctel explosivo: violencia, corrupción y ostentación como parte del paisaje cultural.

El resentimiento se ha convertido en estilo de vida, y las narcoseries lo reflejan para el mundo entero.
No se trata de justificar a quienes han llenado de sangre nuestras calles. Sus crímenes son abominables y merecen condena. Pero entender el trasfondo social es indispensable para no quedarnos en la caricatura y comprender por qué, en estas tierras, el crimen se vuelve tan estridente.
La estridencia del mafioso latino es espejo y grito. Ese personaje es un álbum de resentimientos que se desahoga bajo la terapia siniestra del crimen, con sus bombas ensordecedoras, con la metralla de sus bandas de sicarios, con sus amenazas, con sus masacres y con la intromisión de sus billetes ensangrentados en el mundillo de la política.
Su fin es desquitarse arrodillando a la arrogancia elitista que se cree de mejor familia. Lo malo es que por ese afán de venganza pagan los que son y los que no son.