𝐄𝐧 𝐞𝐥 𝐂𝐚𝐫𝐢𝐛𝐞 𝐩𝐞𝐫𝐬𝐢𝐬𝐭𝐞 𝐮𝐧𝐚 𝐡𝐢𝐬𝐭𝐨́𝐫𝐢𝐜𝐚 𝐲 𝐩𝐞́𝐬𝐢𝐦𝐚 𝐜𝐨𝐬𝐭𝐮𝐦𝐛𝐫𝐞: 𝐜𝐫𝐞𝐞𝐫 𝐪𝐮𝐞 𝐭𝐞𝐧𝐞𝐫 𝐮𝐧 𝐩𝐚𝐫𝐢𝐞𝐧𝐭𝐞 𝐞𝐧 𝐮𝐧 𝐩𝐚𝐢́𝐬 𝐝𝐞𝐬𝐚𝐫𝐫𝐨𝐥𝐥𝐚𝐝𝐨 𝐞𝐬 𝐥𝐚 𝐬𝐨𝐥𝐮𝐜𝐢𝐨́𝐧 𝐚 𝐥𝐨𝐬 𝐩𝐫𝐨𝐛𝐥𝐞𝐦𝐚𝐬 𝐪𝐮𝐞 𝐜𝐚𝐝𝐚 𝐜𝐮𝐚𝐥 𝐝𝐞𝐛𝐞𝐫𝐢́𝐚 𝐫𝐞𝐬𝐨𝐥𝐯𝐞𝐫 𝐩𝐨𝐫 𝐬𝐮𝐬 𝐩𝐫𝐨𝐩𝐢𝐨𝐬 𝐦𝐞𝐝𝐢𝐨𝐬.
Rubén Darío Álvarez Pacheco, muchachon@rinconguapo.com
En muchas culturas latinoamericanas, y muy especialmente en las del Caribe, hay una creencia profundamente arraigada que, desde hace tiempo, nos viene haciendo daño. Es la idea de que quien emigra a un país desarrollado tiene la obligación, casi sagrada, de resolver los problemas económicos de toda su familia. Como si cruzar una frontera automáticamente convirtiera a esa persona en millonaria, inmune a las dificultades y sin derecho al cansancio o a la privacidad.
Esa mentalidad, aunque muchas veces disfrazada de cariño o necesidad, se transforma en una carga injusta. Apenas un familiar se establece en Estados Unidos, Europa o Asia, surge una expectativa colectiva: ese es el que va a “sacar a todos adelante”. Y a partir de ahí comienza la presión, la dependencia; y, muchas veces, el abuso.
No está mal que alguien que logra cierta estabilidad piense en ayudar a los suyos. Al contrario, es admirable. Pero lo que sí está mal es convertir esa solidaridad en una exigencia. En pensar que el dinero del otro debe ser usado para cubrir mis propias responsabilidades. Porque ahí dejamos de hablar de amor y comenzamos a hablar de explotación emocional.
Uno de los errores más comunes es creer que en los países desarrollados “la plata se consigue fácil”. Que allá todo el mundo vive bien, que los trabajos pagan mucho y que todo lo que falta es enviar dinero. Esta percepción distorsionada ignora las realidades de la migración: el racismo, la soledad, el choque cultural, el idioma, la amenaza constante de la deportación y la lucha diaria por sobrevivir en un sistema que no siempre recibe con los brazos abiertos.
Nos falta empatía. Nos cuesta ponernos en los zapatos de ese familiar que vive en el extranjero. Creemos que como no lo vemos trabajando bajo el sol caribeño, su esfuerzo no cuenta. Pero ese primo, hermano o tía probablemente trabaja jornadas de doce horas, limpiando casas, atendiendo mesas o haciendo trabajos que no siempre son dignos ni bien pagados.
Y aún así, manda dinero. No porque le sobre, sino porque le duele decir que no. Porque teme que lo juzguen de ingrato o egoísta. Porque le enseñaron que el que “se va” debe asumir el papel de salvador. Y ese papel, aunque parezca noble, termina siendo una trampa emocional.
La autosuficiencia no es indiferencia. Es una forma de dignidad. Es entender que cada uno debe responsabilizarse por su vida, sin cargar sobre otros las decisiones que ha tomado o las oportunidades que no ha buscado. Es reconocer que el otro puede ayudarnos, pero no tiene la obligación de hacerlo.
En los países cultural y económicamente desarrollados, la crianza promueve justamente eso: la autonomía. Desde pequeños, los niños aprenden a resolver sus asuntos, a ser responsables de sus acciones y a no depender de la generosidad ajena para salir adelante. Saben que hay una línea muy clara entre pedir ayuda y vivir de ella.
Aquí, en cambio, a veces educamos para la dependencia. Desde la infancia, muchos crecen esperando que alguien les resuelva las cosas. Primero los padres, luego algún conocido; y, si hay suerte, las afugias debe resolverlas ese familiar que vive “fuera”. Así, el asunto se transforma en una cadena de necesidades que nunca termina.
El problema no es sólo económico. Es cultural. Hemos romantizado la dependencia y confundido solidaridad con obligación. Y cuando alguien decide cortar ese ciclo y no enviar más dinero, lo tachamos de tacaño, de malagradecido, de que “se le subieron los humos”.
Conozco historias dolorosas de personas que han sido extorsionadas emocionalmente por sus propios familiares. Les piden dinero “porque están enfermos”, “porque el niño tiene que ir al colegio”, “porque la casa se está cayendo”. Y a veces es cierto. Pero muchas veces también es manipulación.
Y lo peor: cuando la ayuda se acaba, también se acaba el cariño. Porque era un afecto condicionado. No querían a la persona; querían su billetera. Y esa es una de las realidades más duras de la migración: descubrir que el amor de algunos dependía del dinero que podías enviar.
Hace falta una pedagogía de la autosuficiencia. No para convertirnos en islas sin afecto, sino para formar personas capaces de valerse por sí mismas. Hombres y mujeres que entiendan que la ayuda se agradece, pero no se exige. Que la generosidad se celebra, pero no se abusa.
Es necesario enseñar, desde la infancia, que ser adulto implica asumir los propios fracasos y buscar soluciones sin esperar que otro llegue a rescatarnos. Que tener un pariente en el extranjero no significa tener una cuenta bancaria de respaldo.
También debemos dejar de medir el éxito de una persona por cuánto dinero envía a su país. El éxito verdadero es aquel que permite vivir con dignidad, en paz, sin sentirse culpable por no poder cargar con los problemas de los demás.
Este no es un llamado al egoísmo. Es un llamado al equilibrio. A reconocer que la solidaridad tiene sentido cuando se da en libertad, no por presión. Cuando nace del deseo, no de la culpa.
Mientras no cambiemos esta mentalidad, seguiremos criando generaciones que no aspiran a valerse por sí mismas, sino a encontrar a alguien que lo haga por ellas. Y eso no es sólo un problema económico: es una tragedia cultural.
Ser autosuficiente no significa dejar de ayudar. Significa que, cuando ayudemos, lo haremos desde un lugar sano. Sin resentimientos, sin cargas desmedidas. Y que, si alguna vez necesitamos ayuda, también sabremos pedirla con respeto, sin abusar.
En el Caribe tenemos muchas virtudes: la calidez, la alegría, la solidaridad auténtica. Pero también debemos aprender a soltar esa dependencia tóxica que nos impide crecer. Ser autosuficientes es también una forma de amor propio. Y ya es hora de empezar a practicarlo.