Rubén Darío Álvarez Pacheco, muchachon@rinconguapo.com
Es posible que desde que el locutor cartagenero David González Correa, en su programa radial Fiesta vallenata, creara la sección “La caseta y la parranda”, en Colombia la gente se haya acostumbrado a llamarle “parranda” a toda grabación de música vallenata en vivo, sin importar en qué lugar se ejecute, con qué instrumentos se acompañe y quiénes participen en dicho espacio.
De hecho, hace unos años, la disquera Sony Music publicó dos volúmenes de un disco compacto titulado “Diomedes, sus mejores parrandas”, el cual contenía un repertorio de canciones grabadas en varios conciertos del cantante Diomedes Díaz, pero ninguna pertenecía a una verdadera parranda vallenata.
Fue en la época del programa “Fiesta vallenata” cuando ciertos aficionados a la llamada música del Valle de Upar compraban y coleccionaban con mucho celo, casettes grabados en las presentaciones de Diomedes Díaz, modalidad esta que no gustaba entre el grueso público de entonces, lo que no sucede ahora con los mal llamados “CD’s de parrandas”, que tanto se oyen en las emisoras, en fiestas familiares y reuniones esquineras de algunas ciudades y pueblos del Caribe colombiano.
Siendo el anterior un yerro cultural producido por los medios masivos de comunicación, llama la atención que ninguno de ellos se haya preocupado por enmendarlo, en vez de reforzarlo con el paso de los días, pues ya no sólo se ven en las discotiendas los discos compactos que venden a nuestros artistas “en parranda”, sino que también los locutores de las grandes estaciones radiales repiten el equívoco sin preocuparse por explicar qué es una cosa y qué es la otra.
No es lo mismo una parranda vallenata que un concierto con música de acordeón, aunque en este último los asistentes se emborrachen y gocen al son de los acordeones y las voces de sus artistas preferidos.
Vale recordar que, desde tiempos remotos, cuando la música vallenata intentaba romper las fronteras que la separaban de la capital de Colombia, para darse a conocer en todo su esplendor, han surgido malos entendidos, empezando porque en las décadas de mediados del XX, gestores culturales y personajes de la clase dirigente nacional entendían por “parranda” una reunión de bebedores en la que se consumía licor desaforadamente, mientras se escuchaba música durante varios días en el patio de una casa o en cualesquiera de las esquinas de un pueblo.
Fue entonces cuando hubo la necesidad, con la cacica Consuelo Araújonoguera a la cabeza, de organizar, en los años 60, una parranda vallenata en el Capitolio Nacional, evento que contó con la presencia del entonces presidente de Colombia, Guillermo León Valencia, quien, al parecer, fue el primero de los Jefes de Estado que le han dado apoyo a ese tipo de manifestaciones culturales, llevándolas, incluso, a las salas del Palacio Presidencial. Así las cosas, debe entenderse que fue este el mejor intento por dejar en claro lo que encerraba —y todavía encierra— una verdadera parranda vallenata.
Según investigadores como Daniel Samper Pizano, la parranda vallenata pudo haberse originado a finales del siglo XIX, en las denominadas “colitas”, que no eran otra cosa que el remate de las grandes fiestas que la clase pudiente de la ciudad de Valledupar organizaba con pianolas que reproducían aires musicales de Europa y de otros países de América, pues, para muchas de las llamadas “familias de bien”, el tocar o bailar con música de acordeón era cosa de vagabundos y de consumidores de alcohol, tal como solía expresarlo Úrsula Iguarán, la matrona de la familia Buendía, protagonista de la novela Cien años de soledad, de Gabriel García Márquez.
Pero en el fondo, a algunos de los miembros de esas “familias de bien” les gustaba la música de acordeón. Por esa razón, cuando finalizaban sus lujosas francachelas, en horas de la madrugada, se iban al fondo de sus grandes casonas, donde sus vaqueros, y demás trabajadores, desempacaban los acordeones de las cajas de madera y sus guacharacas de caña de corozo, para entonar versos y canciones ya maduradas en las labores de arrear ganado de un pueblo a otro. Eran improvisaciones elogiosas para sus patronos o frases lapidarias contra sus adversarios, modalidad esta que terminó denominándose “piqueria”, en alusión a las riñas de gallos.
Se cree que fue en esas “colitas” donde el acordeón se topó con el tambor, que, buscando ser la mejor pareja para él, estilizó su figura y se convirtió en la “caja vallenata” que se conoce hoy.
Cuando a esa música triorgánica comenzó a llamársele “vallenato”, ya los habitantes de la desaparecida región del Magdalena Grande habían evolucionado el concepto de “parranda vallenata” hacia una reunión de amigos íntimos en el patio o la sala de una casa, donde un acordeonista (o varios) expone sus canciones o sus habilidades en el manejo del instrumento, mientras los demás permanecen, silenciosos, sin bailar, consumiendo alimentos y licor, pero sin llegar necesariamente a la ebriedad, como creían los habitantes del páramo colombiano.
De hecho, en diferentes partes de nuestra Región Caribe conviven grandes parranderos que no son afectos al consumo de licor, pero sí se caracterizan por organizar con eficacia una buena parranda: saben escoger a los invitados, seleccionan bien el espacio donde se realizará la reunión, son magníficos anfitriones, algunas veces disponen de un anecdotario gracioso y saben mantener el orden y el respeto durante el evento.
Una parranda vallenata siempre será acompañada de un acordeón, caja y guacharaca; y, a veces, una guitarra, aunque últimamente se organizan únicamente con guitarras y voces, lo cual también es válido si se tiene en cuenta que el primer sonido que se le conoció a la música vallenata grabada fue el de las cuerdas, en las épocas en que el acordeón era tan marginal como los campesinos errantes que cargaban con él.
Cosa diferente es un concierto como los que se organizan para los artistas de estas épocas, con grandes escenarios, tarimas llenas de luces multicolores, humo artificial, un gran sistema de sonido, pantalla y todo lo que implique tecnología de punta. A esos eventos, el público accede pagando una boleta, lo que hace que el artista de turno esté obligado a interpretar las canciones que suenan en las emisoras, en vez de canciones inéditas o clásicas, como se hace en una parranda.
En un concierto difícilmente existirían la intimidad y la camaradería de que gozan los asistentes a una parranda, como tampoco el sonido será el mismo, puesto que los conjuntos vallenatos modernos se han dado la libertad de introducir todos los instrumentos que bien les parezcan, debido al afán evidente de estos últimos años de no depender tanto del acordeón, en cuanto a recursos melódicos se refiere.
Por sus implicaciones económicas y logísticas, es poco probable que un concierto de música de acordeón dure dos o tres días, lo que sí se ha visto en parrandas vallenatas tan famosas como las del desaparecido pintor Jaime Molina, las del compositor Rafael Escalona, las de José Arregocés, las de Gustavo Gutiérrez, Carlos Espeleta y Hugues Martínez.
No son todos los cantantes y acordeonistas y compositores los que están capacitados para alegrar una parranda vallenata; y para, al mismo tiempo, resistir toda la carga emotiva que aquella exige. O puede que suceda al revés: no son todos los artistas parranderos los que están capacitados para alegrar un concierto con todo lo que ello implica actualmente. No obstante, en el ámbito de la música vallenata, hay artistas tan completos que pueden medírseles a ambas formas, incluyendo la grabación de un trabajo discográfico en tiempo récord.
De todas maneras, un verdadero cantante de parrandas debe estar revestido de la gracia, picardía y talento que se requiere para mantener en alerta a ese pequeño grupo de amigos conocedores del tema, como el que asiste a una reunión de ese estilo. Este público se diferencia mucho de la gran masa que asiste a un concierto atraída por el boom del artista del momento y donde nada ni nadie le obliga a ser un entendido en la materia.
Esa misma gracia y capacidad de atracción debe poseerla el acordeonista, quien, a la vez, debe conocer la correcta ejecución de los aires de los aires vallenatos, mientras que al compositor le concierne tener el olfato para saber en qué momento puede caer bien una canción y su manera interpretarla, en aras de que sea bien apreciada por el público, encontrando (además) el cantante preciso para ella. Normalmente, estos exponentes tienen la parranda como campo de entrenamiento.
Al respecto, algunas parrandas son organizadas por artistas que se aprestan a grabar un trabajo discográfico, por lo cual invitan a compositores que expongan sus canciones, las cuales podrían o no ser incluidas en el repertorio que integrará el trabajo discográfico. Otras veces, ya las canciones fueron escogidas con antelación, pero la parranda se organiza como escenario de estreno y con el fin de percibir el impacto que podrían causar en el público.
En cuanto a los compositores, es bueno resaltar que algunos se especializan en crear canciones —muchas de ellas humorísticas— que nunca llegan a los estudios de grabación, debido a los fuertes parámetros comerciales que deben cumplir los artistas en eso de “pegar” un producto discográfico. Por eso, a esas piezas se les suele denominar “canciones de parranda”, pues raras veces traspasan ese ámbito.
Los desaparecidos compositores Hernando Marín y Héctor Zuleta fueron los más destacados en cuanto a componer canciones de parranda, como también despuntaron Poncho Cotes Junior e Ivo Díaz, entre otros, quienes son considerados clásicos cantautores y animadores de parrandas.
Entre los artistas completos en asuntos de parrandear, amenizar conciertos y dominar estudios de grabación se puede mencionar a Poncho Zuleta, Jorge Oñate, Iván Villazón y los finados Pedro García y Diomedes Díaz, entre otros no menos importantes. Asimismo, ha habido acordeonistas con esas habilidades como Nicolás “Colacho” Mendoza, Orángel Maestre, Alfredo Gutiérrez y una larga lista de virtuosos naturales de la Guajira, el Cesar, Bolívar, Sucre, Córdoba y el Magdalena.
La figura del cuentachistes es también otro de los componentes de la parranda vallenata. Su habilidad es la de contar anécdotas graciosas, no siempre reales, que mantienen al público inmerso en el paroxismo que logran producir la música y la habilidad de los improvisadores de versos. Cualquiera de los asistentes puede encarnar a este personaje.
La extinta Consuelo Araújonoguera solía hacer bastante hincapié en una norma inquebrantable: en la parranda no se puede bailar. “Hacerlo —señalaba— es una falta de respeto con el acordeonista, quien está brindando un recital con la intención de todos aprecien atentamente sus canciones y la ejecución de su instrumento”.
En ese sentido, son varias las anécdotas que se han contado respecto a acordeonistas quienes han empacado sus instrumentos y retirado inmediatamente de la parranda, en cuanto detectaron que alguien se levantó a bailar.
Con todo lo dicho, conviene entonces que, en adelante, los comunicadores y productores discográficos titulemos y anunciemos en los medios y en las discotiendas el reciente producto “en concierto” o “en vivo” de los artistas que están en el ruedo comercial del momento, para que aquello de llamarle “parranda” a todo lo que sea obtenido fuera de los estudios de grabación se acabe de una vez por todas.