𝐃𝐞𝐭𝐫𝐚́𝐬 𝐝𝐞 𝐥𝐨𝐬 𝐜𝐫𝐢́𝐦𝐞𝐧𝐞𝐬 𝐦𝐚́𝐬 𝐚𝐭𝐫𝐨𝐜𝐞𝐬 𝐧𝐨 𝐞𝐬𝐭𝐚́𝐧 𝐬𝐨́𝐥𝐨 𝐥𝐚 𝐫𝐚𝐛𝐢𝐚 𝐨 𝐢𝐧𝐭𝐞𝐫𝐞𝐬𝐞𝐬 𝐦𝐚𝐭𝐞𝐫𝐢𝐚𝐥𝐞𝐬: 𝐡𝐚𝐲 𝐭𝐨𝐝𝐨 𝐮𝐧 𝐞𝐧𝐭𝐫𝐚𝐦𝐚𝐝𝐨 𝐝𝐞 𝐩𝐫𝐨𝐛𝐥𝐞𝐦𝐚𝐬 𝐦𝐞𝐧𝐭𝐚𝐥𝐞𝐬 𝐪𝐮𝐞 𝐜𝐚𝐬𝐢 𝐧𝐚𝐝𝐢𝐞 𝐪𝐮𝐢𝐞𝐫𝐞 𝐯𝐞𝐫.
Rubén Darío Álvarez Pacheco, muchachon@rinconguapo.com
José Pérez Trillos, terapeuta de Hogares Crea y amigo cercano, me dijo alguna vez una frase que no olvido: “Colombia ha sido negligente con la salud mental de sus ciudadanos”. Y con los años, he comprobado que tenía toda la razón. Este país se desvela por presupuestos millonarios en seguridad, fiestas, infraestructura o campañas políticas, pero sigue ignorando una verdad incómoda: detrás de muchos crímenes, insultos, violencias y negligencias, hay un profundo abandono de la salud mental.
Hace unos años, un caso me impactó profundamente. En el interior del país, un hombre pagó para que secuestraran y asesinaran a su propio hijo de un año. Lo hizo simplemente porque quería irse a vivir con una mujer más joven. Lo más escalofriante fue verlo participar en las marchas por la “desaparición” del niño, actuando como si no hubiera hecho nada. Su tranquilidad fue lo que despertó las sospechas de las autoridades; y, gracias a sus contradicciones, fue capturado. Pero esa calma no era frialdad: era enfermedad.
No era el amor, ni la codicia, ni el deseo lo que movió a ese tipo. Eran problemas mentales no tratados, enquistados desde la infancia. El caso se cerró con una condena, pero sin que se hiciera una sola campaña de prevención y sin que nadie hablara de salud mental en los medios. ¿Cuántos casos como ese podrían evitarse si tuviéramos atención temprana en los colegios? ¿Cuántos niños crecerían menos rotos si alguien los escuchara a tiempo?
En estos días, otro caso volvió a sacudirme. En el municipio de Soplaviento (norte de Bolívar) una mujer asesinó a su pareja porque él no la quiso acompañar a participar en una riña. Suena absurdo, brutal. Y no fue por los efectos de alcohol, fue su salud mental deteriorada la que la llevó a ese extremo.
En Colombia es así: problemas intrascendentes, disgustos insignificantes, desencuentros rutinarios que hubiesen podido solucionarse con un simple diálogo, o un sencillo acuerdo, terminan produciendo heridos, destrozos y hasta muertos. En Cartagena tenemos el ejemplo cercano: los pandilleros llevan años matándose por nimiedades que ocurrieron veinte o treinta años atrás. Y ahí es donde uno se pregunta: ¿Esa pendejada dio para tanta matanza?
Pero, claro, los extremos se normalizan. Por eso, en el barrio El Socorro, un pistolero no tuvo inconvenientes en matar a su víctima dentro un colegio y a la vista de niños y docentes.
¿Hasta cuándo vamos a seguir achacándole la culpa al licor, a las drogas o a la “rabia” del momento? Nos negamos a ver que detrás de estas acciones violentas hay historias de traumas sin tratar, infancias violentadas, mentes confundidas, desequilibradas y heridas. Nos negamos a aceptar que estamos criando generaciones sin herramientas emocionales para vivir.
Es verdad que Colombia es un país profundamente violento, pero también profundamente enfermo. Enfermo de abandono, de silencio, de estigmas. Aquí, ir al psicólogo todavía es un lujo o una vergüenza. Aquí, un niño que llora mucho “es un pechichón”; un joven que se aísla “es un bobo”; una mujer deprimida “necesita un macho que la enderece”. Así de torpe y atrasado sigue siendo nuestro discurso sobre salud mental.
Y mientras tanto, las cárceles siguen llenándose. Porque la única política pública que parece funcionar es la del castigo. El país no tiene un sistema preventivo robusto, pero sí tiene miles de cupos en prisión. No tenemos psicólogos en todas las escuelas, pero sí tenemos policías en cada esquina. No hay campañas masivas de salud mental, pero sí hay desfiles, festivales y conciertos pagados con dinero público.
La mayoría de los crímenes atroces que conmueven al país tienen algo en común: la historia de una mente rota, sola y olvidada por el sistema. Pero, ¿quién se atreve a decir eso sin que lo tilden de loco? ¿Quién le exige al Estado políticas de salud mental con la misma fuerza con que se exigen subsidios o pavimentación?
Los políticos prometen de todo: empleo, educación, seguridad, emprendimiento o tecnología. Pero son muy pocos —si es que hay alguno— los que colocan la salud mental como una prioridad. Nadie gana votos diciendo que va a invertir en psicólogos para colegios o que va a aumentar el presupuesto para psiquiatría pública. Pero, tal vez, eso es justamente lo que más necesitamos.
¿No será que los líderes que dicen “dirigir” este país también necesitan ayuda? Más de una vez han mostrado actitudes desatinadas, desconectadas de la realidad, agresivas y delirantes. ¿Y si el problema no es sólo de los ciudadanos, sino también de quienes toman decisiones por ellos?
Vivimos en una sociedad que romantiza el sufrimiento y la resiliencia, pero que no hace nada para prevenir el daño. Nos enseñan a aguantar, a sobrevivir y a callar. Nos repiten que “el tiempo lo cura todo”, cuando en realidad lo que hace es esconder los síntomas hasta que estallan en formas violentas.
Hablar de salud mental no debería verse como una moda o como una exageración. Es una urgencia nacional. No se trata sólo de evitar que alguien se quite la vida. Se trata también de evitar que alguien, en medio de su dolor no atendido, se la quite a otro. O que viva en constante violencia, sin entender por qué.
Es momento de exigir, desde todos los frentes, una política real, integral y profunda de salud mental. Una que empiece en los jardines infantiles, que acompañe a las familias, que esté presente en los barrios, en las universidades, en las empresas, en los medios.
Necesitamos campañas de prevención, redes de atención, formación para los profesores, protocolos en hospitales y un sistema de salud que no desprecie al paciente que dice que “siente que no puede más”. Necesitamos parar de decir, “eso no es para tanto”; y empezar a preguntar, “¿qué te pasa?”.
Mientras no seamos capaces de mirar con seriedad los problemas mentales de nuestros ciudadanos, seguiremos llorando víctimas, llenando cárceles, juzgando comportamientos sin entender su raíz. Y lo más grave: seguiremos repitiendo la historia.
Colombia no necesita sólo más policías, ni más cámaras de seguridad, ni más penas de cárcel. Necesita más salud mental. Y la necesita ya.