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Narrarnos es resistir: cine afro desde Cartagena y Bolívar

Ricardo Elder Ramos Ramos*- griots.soluciones@gmail.com

A veces parece que solo nos buscan en mayo. Nos nombran con efusividad cuando llega el Día de la Afrocolombianidad, como si durante el resto del año no existiéramos. Pero estamos aquí. Hemos estado siempre. Con nuestras memorias tejidas en el cuerpo, con nuestras cámaras al hombro, contando historias que no caben en los márgenes donde nos quisieron encerrar.

Hacer cine siendo afrodescendiente en Cartagena y Bolívar no es solo un ejercicio artístico, es un acto político. Y no porque lo digamos con panfletos o eslóganes, sino porque nos estamos narrando desde un lugar históricamente silenciado. Porque no queremos que otros hablen por nosotros, ni que nos sigan encasillando como “lo exótico”, “lo sabroso”, “lo marginal”. No somos personajes secundarios en una historia ajena: somos protagonistas de relatos profundamente humanos, complejos, universales.

La afrocolombianidad es identidad, es raíz, es herencia que respira desde San Basilio de Palenque hasta La María, desde el Cerro de La Popa hasta las orillas del Canal del Dique. Pero la afrodescendencia es más que un marcador cultural: es una condición política global. Nos conecta con un mapa extendido que va desde Salvador de Bahía hasta Nueva Orleans, desde Loíza en Puerto Rico hasta el Congo. Y desde ese mapa, el cine se vuelve lenguaje de afirmación y resistencia.

En Cartagena y Bolívar se ha hecho cine con acento negro. Se ha hecho a pulmón, con escasos recursos, con celulares, con rebeldía. Películas como Canto a la Libertad, Sabor, Si Supiera se lo Cantara o Enfocando un Sueño, desde Griots Comunicaciones y Producciones, han mostrado que es posible narrarnos sin pedir permiso. Y ahora estamos sembrando proyectos como el largometraje Permiso para el Dolor, que apunta a una verdad dolorosa y necesaria: el abuso disfrazado de disciplina en nuestras infancias afrodescendientes.

También otros cineastas como Manuel Díaz Polo y Contra lo Corriente Producciones están escribiendo nuevas páginas con El Man de la Moto, que no solo cuenta una historia, sino que hace justicia simbólica a una generación. Son apuestas narrativas que brotan desde las entrañas de la ciudad, no desde el balcón del privilegio, sino desde la acera, desde la esquina, desde la herida.

Un ejemplo destacado es la miniserie Déjala Morir: La Niña Emilia, producida por Pilas Colombia para el canal regional Telecaribe. Esta producción, realizada con talento costeño y grabada en locaciones de Mahates, Evitar y Cartagena, Bolívar, narra la vida de Emilia Herrera, una de las más grandes exponentes del bullerengue en el país. La serie fue reconocida con múltiples premios India Catalina y es un testimonio del poder de narrar nuestras propias historias desde nuestras propias voces.

También vale recordar otras producciones significativas como Bandoleros, dirigida por Erlin Salgado y William Restrepo, una de las primeras apuestas cinematográficas rodadas en Cartagena en los años 90 con mirada local; Tres Golpes, de Andrés Lozano, que retrata el hambre, la calle y la hermandad en barrios populares de Cartagena; y La Suprema, dirigida por Felipe Holguín Caro y rodada en el corregimiento El Progreso, Bolívar, que con delicadeza y belleza visual nos muestra la fuerza y los sueños de una joven boxeadora afrodescendiente.

Y seguro se nos quedan muchas por fuera. Películas, cortos, series, videoclips, documentales comunitarios… Hay un cine que se está gestando y que ya viene caminando desde hace décadas. Un cine que nace en los barrios, en los colectivos de comunicación popular de Cartagena y del departamento de Bolívar, que sobreviven entre la pasión, la precariedad y el silencio institucional.

El racismo en el cine no siempre grita. A veces se disfraza de criterio técnico, de falta de presupuesto, de decisiones de jurado. A veces es el silencio con el que se ignoran nuestras propuestas, la manera en que nuestras historias “no encajan” en las líneas temáticas, la forma en que las convocatorias parecen escritas para otros cuerpos y otros apellidos.

Pero seguimos. Porque hay algo más fuerte que la frustración: la certeza de que nuestras historias importan. De que lo que grabamos en el barrio, en el manglar, en el patio de la abuela, también tiene valor artístico y político. De que lo glocal no es una moda: es la manera en que nuestros relatos dialogan con el mundo sin perder la raíz.

Este 21 de mayo no queremos aplausos vacíos ni actos folclóricos. Queremos garantías. Queremos que el cine afro no sea tolerado como cuota, sino impulsado como potencia. Queremos políticas públicas que comprendan que narrarnos a nosotros mismos es una forma de reparar, de sanar, de construir futuro.

Cartagena no solo necesita que la filmen desde afuera: también necesita que la narren desde adentro. Y ese adentro también es negro, también es afro, también es digno. Que no se nos olvide.

*Cineasta y comunicador social

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