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Racismo elegante

Rubén Darío Álvarez Pacheco, muchachon@rinconguapo.com

Por estos días, dos jóvenes negros cartageneros denunciaron, en las redes sociales, que una discoteca del Centro Histórico de Cartagena no los dejó entrar. Les dijeron que no estaban bien vestidos, pero ellos vieron que a personas blancas las dejaban pasar con atuendos incluso más informales.

Detrás de esa excusa se asoma un viejo fantasma que la ciudad se niega a enfrentar: el racismo. Muchos cartageneros se resisten a creerlo. Dicen que aquí no hay racismo, que todos somos iguales, que eso es cosa de Estados Unidos o de otros tiempos. Pero la realidad golpea con fuerza: en esta ciudad, donde la negritud fundó la alegría, todavía ser negro significa tener que explicar más, sonreír más y vestirse mejor, para no ser visto como un peligro o una incomodidad.

La escritora palenquera Rosmery Armenteros lo expresó con una lucidez que duele: “En Cartagena hay un problema que casi nadie ve: si eres negro tienes que vestir extremadamente mejor, sonreír más y explicar más, para que no se vea que tú eres un peligro, una amenaza o una incomodidad. Pero si eres blanco, te basta con existir.” Esa frase resume siglos de prejuicio concentrados en una sola ciudad.

Lo paradójico es que muchos de los negocios que hoy niegan el acceso a los negros se sustentan justamente en lo afro: en la champeta, los tambores, la comida del barrio, los íconos palenqueros, las trenzas y las sonrisas de mujeres negras convertidas en murales turísticos. Cartagena vive del alma afrodescendiente, pero muchas veces le niega el derecho a habitarla.

Es una forma moderna de apropiación cultural: se usa la imagen, la música y el color, pero se excluye al ser humano que los encarna. Se celebra el tambor, pero se margina al tamborero. Se exalta la belleza negra en los afiches, pero se la rechaza en la puerta del bar.

Los dueños de estos negocios suelen ampararse en normas internas. Alegan que todos deben cumplir un código de vestimenta o de comportamiento. Pero esas normas, en la práctica, se flexibilizan según el color de piel. Si el cliente es blanco, las reglas se vuelven amables; si es negro, se aplican con severidad. Es el racismo maquillado de reglamento.

Y lo más indignante: si el negro es extranjero, de Estados Unidos o Europa, entonces se le extiende la alfombra roja. Es el mismo color de piel, pero con pasaporte distinto. No se rechaza sólo lo negro, sino lo popular de Cartagena. No se teme al color, sino a la cuna. Es el racismo cruzado con el clasismo: una doble cadena que todavía sujeta a la ciudad.

La ironía es que en Cartagena nadie se atrevería hoy a colgar un letrero que diga “No admitimos negros cartageneros”, pero muchos lugares lo aplican sin escribirlo. Lo dicen los porteros con su mirada, lo insinúan los administradores con sus excusas y lo confirman los clientes que prefieren callar para no incomodar.

Lo más grave es la indiferencia de las autoridades. En una ciudad donde el turismo mueve miles de millones, denunciar el racismo se considera una amenaza para el negocio. Por eso los casos se minimizan, no se toman en serio, se silencian o se entierran en el olvido. Nadie quiere incomodar al turista que paga en dólares.

Para la muestra, un botón: hace algunos años, el activista social Edwin Salcedo Vásquez y la historiadora Estela Simancas Mendoza (ambos cartageneros) crearon el Observatorio Antidiscriminación del Distrito. Fue una iniciativa pionera, financiada por la Alcaldía, que logró intervenir en varios casos de racismo y abrir un espacio para debatir el tema desde la institucionalidad.

Por primera vez, Cartagena tenía una instancia seria para hablar de discriminación sin miedo, con datos, con nombres y con políticas. Pero las administraciones siguientes no le dieron continuidad. Sin apoyo ni recursos, el observatorio tuvo que cerrar. Con él se cerró también una esperanza: la de que la ciudad empezara a mirarse en el espejo de su historia.

Ese cierre fue más que un hecho administrativo. Fue un acto simbólico: el poder le dio la espalda al tema, como si enfrentar el racismo fuera un capricho y no una urgencia. Desde entonces, las denuncias se repiten, pero sin una entidad que las escuche ni una autoridad que las respalde.

El racismo en Cartagena no siempre grita. A veces sonríe, ofrece un coctel y suena a champeta de fondo. Pero detrás de esa aparente cordialidad, sigue separando cuerpos, imponiendo jerarquías, dictando quién puede estar y quién no. Es un racismo elegante, turístico y rentable.

Mientras tanto, los jóvenes negros que crecieron escuchando champeta en sus barrios miran desde la calle los lugares donde esa misma música se volvió mercancía. Ellos no entran; su cultura sí. Ellos son los invisibles de una fiesta que les pertenece.

Y así la ciudad se va pareciendo a un escenario decorado: muchos colores, muchas sonrisas, pero pocas verdades. Se celebra la “diversidad” en los folletos, pero se reprime en la puerta. Se vende lo afro como producto, no como identidad.

Los pleitos del pasado, las leyes antidiscriminación y los discursos de inclusión parecen no haber cambiado la raíz del problema. Porque la raíz no está en los bares sino en la mentalidad. En esa creencia heredada de que lo blanco es lo correcto y lo negro debe pedir permiso para existir.

Sin sanción ni educación, Cartagena seguirá siendo una ciudad partida: la que lucra con lo negro, pero desprecia al negro. Y mientras eso no cambie, ninguna campaña turística ni ningún festival multicultural podrá esconder la injusticia de fondo.

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