𝐀 𝟕𝟖 𝐚𝐧̃𝐨𝐬 𝐝𝐞 𝐥𝐚 𝐩𝐮𝐛𝐥𝐢𝐜𝐚𝐜𝐢𝐨́𝐧 𝐝𝐞 𝐬𝐮 𝐝𝐢𝐚𝐫𝐢𝐨, 𝐫𝐞𝐜𝐨𝐫𝐝𝐚𝐦𝐨𝐬 𝐜𝐨́𝐦𝐨 𝐬𝐮 𝐡𝐢𝐬𝐭𝐨𝐫𝐢𝐚 𝐦𝐚𝐫𝐜𝐨́ 𝐠𝐞𝐧𝐞𝐫𝐚𝐜𝐢𝐨𝐧𝐞𝐬 𝐲 𝐬𝐢𝐠𝐮𝐞 𝐜𝐨𝐧𝐦𝐨𝐯𝐢𝐞𝐧𝐝𝐨 𝐜𝐨𝐧 𝐥𝐚 𝐟𝐮𝐞𝐫𝐳𝐚 𝐝𝐞 𝐮𝐧𝐚 𝐯𝐞𝐫𝐝𝐚𝐝 𝐞𝐬𝐜𝐫𝐢𝐭𝐚 𝐞𝐧 𝐦𝐞𝐝𝐢𝐨 𝐝𝐞𝐥 𝐡𝐨𝐫𝐫𝐨𝐫.
Rubén Darío Álvarez Pacheco, muchachon@rinconguapo.com
Por estos días se cumplen 78 años de la publicación de “El diario de Ana Frank”, un libro que ha marcado a generaciones y que, pese al tiempo, sigue conmoviendo como si hubiese sido escrito ayer.
Basta pronunciar su nombre para que me invada una nostalgia que me remonta a mi preadolescencia, allá por 1978, cuando la televisión colombiana emitió, por la Primera Cadena, una producción que dramatizaba su historia. La vimos como una “novela” (así decíamos en mi barrio), aunque en realidad era una serie. Y fue ahí, por primera vez, cuando escuché hablar de Ana Frank.
La entonces joven y linda actriz Helena Mallarino (de quien estuve enamorado) le dio rostro y voz a Ana. Su interpretación fue tan sutil, tan sentida y tan graciosa que se quedó en mi memoria como una presencia luminosa y doliente a la vez. A su lado estaban figuras como Luis Fernando Ardila, Boris Roht, Samara de Córdoba, Iván Rodríguez, María Cecilia Botero, Juan Gentile y Alí Humar, entre otros, no menos prestigiosos. Todos construyeron una historia sobria, conmovedora, sin sensacionalismos, que transmitía con honestidad el drama de una familia judía escondida en una buhardilla de Ámsterdam, para escapar del odio nazi.
Cada martes, a las ocho de la noche, nos sentábamos frente al televisor en blanco y negro, para seguir la historia. No era sólo una novela más. Había algo en ese relato que nos hacía guardar silencio. Algo que nos tocaba el alma. Quizás era la destreza de Helena Mallarino o la certeza creciente de que todo aquello había sido real.
El último capítulo fue devastador: mostraron a los verdugos nazis entrando con violencia al escondite, mientras uno a uno los rostros de los personajes quedaban congelados en la pantalla, seguidos de una dramática voz en off que informaba qué había sido de cada uno.
Fue entonces cuando supe que Ana y su hermana Margot murieron de tifoidea en un campo de concentración. Que Peter, interpretado por Luis Fernando Ardila, había logrado escapar, pero nunca se volvió a saber de él. Y que Otto Frank, el único sobreviviente, había fallecido durante los mismos días en que la televisión puso al aire la novela, noticia que también reseñó el diario El Espectador. Pero, gracias a Otto, el mundo conoció la historia de Ana.
La serie me dejó un hueco en el pecho, una tristeza que no supe nombrar en ese entonces, pero que ahora reconozco como una mezcla de indignación, ternura y reverencia.
Después de ese final, me propuse conseguir el libro. Pero la Cartagena de finales de los años setenta no era precisamente un hervidero de librerías.

Lo busqué sin suerte. Los años pasaron. Sólo hasta el 2021 logré comprarlo en un outlet de libros que organizó el Mall Plaza, del sector Chambacú, y fue como encontrar una joya que había estado esperando por años.
Leer “El diario de Ana Frank” fue una experiencia que me impactó, porque no se trataba sólo de una crónica del horror, sino del testimonio vivo de una niña increíblemente lúcida, valiente y sensible. Ana no sólo registraba lo que pasaba en su escondite. También analizaba el mundo, la guerra, la naturaleza humana, su propia identidad como mujer, como adolescente y como judía. Y lo hacía con una inteligencia y una honestidad que conmueven profundamente.
Algunas frases de su diario se me quedaron grabadas, como tatuajes invisibles:
—“Nunca creeré que los poderosos, los políticos y los capitalistas sean los únicos responsables de la guerra. No, el hombre común y corriente también se alegra de hacerla”.
Esa afirmación, tan dura como cierta, me hizo ver la guerra no únicamente como una decisión de líderes sino también como una sombra que habita, además, en lo cotidiano.
En otro momento escribió:
—“¡Las mujeres deben ser respetadas!.
Y reflexionaba sobre por qué los soldados eran venerados y los exploradores idolatrados, mientras que a las mujeres nadie les reconocía su fuerza. Es decir, Ana ya era, sin saberlo, una voz feminista que desafiaba los moldes de su tiempo.
Y luego, esta frase demoledora:
—“¿Quien más que yo va a leer estas cartas?”.
Uno la lee y siente que Ana presintió su destino, como si supiera que esas páginas serían todo lo que quedaría de ella. Y, sin embargo, las escribió igual, con valentía, con deseo y con vida. Porque en cada línea hay una sed insaciable de futuro.
“El diario de Ana Frank” no es nada más literatura ni sólo historia. Es memoria viva. Es la voz de una niña que, incluso en medio del encierro, creía en la belleza y sentía curiosidad por el amor, por el cuerpo, por el alma humana y soñaba con ser escritora. Aunque, sin saberlo, ya lo era.
Pensando en ella, me pregunto cuántas Anas Frank habrá hoy en el mundo. Niñas escondidas bajo escombros, escribiendo con miedo mientras suenan bombas y mueren hermanos y vecinos. ¿Quién leerá sus diarios? ¿Quién rescatará sus voces?
El mayor legado de Ana no fue la denuncia sino la esperanza. En medio del horror escribió:
—“Todavía creo, a pesar de todo, que la gente es buena en el fondo de su corazón”.
Esa fe, tan ingenua y tan poderosa, es quizá lo que ha hecho que su historia no se desvanezca. Porque Ana nos recuerda no sólo lo que perdimos sino también lo que todavía podemos ser.
A 78 años de la publicación de su diario, su voz sigue encendiendo conciencias. Su vida, truncada a los 15 años, sigue diciendo lo que muchos adultos no se atreven. Leerla no es un acto de nostalgia: es un acto de humanidad.
Nunca dejemos de leerla. Nunca olvidemos su nombre, porque mientras haya alguien que escuche su voz, Ana Frank seguirá viva.