𝐔𝐧 𝐝𝐞𝐛𝐚𝐭𝐞 𝐝𝐞 𝐥𝐚𝐫𝐠𝐨 𝐚𝐥𝐢𝐞𝐧𝐭𝐨 𝐬𝐞 𝐚𝐛𝐫𝐢𝐨́ 𝐞𝐧 𝐀𝐫𝐠𝐞𝐧𝐭𝐢𝐧𝐚 𝐜𝐨𝐧 𝐞𝐥 𝐚𝐬𝐞𝐬𝐢𝐧𝐚𝐭𝐨 𝐝𝐞 𝐭𝐫𝐞𝐬 𝐜𝐡𝐢𝐜𝐚𝐬, 𝐜𝐮𝐲𝐨𝐬 𝐡𝐨𝐫𝐫𝐨𝐫𝐞𝐬 𝐟𝐮𝐞𝐫𝐨𝐧 𝐭𝐫𝐚𝐧𝐬𝐦𝐢𝐭𝐢𝐝𝐨𝐬 𝐞𝐧 𝐝𝐢𝐫𝐞𝐜𝐭𝐨 𝐩𝐨𝐫 𝐈𝐧𝐬𝐭𝐚𝐠𝐫𝐚𝐦, 𝐬𝐢𝐧 𝐪𝐮𝐞 𝐥𝐚 𝐩𝐥𝐚𝐭𝐚𝐟𝐨𝐫𝐦𝐚 𝐛𝐥𝐨𝐪𝐮𝐞𝐚𝐫𝐚 𝐞𝐥 𝐚𝐜𝐭𝐨.
Rubén Darío Álvarez Pacheco, muchachon@rinconguapo.com
Hace un par de años me encontré con la sorpresa de que Facebook me había bloqueado por un supuesto “comentario inapropiado”. Y con amenaza incluida: si reincidía, me cerraban la cuenta de manera definitiva.
Confieso que me inquieté, aunque en los días subsiguientes vi cosas mucho peores, como mensajes violentos, fotos y videos de un calibre espeluznante, pero sin advertencias ni sanciones. Lo mismo contaban otros usuarios que habían sido bloqueados por nimiedades, mientras circulaban impunes publicaciones con un filo mucho más grave.
Ese recuerdo me regresó de inmediato cuando supe el caso de Argentina, donde un grupo de forajidos no sólo torturó y asesinó a tres chicas sino que también transmitió el hecho en directo por Instagram. Cuarenta y cinco espectadores estuvieron ahí, mirando la masacre sin que nadie detuviera la emisión.
Me puse a buscar todas las noticias relacionadas y a debatir con varios colegas, y las preguntas surgen solas: ¿qué responsabilidad tienen las plataformas cuando el crimen se convierte en espectáculo? ¿Acaso el algoritmo detecta más rápido un pezón que un asesinato?

Las reacciones también son múltiples: algunos acusan a Instagram de complicidad por omisión. Otros alegan que es imposible frenar una transmisión privada en tiempo real. Y hay quienes recuerdan que el bandido necesita show, que su poder se mide también en miedo. ¿Y qué mejor vitrina que una red social donde se mezclan lo banal y lo criminal?
Pero el asunto va más allá. Hubo decenas de testigos en vivo, pero nadie interrumpió, nadie denunció, nadie cerró la ventana con repulsión. ¿Qué dice eso de nosotros? ¿Morbo? ¿Miedo? ¿O simple costumbre de consumir lo extremo como si fuera parte del menú?
Mirar sin actuar es concederle al hampón su triunfo: demostrar que puede hacer lo que quiera, transmitirlo a un público y salir impune.
Las redes se han convertido en un teatro siniestro, un escenario donde lo que antes se murmuraba a escondidas ahora se expone en alta definición y en directo. Es decir, el hampa ya no necesita clandestinidad: ahora tiene las redes sociales a su servicio.
La discusión legal es inevitable. ¿Debe el Estado obligar a Meta (propietaria de Instagram) a intervenir en transmisiones privadas? ¿O eso abriría la puerta a un “Gran Hermano” digital que vigile nuestras conversaciones íntimas? Como dijo un fiscal argentino: “Si pedimos vigilancia total, hipotecamos la democracia. Si no pedimos nada, dejamos a la criminalidad con micrófono abierto”.
Unos apuestan a que la solución está en la denuncia ciudadana, que sea la propia comunidad la que corte la señal, cosa que suena bien, pero ¿quién se atreve a denunciar sabiendo que el que transmite es un gánster capaz de ubicarlo en minutos?
Otros hablan de inteligencia artificial avanzada, capaz de reconocer violencia extrema en vivo y de apagar la transmisión. Pero esa misma herramienta podría usarse para silenciar protestas legítimas o voces incómodas.
Los colectivos feministas lo dicen sin rodeos: este caso no es sólo tráfico ilegal, es violencia machista y culturalmente impune. Las víctimas eran jóvenes, vulnerables, atrapadas en una red que no les ofreció salida sino trampa.
Las opiniones siguen divididas: unos piden mano dura contra las plataformas; otros, regulación cuidadosa y educación digital. Lo que queda claro es que el eco del crimen no se apaga y obliga a replantear las reglas del juego.
No es la primera vez que el crimen organizado usa Internet como megáfono, pero sí una de las pocas en que lo hace en vivo, en directo y frente a ojos que no se espantan. Eso marca un antes y un después.
Alguien escribió alguna vez que “el capitalismo no teme al crimen sino al aburrimiento”; y en redes sociales, el aburrimiento es el enemigo letal. Tal vez por eso el crimen encontró allí su escenario, porque sabe que lo extremo vende; y nada vende más que el miedo.

Al final, lo que está en juego no es sólo seguridad digital ni privacidad. Es la pregunta de siempre: ¿qué sociedad queremos ser cuando el horror se convierte en espectáculo? ¿Seguiremos como espectadores pasivos, deslizando pantallas o nos atreveremos a incomodarnos, a reaccionar? Porque lo peor que nos puede pasar es que un asesinato transmitido en vivo se reduzca a otro “me gusta”, que el horror se mezcle con la rutina digital y se vuelva apenas una anécdota más del infinito deslizar de pantalla.
La verdadera pregunta no es si Instagram falló. La pregunta es si nosotros, como sociedad, seguiremos mirando en silencio mientras la delincuencia hace streaming del horror.