𝐋𝐨𝐬 𝐝𝐞𝐯𝐨𝐭𝐨𝐬 𝐩𝐨𝐛𝐫𝐞𝐬 𝐝𝐞 𝐕𝐞𝐧𝐞𝐳𝐮𝐞𝐥𝐚 𝐲 𝐂𝐨𝐥𝐨𝐦𝐛𝐢𝐚 𝐞𝐬𝐭𝐚́𝐧 𝐜𝐞𝐥𝐞𝐛𝐫𝐚𝐧𝐝𝐨 𝐞𝐬𝐭𝐚 𝐜𝐚𝐧𝐨𝐧𝐢𝐳𝐚𝐜𝐢𝐨́𝐧. 𝐏𝐞𝐫𝐨 𝐥𝐨 𝐜𝐢𝐞𝐫𝐭𝐨 𝐞𝐬 𝐪𝐮𝐞 𝐞𝐥𝐥𝐨𝐬, 𝐦𝐞𝐝𝐢𝐚𝐧𝐭𝐞 𝐞𝐥 𝐩𝐫𝐨𝐟𝐮𝐧𝐝𝐨 𝐟𝐞𝐫𝐯𝐨𝐫 𝐠𝐞𝐧𝐞𝐫𝐚𝐝𝐨 𝐩𝐨𝐫 𝐥𝐨𝐬 𝐦𝐢𝐥𝐚𝐠𝐫𝐨𝐬, 𝐲𝐚 𝐥𝐞 𝐡𝐚𝐛𝐢́𝐚𝐧 𝐨𝐭𝐨𝐫𝐠𝐚𝐝𝐨 𝐞𝐬𝐚 𝐜𝐚𝐭𝐞𝐠𝐨𝐫𝐢́𝐚 𝐦𝐮𝐜𝐡𝐨𝐬 𝐚𝐧̃𝐨𝐬 𝐚𝐭𝐫𝐚́𝐬.
Rubén Darío Álvarez Pacheco, muchachon@rinconguapo.com
A mediados de los años ochenta, Olga Ramos Peñalosa, la esposa de mi tío Juan Tomás Mercado López, me contó que el médico venezolano San José Gregorio Hernández Cisneros la había operado de una hernia umbilical.
El episodio acaeció en la ciudad de Barranquilla cuando ella tenía unos 16 años, edad en la cual ya se destacaba como una joven fornida y resistente para los oficios domésticos. Pero, de un momento a otro, comenzó a padecer molestias en su vientre, motivo por el cual varios médicos conceptuaron que necesitaba ser ingresada al quirófano, pues, al parecer, no había otra manera de erradicar definitivamente ese impasse de salud, que podría agravarse en cualquier momento.
Olguita —como le decíamos sus parientes putativos—, y pese a la insistencia de su padre y sus hermanos mayores, siempre se negó a dejarse intervenir, puesto que le parecía que, en cuanto la acostaran en la mesa de operaciones, se iría al otro mundo sin ni siquiera haber probado las mieles de una noche íntima, bajo la masculinidad del hombre que ella escogiera como pareja.
Mientras tanto, una tía le preparaba brebajes caseros, los cuales ella ingería en cuanto se sentía las molestias propias de una hernia, pero al mismo tiempo asistía a unas novenas que se realizaban en un barrio vecino en honor de San Gregorio, y como una manera de pedir que el espíritu del galeno venezolano aliviara los padecimientos de algún enfermo invariablemente pobre.
Olguita iba con sus hermanas y amigas a las novenas de marras, en las cuales, a pesar de la penumbra, se divisaban pacientes con afecciones físicas visibles y otras no tan evidentes, pero todos participaban con el mismo propósito: que San Gregorio aplicara en ellos su terapéutica de ultratumba.

Pero lo cierto es que Olguita fue franca al confesarme que jamás vio a nadie curado ni recién operado por el santo isnotuense, mas sí escuchaba comentarios callejeros, según los cuales varios creyentes habían recuperado la vista, superado un cáncer, una impotencia o desarreglos menstruales, entre otros padecimientos conocidos o desconocidos.
Así que ella también comenzó a rezarle con fervor a San Gregorio, creyendo que durante alguna madrugada lo vería al lado de su cama con el mismo sombrero, la corbata y la chaqueta que lucía en los cuadros que vendían en los almacenes del mercado o que ofrecían los cachacos cacharreros de puerta en puerta y bajo la canícula despiadada del río Magdalena.
Pero nada de eso. Sencillamente, Olguita, cualquier día, amaneció con la bata de dormir levantada hasta el inicio de los senos y la pantaleta levemente bajada, casi mostrando sus pelos más secretos. En medio de ambas prendas, en plena barriga, se veía la brillantez de un linimento que exhalaba un penetrante aroma a rosas.
“De una vez la casa se llenó de gente —recordó—, porque ese olor era reconocido por varias señoras mayores que vivían en mi calle. Una de ellas salió gritando: ¡milagro, milagro, San Gregorio operó a Olga, la hija de Mariano Ramos, milagro, milagro! Y yo con una tremenda pena, porque hasta los hombres entraron a verme la barriga, y mis hermanas me ponían unos trapos para que no me vieran mis partes”.
A la semana siguiente la llevaron nuevamente al médico, quien ordenó los exámenes correspondientes, cuyos resultados arrojaron que la hernia umbilical efectivamente había desaparecido. Pero los científicos, orgullosamente escépticos como siempre, afirmaron que, a lo mejor, se trataba de un diagnóstico equivocado, que tal vez nunca hubo hernia sino cualquier otra afección pasajera, que provocaba molestias similares a una inflamación de ese tipo.
Pero Olguita sí estaba convencida de que había sido la mano poderosa de San Gregorio la que había obrado por su curación definitiva. Sin embargo, reconocía que en los años subsiguientes nunca vio ni escuchó el testimonio de alguien que, como ella, hubiera sido curado por el espíritu galeno. Incluso, más de una vez puso en manos de San Gregorio las enfermedades de sus hijos, pero aquel nunca apareció ni para decir “esta boca es mía”.
Cambiemos de escenario
Yo estaba muy pequeño aún, pero recuerdo claramente que en casi todas las viviendas de los barrios Santa María y Getsemaní, de Cartagena, estaba colgado el cuadro decimonónico de San Gregorio: al fondo de la pintura se veían unas montañas entre blancas y verdes. Un poco más adelante, al pie de esas mismas elevaciones, se divisaban unas edificaciones antiguas de color blanco y techos rojos cónicamente puntiagudos. Más adelante, en segundo plano, se notaba la presencia de una persona vestida de blanco, al parecer con una bata hospitalaria, un gorro también blanco y un tapaboca del mismo color.
Ese personaje inmaculado estaba parado delante de un hombre acostado sobre una cama de paja amarilla, descamisado, cubierto hasta la cintura con una sábana blanca y con el brazo izquierdo caído hacia el suelo, mientras que el brazo derecho no se le divisaba muy bien, por lo que durante muchos años creí que el paciente era manco y que de pronto era esa amputación lo que le estaba atendiendo el hombre de blanco.
En primer plano, y claramente identificado, estaba el doctor José Gregorio, ataviado con sombrero, bigote corto, corbata, saco y pantalón, todo negro, menos la camisa que asomaba por debajo del traje, aunque la corbata solía cambiar de color de un cuadro a otro: unas veces aparecía de azul suave y otras veces salía oscura.
Por esos años tempraneros, la única información que yo tenía sobre San Gregorio era eso que acabo de describir: la proliferación de sus cuadros en las zonas populares de Cartagena y las conversaciones de mis mayores hablando de que el médico era venezolano y que curaba a los pacientes que no tenían dinero para hacerse un tratamiento efectivo con que erradicar sus achaques.
La primera persona que me habló de su muerte fue mi abuela materna Rosa Orellano Moreno: “A San Gregorio lo mató un tranvía”, fue la única frase que me dijo, sin que me quedara muy claro qué era un tranvía ni cómo había ocurrido ese percance.
Unos cincos años después, ya viviendo en el barrio El Socorro, fui con mi pandilla de callejeros a una vivienda de la manzana 12 donde se estaba realizando una novena a San Gregorio. La casa estaba semi oscura, herida apenas por la luz movediza de un par de velas de cera y en un profundo silencio que sólo era cortado por la voz senil de alguna mujer cuya cara no recuerdo haber visto.

El caso es que tampoco recuerdo en qué terminó la novena, ni por la salud de quién estaban rezando, porque uno de los organizadores de la velada nos expulsó, después de que el local fue invadido no por el olor a rosas del santo, sino por un sofocante hedor a pedo, que todos los mayores supusieron había salido de los intestinos de mi pandilla (a pesar de que ni siquiera sonó), pero sí provocó las risas de mis compañeros y la consiguiente reacción airada de los creyentes.
A mediados de la década de los 80, cuando ya había escuchado el relato de Olguita Ramos Peñalosa y su hernia extirpada en el quirófano del plano espiritual, memoricé un pasaje de “Cien años de soledad”, donde Fernanda del Carpio, la esposa de Aureliano Segundo, sufría una indisposición interna (intuyo que en su aparato reproductivo), pero ella se negaba a ponerse en manos de los médicos del para entonces desvencijado Macondo, dado que eso la obligaría a hablar de temas que le parecían tan íntimos que jamás saldrían de su boca hacia los oídos de un extraño. Tales eran sus ínfulas de reina paramuna.
Entonces, decidió escribirles cartas a los médicos invisibles, pero (como buena cachaca) no era capaz de llamar las cosas por su nombre, de modo que los tales galenos intangibles no entendieron la queja y cualquier día la paciente amaneció con una raja bárbara en la barriga, suturada con hilos y nudos que hasta a ella misma le horrorizaban la visión. Me pregunto si uno de esos médicos invisibles no sería San Gregorio.
Ahora recuerdo que en diciembre de 1976, a propósito del cumpleaños de mi tía Aura María Álvarez Quesada, llegó a la casa de mi abuelo José el segundo long play del conjunto de acordeón El binomio de oro, cuyo último corte era un merengue de Héctor Zuleta titulado “Los santos y yo”, cuya primera estrofa decía: “San José Gregorio Hernández/me mandó un marconi urgente/y me pide que le mande/medicinas pa’ un paciente/Ese santo, que es doctor/que del cielo me ha encargao/que le mande esparadrapo, mertiolate y algodón/que San Pedro maromeando se cayó y se escalabró”.
En 1985 la empresa fonográfica Felito Récord publicó el LP “De nuevo Los Macajaneros, la Niña Emilia, Alfredo Gutiérrez y Emilio Ahumada”.
El primer corte de dicha producción (un paseo vallenato, para más señas) se titula “San Gregorio”, bajo la autoría e interpretación de Juana Emilia Herrera García, “La niña Emilia”: “San José Gregorio Hernández/el que cura sin remedio/ como él me dio ese milagro/admiración pa’ mi pueblo”.
El milagro al que se refería la canción, según Dolores Pacheco, mi mamá, (y prima de la cantadora) era la curación de Emilia, después de dos años de estar en cama con un problema de salud del que a pocos comentaba su naturaleza. Parece entonces que ella también asistió u organizó las famosas novenas semioscuras y con olores a rosas, donde la gente se iluminaba de fervor para que el escalpelo del venezolano restableciera los organismos adoloridos.
A propósito de esos aromas a rosas, allá en las alturas del barrio Lo Amador la señora Ubaldina Caleño me contó que en Guaranda, el municipio sucreño donde ella nació, durante su juventud asistió a varios velatorios para invocar el concurso de San Gregorio en la curación de algún campesino pobre. “Sí, mijo —me ratificó—, eso es cierto. Ese olor a rosas no es leyenda. Por lo menos, yo recuerdo cuando íbamos a las novenas y rezábamos frente a una mesa cubierta de blanco, donde había un cuadro grande del santo, dos velas y unas flores. Después de varias horas rezando, se sabía que el santo había llegado, porque todos olíamos ese rico, sabroso, olor a rosas, que se quedaba pegado en la ropa por muchos días. Varias veces oí que, después de las novenas, una o tres personas amanecían curadas de enfermedades que llevaban mucho tiempo sufriendo y que los médicos no habían podido con ellas”.
En más de una ocasión escuché hablar de “El alcohol de San Gregorio”, una sustancia que, supuestamente, tenía poderes curativos contra la fiebre, el dolor de cabeza, los dolores musculares, los desarreglos intestinales, etc. Nunca conocí ese líquido sanador, pero Isbel Cardona Pimientel, mi esposa, sí lo presenció de cerca, porque cuando vivía en la urbanización Villa Rosita tuvo de vecina a una familia santandereana tan devota de San Gregorio que tenía una repisa donde dejaban todos los días un vaso con agua y una botella de alcohol. Al día siguiente, y de manera inexplicable, amanecía una pastilla diminuta que disolvían en el alcohol, para uso externo; o en el agua, para ingerirlo. Y las curaciones eran reales.
Ahora hablemos de la muerte
Viviendo en Barranquilla, durante la década de los noventa, vi por televisión un docudrama que recreaba la vida de San Gregorio. Me impactó, en primera instancia, que el actor que lo encarnó era bastante parecido a la imagen que colgaban en las paredes de las casas de Santa María; y a las estatuillas que ponían en repisas de madera acompañadas de una vela blanca o amarilla. De acuerdo con la actuación del personaje, parece que el joven José Gregorio era de espíritu alegre y servicial.
Precisamente, estaba entusiasmado con descubrir cuál era el origen del mal de una de sus pacientes, cuando iba por la calle con las muestras orgánicas en un frasquito que protegía con una de sus manos. Con esa misma alegría y desprevención, intentó cruzar la calle, cuando de pronto se le apareció un carro que medio lo tropezó y lo tumbó. Gran parte de su cuerpo cayó en la carretera, pero su cabeza se estrelló contra el bordillo, lo que le produjo una fractura craneal desde donde le sobrevino la muerte.
Por la misma época del docudrama, salió al mercado editorial la trilogía “Memoria del fuego”, del escritor uruguayo Eduardo Galeano, quien dedicó el tomo número tres al siglo veinte. Lo tituló “El siglo del viento”. Allí, en la página 293, está un fragmento titulado “José Gregorio”, que dice lo siguiente:
“Es casto de toda castidad el secretario blanco de María Lionza. El doctor José Gregorio Hernández no ha cedido jamás a las tentaciones de la carne. Todas las mujeres que se le arrimaron en actitud insinuante, fueron a parar al convento, arrepentidas, bañadas en lágrimas. Invicto acabó sus días, en 1919, el virtuoso Médico de los Pobres, el Apóstol de la Medicina, cuando su nunca mancillado cuerpo fue aplastado sin clemencia por uno de los dos o tres automóviles que en aquellos tiempos felices recorrían Caracas a paso de tortuga. Después de la muerte, las manos milagrosas de José Gregorio han continuado recetando remedios y operando enfermos.
En el santuario de María Lionza, José Gregorio se ocupa de los asuntos de salud pública. Nunca ha dejado de acudir desde el Más Allá, al llamado de los sufrientes, el único santo de corbata y sombrero que en el mundo ha sido”.

Cambiemos de escenario
Con el siglo 21 llegaron el internet, las redes sociales, las plataformas de cine en casa y el Youtube, donde hay un documental muy bueno, hecho con inteligencia artificial y titulado “La historia completa de José Gregorio Hernández”. El documento comprueba que Galeano exageró con decir que lo aplastaron. Además, también se ve que el médico fue imprudente al cruzar la calle que carecía de semáforos y señales de tránsito como las actuales, porque intentó cruzar detrás de un tranvía estacionado y sin mirar hacia ninguna parte. El conductor del carro no lo vio y lo empujó varios metros hacía la acera de la fatalidad. Incluso, en el mismo Youtube hay una entrevista con el anciano Fernando Bustamante, el hombre que atropelló a San Gregorio.
Pero en este octubre de 2025 muchos nos llevamos la sorpresa de saber que José Gregorio Hernández Cisneros no era santo sino que la devoción popular, y los milagros que le atribuyen, lo elevaron a esa categoría, que ahora viene a ser oficializada por el Vaticano. En efecto, en algunos de los cuadros que conocí, cuando estaba pequeño, aparecía la inscripción: “José Gregorio Hernández, siervo de Dios”. Pero no decía que era santo. Lo era para la gente que oía decir que en vida fue un ser extremadamente bondadoso y fiel creyente de la iglesia católica.
También recuerdo que acá en Colombia, específicamente en la Región Caribe, nunca se le relacionó con María Lionza, como dice Eduardo Galeano. Más bien se le relacionaba con divinidades católicas, como lo dice Crispín Rodríguez en su merengue vallenato “Bello Castillo”:
“José Gregorio será el doctor/que la visite cuando esté enferma/Para que nunca haya confusión/la Virgen María será la enfermera”. Quizás por eso, San Gregorio sigue siendo el médico de cabecera de los desposeídos, porque cura con fe y no con bisturí. Para la muestra, un botón: aun sin canonizar, ya era santo en la memoria de quienes olieron el perfume de sus milagros.