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Una lluvia de recuerdos y unos amaneceres que duelen

𝐄𝐧 𝐞𝐬𝐭𝐚 𝐧𝐚𝐫𝐫𝐚𝐜𝐢𝐨́𝐧, 𝐂𝐨𝐥𝐨́𝐧 𝐂𝐚𝐥𝐚𝐝𝐨 𝐧𝐨 𝐬𝐨́𝐥𝐨 𝐬𝐞 𝐦𝐮𝐞𝐬𝐭𝐫𝐚 𝐧𝐨𝐬𝐭𝐚́𝐥𝐠𝐢𝐜𝐨 𝐞𝐯𝐨𝐜𝐚𝐧𝐝𝐨 𝐥𝐚 𝐂𝐚𝐫𝐭𝐚𝐠𝐞𝐧𝐚 𝐝𝐞 𝐬𝐮 𝐢𝐧𝐟𝐚𝐧-𝐜𝐢𝐚 𝐬𝐢𝐧𝐨 𝐭𝐚𝐦𝐛𝐢𝐞́𝐧 𝐝𝐨𝐥𝐢𝐝𝐨 𝐬𝐚𝐜𝐚𝐧𝐝𝐨 𝐚 𝐥𝐚 𝐬𝐮𝐩𝐞𝐫𝐟𝐢𝐜𝐢𝐞 𝐮𝐧 𝐦𝐮𝐧𝐝𝐨 𝐝𝐞 𝐚𝐝𝐮𝐥𝐭𝐨𝐬 𝐬𝐞𝐫𝐢𝐨𝐬 𝐲 𝐜𝐨𝐫𝐫𝐞𝐜𝐭𝐨𝐬, 𝐪𝐮𝐞 𝐞𝐧 𝐫𝐞𝐚𝐥𝐢𝐝𝐚𝐝 𝐜𝐨𝐧𝐬𝐭𝐢𝐭𝐮𝐢́𝐚𝐧 𝐞𝐥 𝐦𝐚́𝐬 𝐩𝐨𝐝𝐫𝐢𝐝𝐨 𝐝𝐞 𝐥𝐨𝐬 𝐢𝐧𝐟𝐢𝐞𝐫𝐧𝐨𝐬 𝐩𝐚𝐫𝐚 𝐥𝐨𝐬 𝐧𝐢𝐧̃𝐨𝐬.

Rubén Darío Álvarez Pacheco, muchachon@rinconguapo.com

Acabo de leer “Lluvia al amanecer”, la más reciente novela del escritor cartagenero Carlos Colón Calado, quien ya antes se había dado a conocer con los libros “Los demonios de Claver”, “Calle 13” y “Mariestrellas”, este último un cuento infantil que gozó de una magnifica y cuidada edición.

“Lluvia al amanecer” padece de una edición muy regular, en comparación con los otros libros, pero lo que no puede negarse es la desgarradura del relato.

En esta narración, Colón Calado no sólo se muestra nostálgico evocando la Cartagena de su infancia sino también dolido sacando a la superficie un mundo de adultos “serios” y “correctos”, que en realidad constituían el más podrido de los infiernos para los niños.

El protagonista de esta novela ama profundamente a su madre, pero de la misma forma odia a su padre, un ser incapaz de ternura, de gestos de amor, de palabras cálidas, pero sí bien equipado para el reproche, el insulto, el irrespeto,  el castigo verbal y físico; y presto siempre a dos cosas: a cometer las más horribles injusticias y a jamás ofrecer disculpas, porque, según su atribulada psiquis, no podía darse el lujo de mostrar debilidades. Lo más bravo del caso es que en la calle y en el mundo laboral todos tenían el mejor concepto de ese energúmeno.

Sus hijos, más que respeto lo que sentían por él era miedo, terror, pavor y todas las palabras que puedan significar infelicidad para los infantes que sufrieron la rigidez familiar de aquellas épocas.

En contraste, el niño que empieza desmenuzando la historia siente profunda satisfacción y una minucia de felicidad corriendo entre los árboles gigantes del antiguo barrio Manga, los patios inmensos, las casonas llenas de señoras y abuelos que se distraían escuchando en la radio la música alegre, pero apacible de las grandes orquestas y cantantes que eran el orgullo de la raza Caribe.

Pero de pronto esa burbuja se rompe en mil astillas cuando los niños tienen que volver al colegio a enfrentarse a curas católicos pervertidos, uno de los cuales es víctima de las sospechas del protagonista, quien dice estar convencido de que uno de sus condiscípulos sufre vejaciones sexuales por parte de ese monstruo vestido de negro, quien diariamente se encerraba con él en su oficina dizque para, entre los dos, organizar los informes de rendimiento de los alumnos.

Al niño abusado se le notaba una tristeza profunda y silenciosa…

Muchos años después, y por cuenta ese pasaje demoníaco, nuestro personaje decide declararse ateo irredimible.

El silencio era la única opción que tenían los infantes de entonces frente a los abusos de los mayores, por un lado, porque los padres, abuelos y tíos siempre tenían la razón; y, por otro lado, porque los curas católicos eran intocables, figuras casi sacras a quienes todo el mundo les extendía la alfombra roja y les prodigaba reverencias que, en realidad, estaban lejos de merecer.

Pero no sólo eran los curas y los padres. También había profesores laicos siempre dispuestos al abuso y al terrorismo en contra de los niños. En este tramo de la novela se describen los atropellos de un propietario y rector de un colegio muy conocido y muy respetado quien, pese a la formalidad académica que exhibía en público, no tenía problemas en destrozar a reglazos las manos de los alumnos infractores y de encerrarlos pasando hambre hasta que alguno de sus mayores viniera por ellos.

Y entonces empezaba otro averno: el padre castigando a golpes y a insultos. Terrible paradoja: el padre irrespetando al hijo para enseñarlo a respetar. Dados esos salvajismos paternales, el único oasis que saboreaba el niño protagonista era cuando en sus noches salía soñando que tomaba una escopeta y mataba al padre como a un perro rabioso, cuya muerte se transformaba en la felicidad de todos en casa, especialmente de la mamá dulce, bonita y buena, pero asustada y entrenada desde pequeña para obedecer y no contradecir.

No sé qué más decir de “Lluvia al amanecer”…

O sí sé: está escrita con una prosa bien fluida y clara, sin tanto parapeto, sin despliegues poéticos sin ton ni son, sin adornitos pendejos, sin ornamentos innecesarios, pues la realidad que retrata así lo exige.

Es cruda como una pintura de trazos gruesos y angustiados. En ella puede que, de vez en cuando, se crucen las palenqueras gritando sus platanitos y sus aguacates; los pescadores atorando sus canoas entre los embarcaderos de la bahía o los partidos de béisbol bajo el sol dominical de cientos de abriles, pero el espanto de tantos maltratos contra la inocencia siempre rompe el lienzo con ese filo ardoroso que no entiende de compasiones.

Pero no sólo eran los padres,  los curas y los maestros. El matoneo escolar también cobra su presencia. En los colegios había estudiantes matoneados en casa por sus mayores. Estas víctimas, a su vez convertidas en victimarias, parecían olfatear a leguas la debilidad de algunos condiscípulos, a quienes escogían como la pera de boxeo donde desfogaban todas sus furias contenidas por obligación en casa.

Esas furias se expresaban en burlas, pellizcos, patadas, insultos o destrucción de la propiedad ajena. Ellos eran la obra maestra del veneno purulento que los mayores traían encajonado en el alma desde sus remotas infancias.

En “Lluvia al amanecer” más de uno se verá reflejado, porque los abusos contra los niños no han desaparecido. Más bien han mutado, se han transformado en otras maneras de ejercerlo, pero lo que sí permanece igual es el resultado: adultos inseguros, amargados, resentidos, rencorosos, incapaces de afecto, matoneadores, desconfiados en exceso, temerosos ante la ternura y odiadores de los gestos espontáneamente dulces y sinceros.

Lo último que les digo es que quien quiera que se le remuevan sus demonios más escondidos, que compre “Lluvia al amanecer” en la librería Remedios La Bella, claustro La Merced, al lado del Teatro Adolfo Mejía en Cartagena de Indias. También, pueden comprarlo aquí en GUAPEA, nuestra tienda literaria. Y felices lágrimas.

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