𝐋𝐚 𝐢𝐧𝐯𝐢𝐭𝐚𝐜𝐢𝐨́𝐧 𝐝𝐞 𝐌𝐚𝐫𝐢𝐚 𝐂𝐨𝐫𝐢𝐧𝐚 𝐌𝐚𝐜𝐡𝐚𝐝𝐨 𝐚𝐥 𝐇𝐚𝐲 𝐅𝐞𝐬𝐭𝐢𝐯𝐚𝐥 𝐫𝐞𝐚𝐛𝐫𝐞 𝐮𝐧𝐚 𝐩𝐫𝐞𝐠𝐮𝐧𝐭𝐚 𝐟𝐫𝐞𝐠𝐚𝐝𝐚: ¿𝐥𝐨𝐬 𝐞𝐬𝐩𝐚𝐜𝐢𝐨𝐬 𝐜𝐮𝐥𝐭𝐮𝐫𝐚𝐥𝐞𝐬 𝐞𝐬𝐭𝐚́𝐧 𝐡𝐞𝐜𝐡𝐨𝐬 𝐩𝐚𝐫𝐚 𝐩𝐞𝐧𝐬𝐚𝐫 𝐥𝐨𝐬 𝐜𝐨𝐧𝐟𝐥𝐢𝐜𝐭𝐨𝐬 𝐨 𝐩𝐚𝐫𝐚 𝐯𝐞𝐧𝐝𝐞𝐫 𝐫𝐞𝐥𝐚𝐭𝐨𝐬 𝐬𝐢𝐦𝐩𝐥𝐞𝐬, 𝐟𝐢𝐠𝐮𝐫𝐚𝐬 𝐭𝐚𝐪𝐮𝐢𝐥𝐥𝐞𝐫𝐚𝐬 𝐲 𝐩𝐨𝐥𝐞́𝐦𝐢𝐜𝐚𝐬 𝐟𝐚́𝐜𝐢𝐥𝐞𝐬?
Rubén Darío Álvarez Pacheco, muchachon@rinconguapo.com
La polémica por la invitación de María Corina Machado al Hay Festival ha generado más ruido que discusión. Y no tanto por lo que ella representa en la política venezolana sino por lo que el episodio dice sobre el estado actual de los grandes eventos culturales.
Invitar a María Corina no es, en sí mismo, un escándalo. Es una figura conocida, con presencia internacional y una historia que despierta adhesiones y rechazos. El problema surge cuando su voz se presenta como suficiente para explicar un país entero.
Venezuela no cabe en una sola biografía. Reducirla a una figura, por visible que sea, es convertir una tragedia compleja en un relato fácil de consumir.
El Hay Festival se define como un espacio de ideas, no como una tarima política. Por eso llama la atención que, en este caso, se haya optado por una sola mirada y sin contraste ni diálogo real.
Sin diversidad de voces, no hay conversación. Hay exposición; y una exposición sin preguntas tensas se parece más a una conferencia promocional que a un ejercicio de pensamiento.

A la invitación se sumó la retirada de algunos escritores, lo cual, desde luego, es una decisión respetable y coherente desde lo personal, pues nadie está obligado a compartir escenario con quien no representa sus valores.
Pero la retirada también tiene un costo en el sentido de que evita el debate. La ausencia comunica rechazo, pero no interpela ideas ni obliga a responder preguntas difíciles.
Además, cuando la protesta se anuncia con comunicados, fotos y declaraciones públicas, corre el riesgo de convertirse en parte del mismo espectáculo que se critica. Es como si el que se retira dijera: “¡Miren cómo despreció a un gran evento como el Hay Festival!”
Vivimos un tiempo en el que, incluso, la indignación necesita mostrarse. La ética se publica, se mide y se consume; y ese gesto, sin invalidarlo, lo vuelve vulnerable a la lógica de la visibilidad.
María Corina Machado merece análisis crítico, dado que representa una derecha dura, con posturas excluyentes y alianzas internacionales inquietantes. Señalarlo no equivale a justificar al régimen de Maduro, que, por supuesto, es autoritario y corrupto.
El problema es la falsa dicotomía: o dictadura o salvación. La historia latinoamericana demuestra que muchas veces el reemplazo de un poder termina reproduciendo los mismos vicios que se prometía erradicar.
Para blindar su figura, suele invocarse al desprestigiado Premio Nobel de la Paz. Pero ese galardón hace tiempo dejó de ser garantía moral. A Theodore Roosevelt se lo otorgaron, a pesar de que fue un defensor del expansionismo militar. Henry Kissinger lo recibió mientras su nombre se asociaba a guerras y golpes de Estado. Barack Obama fue premiado antes de ampliar operaciones militares en varios países.
El Nobel no certifica vocación pacífica. Funciona, muchas veces, como una etiqueta útil para legitimar figuras convenientes al relato internacional del momento.

En ese sentido, presentar a María Corina bajo el aura del Nobel no eleva el debate sobre Venezuela. Más bien lo simplifica y lo hace más digerible para un público distante.
Ese público, en su mayoría europeo o norteamericano, suele buscar historias claras: héroes, villanos y finales previsibles. Pero resulta que la complejidad latinoamericana perturba y exige esfuerzo.
Los festivales, conscientes de eso, terminan actuando como mediadores del relato: seleccionan voces que confirmen lo que el público espera escuchar.
De ese modo, la curaduría cultural deja de ser pedagógica y se vuelve complaciente. No enseña a pensar. Más bien tranquiliza conciencias.
Un panel plural, con posiciones enfrentadas y preguntas directas, habría sido más engorroso, pero también más honesto. Habría obligado a la invitada a explicar, matizar y responder.
Cuando la cultura elige el camino fácil, pierde su capacidad crítica. Se vuelve espectáculo, vitrina y evento de temporada.
El caso de María Corina y el Hay Festival no es un episodio aislado. Es una señal de alarma: cuando la literatura y el pensamiento se subordinan a la lógica de la taquilla y la visibilidad, la cultura deja de molestar y empieza, simplemente, a entretener.