𝐄𝐬𝐭𝐚 𝐜𝐚𝐧𝐜𝐢𝐨́𝐧 𝐭𝐢𝐞𝐧𝐞 𝐦𝐚́𝐬 𝐝𝐞 𝟔𝟎 𝐚𝐧̃𝐨𝐬 𝐝𝐞 𝐡𝐚𝐛𝐞𝐫 𝐬𝐢𝐝𝐨 𝐩𝐮𝐛𝐥𝐢𝐜𝐚𝐝𝐚 𝐩𝐨𝐫 𝐥𝐚 𝐝𝐢𝐬𝐪𝐮𝐞𝐫𝐚 𝐅𝐮𝐞𝐧𝐭𝐞𝐬, 𝐲 𝐧𝐨 𝐝𝐞𝐣𝐚 𝐝𝐞 𝐬𝐞𝐫 𝐢𝐧𝐜𝐥𝐮𝐢𝐝𝐚 𝐞𝐧 𝐚𝐧𝐭𝐨𝐥𝐨𝐠𝐢́𝐚𝐬 𝐥𝐞𝐠𝐚𝐥𝐞𝐬 𝐲 𝐩𝐢𝐫𝐚𝐭𝐚𝐬, 𝐜𝐨𝐦𝐨 𝐩𝐚𝐫𝐭𝐞 𝐝𝐞 𝐥𝐚 𝐫𝐮𝐦𝐛𝐚 𝐜𝐨𝐬𝐭𝐞𝐧̃𝐚.
Rubén Darío Álvarez Pacheco, muchachon@rinconguapo.com
Al acordeonista y cantante Rafael Cabeza me le encontré varias veces en la vieja sede de la Sociedad de Autores y Compositores de Colombia, (Sayco), pero lo único que sabía de él era que había compuesto, interpretado y grabado la canción “El songo sorongo”, que, para ese momento, tenía unos 34 años de haber sido publicada.
Incluso, recuerdo que, cuando yo estaba pequeño, mi mamá me decía que esa canción sonaba mucho en los picós del barrio Chambacú, donde la mayoría de los habitantes eran amantes de la música antillana, teniendo como ídolo principal al conjunto cubano La sonora matancera.
Llegados los finales del siglo XX, en pleno apogeo del disco compacto, noté que en varias antologías piratas de música salsa incluían dos canciones de mucha tradición en Cartagena popular: “Las cosas de Goya”, de Julián Machado y Lucho Pérez; y “El songo sorongo”, de Rafael Cabeza.
En un principio, me parecía que no cuadraban en ese entorno afroantillano, pero después alguien me explicó que las incluían porque hacían parte de las nostalgias rumberas de las décadas 50 y 60, aunque aparentemente nada tuvieran que ver con el golpe de la música afrocubana.
Pues bien, hace unos días mi compadre el pianista cartagenero, Jorge “El Fósforo” Gómez, me comentó que una agremiación de músicos que él preside está planeando una serie de homenajes para artistas legendarios de Cartagena y Bolívar, entre los cuales está Rafael Cabeza, por lo cual no sería tan mala idea hacerle una entrevista, para que los instrumentistas, cantantes, compositores y productores de las nuevas generaciones sepan de quién se trata.
Me pareció buena la recomendación, además de que yo también, desde hacía cierto tiempo, quería despejar algunas inquietudes que tenía sobre “El songo sorongo”. Entonces, me conseguí los números telefónicos del maestro Cabeza, quien me respondió que me esperaba en la calle Primero de Mayo, del barrio El Líbano, zona suroriental de Cartagena.
Lo encontré aguardándome en la terraza de la vivienda, que está construida sobre un terreno tan extenso que le permite disponer de un garaje, una sala amplia, al igual que la cocina; y un patio embaldosado, con suficiente espacio como para albergar al fondo un pequeño apartamento, mesas, sillas, máquinas biosaludables, cuadros con recortes de periódicos y jaulas con loros y pájaros de un trinar ensordecedor.
A pesar del clima fluctuante de estos días, el patio es acogedor y fresco. Allí nos sentamos a conversar, pero primero le hice un video ejecutando el acordeón, cantando el “Songo sorongo” y explicando cómo se le ocurrió componer la renombrada pieza musical. Luego, cuando estaba registrando su voz en mi grabadora radial, me regañó porque le pedí que explicara nuevamente el origen de su famosa charanga (él la define así).
—¿Otra vez? —me preguntó— ¡Carajo, ya eso es demasiado!
Le expliqué que el video era para la página web Rincón Guapo y que la grabación que estábamos haciendo ahora era para el programa radial Música del patio, de la emisora de la Universidad de Cartagena.
—Ah, bueno —accedió—, pero antes de que te vayas me dejas escrito tu nombre completo, tu número de teléfono, tu página de internet y tu emisora, para tener claro quién chorizos eres tú.
Al final de la entrevista le entregué mis datos, ante lo cual me habló en un tono más paternal.
—Lo que pasa —explicó— es que por aquí vienen muchos a entrevistarme, pero nunca veo esas publicaciones en ninguna parte. Nunca más vuelven ni me llaman. El otro día vinieron unos mexicanos diciendo que el “Songo sorongo” está pegado en su tierra, pero ni más he sabido de ellos.
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Rafael Cabeza nació en el municipio de Turbaco (norte de Bolívar), específicamente en una parcela de lo que hoy es la urbanización Plan Parejo. Es el mayor de los hijos del matrimonio conformado por Fernando Cabeza Castro y Blanca Ortiz Marrugo, quienes lo trajeron al mundo el 15 de octubre de 1941.
—Escribe bien mi apellido —me advierte—: es “Cabeza”, no “Cabezas”, como me ponen siempre. Está bien que yo tengo dos cabezas: la de arriba y la de abajo. Pero el apellido es “Cabeza”.
Proseguimos. Me dice que su nombre completo es Rafael Enrique Cabeza Ortiz y que, al momento de esta entrevista, tiene 84 años de haber nacido con la música en la sangre. Nadie le enseñó a tocar la guacharaca y la caja. Sólo recuerda que tenía siete años cuando de pronto se le dio por acompañar las canciones que oía en la radio, a la vez que también le hacía la vale a su tío Juan Manuel Torres Marrugo, quien tenía un acordeón de un solo teclado, con el que amenizaba las fiestas y las parrandas que tenían lugar casi todos los fines de semana en el caserío.
Pero llegó el momento en que Rafael había progresado tanto en el toque de la caja y la guacharaca, que pronto empezó a inquietarlo ese instrumento rizado que el tío guardaba en un baúl de madera cuando se iba a trabajar.
Aprendió a tocarlo gracias a María Mercedes Marrugo Marrugo, su abuela materna, quien esperaba que el tío se ausentara, sacaba el instrumento y se lo daba al nieto, hasta que un día el propietario se percató del atrevimiento, porque encontró el acordeón manchado con hilachas de mango maduro, hecho que generó una discusión con la abuela, quien no le prestó mucha atención al incidente.
Cualquier sábado, el tío fue contratado en una parcela vecina para amenizar una fiesta, donde había comida suficiente, pero, al parecer, el acordeonista se concentró más en la ingesta de ñeque, lo que generó que cayera rendido en pleno apogeo del convite, por lo que hubo que acostarlo en un catre para que reposara la rasca.
“La parranda se enfrió enseguida —recuerda Rafael—. Pero, cuando vi el acordeón cerrado en una mesa, lo cogí y me puse a ejecutarlo. El cajero se me unió y después apareció un espontáneo que sabía tocar la guacharaca. Eso hizo que la gente se levantara y comenzara a bailar de nuevo”.
La juerga continuó imparable, porque los bailadores pedían una canción tras otra, puesto que no contaban con que Rafael tenía ganas de cerrar el acordeón ante el temor de que su tío despertara de un momento a otro y le halara el cerquillo por arbitrario. Y efectivamente, el tío se levantó intempestivamente, pero a integrarse al maremágnum del bailoteo e indiferente ante la necedad del sobrino, quien respiró aliviado cuando entendió que podía seguir tocando hasta que se le entumecieran los dedos.
“De ahí en adelante —asegura— la gente contrataba a mi tío, pero para que tocara y cantara yo, porque tenía más swing”.
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Rafael tenía 10 años cuando su mamá resolvió radicarse en Cartagena, específicamente en el barrio Boston, en un sector que el acordeonista suele identificar como “Las 24 accesorias”. De esa época recuerda haber visto a un grupo de trabajadores desinstalando la vía férrea del tren Cartagena-Calamar, mientras él salía todas las mañanas a vender periódicos, billetes de lotería y panes de diferentes sabores.
De 6 de la tarde a 8:30 de la noche debía asistir a la escuela Santo Tomás de Aquino, que funcionaba en el barrio María Auxiliadora y donde estuvo hasta quinto de primaria, porque un fuego interior le decía que se dedicara enteramente a la música.
Fue entonces cuando su mamá habló con uno de los jefes de las cuadrillas constructoras que ya estaban trazando la avenida Pedro de Heredia, para que le concediera un cupo laboral. Empezó como asistente de los ingenieros y terminó como operador de maquinarias.
Al mismo tiempo se iba relacionando con los músicos populares emergentes, y fue así como se conoció con un hijo del saxofonista Rufo Garrido, quien le ofreció en venta un acordeón de tres teclados por cuarenta centavos. Rafael fue ahorrando periódicamente hasta que completó la cifra e inició una nueva etapa en su incipiente vida musical.
Mientras se hacía diestro en las tres hileras del nuevo acordeón, se conoció con el guitarrista, violinista y cantante Julián Machado, de quien le impresionó la sabrosura con que manejaba las cuerdas e insuflaba aire a la armónica.
“Ahí mismo me entró la ventolera de comprarme una violina, con la que aprendí a sacar las melodías de Luis Enrique Martínez, Calixto Ochoa, Alejo Durán, La sonora matancera, José Alfredo Jiménez, Antonio Aguilar y todo lo que me llamara la atención”, rememora el acordeonista, quien más adelante abandonó la violina cuando se percató de que con el acordeón no podía (y vaya a saberse por qué) sacar los tonos que sí obtenía con aquella.
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Ya había cumplido los 15 años cuando logró organizar un conjunto con el que se presentaba todos los sábados en el bar-restaurante El Tabarín, del sector Bazurto, en el barrio Pie de la Popa.
En ese espacio tenía la oportunidad de relacionarse con los buenos artistas de la ciudad y de ofrecer sus servicios a las personas que iban buscando grupos musicales para amenizar fiestas y cualquier otro tipo de celebración.
“Un sábado de esos —relata— se presentó un tipo que necesitaba un conjunto para amenizar su matrimonio. Nos citó para el sábado siguiente en el barrio Martínez Martelo, que en ese tiempo estaba compuesto por casas de madera con techo de cinc. Esa vez me tocó interpretar el vals; y después, todo el repertorio fiestero que me sabía. En la mañana, al novio se le veía muy borracho y un poco necio. De pronto, desde la sala vimos que al patio llegó una muchacha envuelta en una toalla. Era una exnovia del recién casado. El tipo apenas la vio corrió a abrazarla, pero ella lo empujó diciéndole, ‘respete que ya usted está casado’. En ese forcejeo, el hombre se resbaló y cayó en un corral lleno de cerdos y fango. Pero cuando fuimos a sacarlo, oímos que decía: ‘yo lo que quiero es bailar, porque estoy songo sorongo’. Esa fue la primera vez que escuché esa palabra, pero no le sabía el significado. Uno de los presentes me explicó que significaba estar sabroso por el trago, animado, etc. Entonces, dije: ‘Ah, bueno, cuando me case también me voy a dar una pea como la del tipo ese, para ponerme songo sorongo. Y a los nueves meses, mi esposa tendrá un songo soronguito”.
Para ese momento agudizó aún más su afición a sacar en el acordeón las melodías que se ponían de moda en la ciudad. Una de esas fue el arreglo intermedio de la canción “Oriente”, de Joe Cuba y su sexteto. Precisamente, fue practicando ese fragmento cuando se le ocurrió una melodía que podría servirle para un estribillo.
“No sé por qué, pero enseguida se me vino a la mente el pasaje del novio borracho de Martínez Martelo y me puse a cantar: ‘songo sorongo, ya ves; el ritmo movido, el ritmo sabroso, para gozar. Sorongo, ay, que songo y songo, sorongongo, ya ves…” Lo demás fue hacerle las tres estrofas y usar el mismo arreglo de Joe Cuba, para la introducción y para el puente. Claro está, algo fundamental que tiene la canción es el coro, porque la hace sentir más sabrosa”.
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Ya había cumplido los 21 años de edad cuando su conjunto era uno de los más aplaudidos y solicitados de la Heladería Cartagena, al lado del Teatro Cartagena, en el barrio Getsemaní. En ese sitio no sólo se reunían los grupos locales sino también los de las zonas rurales de Bolívar y de otras ciudades de la Costa.
A esas alturas, Rafael ya tenía claro que lo suyo era la música afroantillana, de manera que ya se sabía al dedillo las guarachas de Aníbal Velásquez, las de los hermanos Román, las charangas de Calixto Ochoa y los paseboles de Alfredo Gutiérrez.
Cualquier fin de semana el compositor Alberto Morales se presentó en la Heladería Cartagena, en busca del conjunto de Cabeza.
“Me dijo que en los estudios de la disquera Fuentes, en el barrio Manga, estaban necesitando un conjunto bien acoplado como el mío, porque pretendían grabar un long play variado de música folclórica costeña, pero los acompañantes que tenían eran diestros para la parranda, pero no para la grabación. Enseguida aproveché y le comuniqué que yo tenía una canción con sello de éxito, que si podíamos grabarla también. Pero me dijo que sí, como por salir del paso; y nos citó para el lunes”.
Rafael y su grupo, afiebrados y ansiosos, llegaron al estudio a las 7 de la mañana, mientras que Alberto Morales y Lucho Arrieta, los protagonistas de la grabación, llegaron a las 10, pero iniciaron actividades de inmediato.
“Morales y Arrieta avanzaron en su grabación, pero siempre que les preguntaba que cuando grabaría yo, me aplazaban. ‘Cálmate, ahora grabas’, me decían, pero no me definían una hora precisa. Hasta que me emberraqué y los amenacé con llevarme el conjunto. Y así fue como me dejaron entrar al estudio”.
El long play en cuestión se publicó en 1962, pero no incluyó el “Songo sorongo”, que fue editado en un disco de 45 r.p.m. destinado únicamente al mercado discográfico del interior del país, algo de lo cual se enteró Rafael Cabeza tres años después, cuando lo contrataron en la población de Turbo (Antioquia) y encontró que su canción estaba batiendo récord de sintonía en las emisoras y establecimientos de diversión.
“Cuando regresamos a Cartagena, todo el que me veía me saludaba así: ‘ajá, songo sorongo’. Pero era porque alguien se trajo el disco y lo puso en un picó; y de ese picó saltó a las emisoras, hasta que se convirtió en un batazo en todas partes. Después, vi que la disquera lo enviaba a Cartagena en un 78 r.p.m.; y, por último, lo incluyeron en el long play ‘14 cañonazos bailables”.
Siete años después, Ricardo Ray y Boby Cruz retomaron la palabra mediante la canción “Colorín colorao”, que hace parte del álbum “Viva Ricardo”. En la segunda estrofa de dicha pieza, Boby Cruz expresa esta animación: “baila, sorongo”. Y más adelante el coro repite: “sorongongo que no nosotros nos vamos…”. Pero se desconoce qué significado tiene en el ambiente salsero.
En su teléfono celular el maestro Cabeza guarda celosamente una nueva versión del “Songo sorongo”, pero en forma de alabanza cristiana, que espera pronto subir a todas las plataformas digitales.
Y advierte que todavía sigue practicando el acordeón, como cuando el tío Juan Manuel le halaba el cerquillo, “ya que la música nunca se termina de aprender”, opina.
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𝐒𝐨𝐧𝐠𝐨 𝐬𝐨𝐫𝐨𝐧𝐠𝐨
1
Soltero voy a morir
y me exigen matrimonio.
Yo lo que me hago es reír
y me pongo songo sorongo, ya ves.
Songo sorongo,
el ritmo movido.
Songo sorongo,
el ritmo sabroso.
Songo sorongo,
para gozar.
Songo sorongo.
Sorongo, ay, que songo y songo
Songo sorongo.
Sorongongo, ya ves…
2
Me ha gustado vacilar
Y las mujeres son el demonio
El día que me hagan casar
Yo me pongo songo sorongo, ya ves…
3
Rafael Cabeza se casa
y lo ameniza son conjuntico,
y a los nueve meses la esposa
ya tiene un songo soronguito, ya ves…