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¿Y los demás líderes?

𝐓𝐚𝐥 𝐩𝐚𝐫𝐞𝐜𝐞 𝐪𝐮𝐞 𝐞𝐧 𝐂𝐨𝐥𝐨𝐦𝐛𝐢𝐚 𝐞𝐥 𝐝𝐨𝐥𝐨𝐫, 𝐥𝐚 𝐢𝐧𝐝𝐢𝐠𝐧𝐚𝐜𝐢𝐨́𝐧 𝐲 𝐞𝐥 𝐚𝐧𝐡𝐞𝐥𝐨 𝐝𝐞 𝐣𝐮𝐬𝐭𝐢𝐜𝐢𝐚 𝐬𝐨𝐧 𝐬𝐞𝐥𝐞𝐜𝐭𝐢𝐯𝐨𝐬. 𝐌𝐚́𝐬 𝐝𝐞 𝐦𝐢𝐥 𝐥𝐢́𝐝𝐞𝐫𝐞𝐬 𝐬𝐨𝐜𝐢𝐚𝐥𝐞𝐬 𝐡𝐚𝐧 𝐬𝐢𝐝𝐨 𝐚𝐬𝐞𝐬𝐢𝐧𝐚𝐝𝐨𝐬, 𝐩𝐞𝐫𝐨 𝐧𝐢𝐧𝐠𝐮𝐧𝐨 𝐡𝐚 𝐝𝐞𝐬𝐚𝐭𝐚𝐝𝐨 𝐞𝐥 𝐞𝐬𝐭𝐫𝐮𝐞𝐧𝐝𝐨 𝐝𝐞𝐥 𝐚𝐭𝐞𝐧𝐭𝐚𝐝𝐨 𝐚 𝐌𝐢𝐠𝐮𝐞𝐥 𝐔𝐫𝐢𝐛𝐞.

Rubén Darío Álvarez Pacheco, muchachon@rinconguapo.com

Tras el reciente atentado al senador Miguel Uribe Turbay, y como era de esperarse, la reacción no se hizo esperar: fiscales, ministros, cámaras, helicópteros…en fin, la maquinaria institucional se activó como suele suceder cuando hay figuras de peso pesado de por medio.

No hay duda de que el atentado fue grave. Ninguna bala contra un político debe relativizarse. Pero basta mirar el contraste con otras muertes para que la conciencia se alborote. ¿Cuántos líderes sociales han sido asesinados en los últimos años sin que los reflectores se enciendan con igual fuerza?

Mientras Miguel Uribe era atendido por los mejores médicos, en una clínica privada de alta complejidad, los dolientes de un líder comunal en el sur del Tolima caminaban con el ataúd a cuestas por trochas sin pavimentar, sin escoltas ni cámaras.

Mientras la Fiscalía destinaba más de 180 investigadores al caso Uribe, muchas familias de víctimas rurales aún están esperando que algún funcionario —cualquiera— se digne a tomarles una declaración.

No se trata de comparar el valor de las vidas, sino de ponerle nombre al silencio. El país ha normalizado el asesinato de los líderes sociales como si se tratara de un impuesto territorial que deben pagar los que aún sueñan con justicia desde abajo.

Desde 2016, según cifras de Indepaz, más de 1.300 líderes sociales han sido asesinados en Colombia. Uno cada dos o tres días. Eran líderes defensores del agua, reclamantes de tierras, presidentes de juntas, maestros y sabedores ancestrales, entre otros.

Sin embargo, fuera de sus comunidades, pocos saben sus nombres. No hubo cadenas de oración por ellos, ni entrevistas en prime time, ni marchas. No hubo indignación presidencial. Hubo, cuando mucho, un trino de condolencia o una promesa de “no impunidad” que nunca se cumplió.

¿Qué nos dice eso como sociedad? Que hay muertos que pesan más que otros. Que los micrófonos se conmueven sólo cuando el caído es alguien de apellidos sonoros, no cuando es un campesino sin redes.

Claro, los medios también tienen su lógica. Lo que pasa en Bogotá hace más bulla. Pero uno esperaría que al menos el Estado, que deberia ser el garante de la equidad, reaccionara con la misma contundencia ante cualquier atentado contra la vida y la democracia. Bueno, se dice (por lo menos en el papel)  que Colombia es un país democrático.

Porque eso es lo que son los asesinatos de líderes: atentados contra la democracia. Sólo que ocurren lejos de los estrados, donde la voz popular no tiene eco y las balas no hacen titulares.

La mayoría de estos líderes defendían su territorio del despojo, el narcotráfico o la minería ilegal. Otros, simplemente pedían que no les mataran a los hijos. Algunos ni siquiera se consideraban “líderes”: sólo eran personas con dignidad, algo que en Colombia puede costar la vida.

Lo más grave es que estos crímenes no son sólo individuales. Cada asesinato es también un mensaje colectivo: “no te metas”, “no opines”, “quédate callado”. Es una pedagogía del miedo que sigue haciendo escuela.

Y cuando no hay justicia, lo que queda es la costumbre. Las comunidades terminan organizando sus propios velorios y su propia memoria, porque saben que la justicia vendrá —si viene— tarde y desdentada.

Algunos podrían decir que no se puede comparar un intento de magnicidio en plena capital con crímenes en veredas olvidadas. Pero ahí está el error: lo que hace magnicidio a un asesinato no es el apellido de la víctima sino la intención de callar voces necesarias.

Si dejamos que sólo duelan los muertos con cámara, si sólo investigamos los casos que nos “ponen en ridículo internacional”, entonces no estamos defendiendo la vida sino el prestigio.

Y ese prestigio, a costa del olvido ajeno, termina convirtiéndose en cinismo. Porque todos sabemos —aunque no lo digamos— que si el atentado contra Uribe hubiera ocurrido contra un líder social en Tumaco, el país entero estaría hablando de otra cosa.

No creo estar pecando de  insensible o de poco  empático. Es un llamado a despertar. Colombia no se va a arreglar sólo con indignaciones selectivas. O nos duelen todos o no nos duele nadie.

A veces da la impresión de que al Estado le interesa más cuidar la vida de quienes legislan que la de quienes sobreviven a lo que esos legisladores no han sabido legislar bien.

Pero la esperanza no está perdida. Todavía hay comunidades que resisten, que se abrazan en la plaza cuando les matan a uno de los suyos, que siembran plátano donde hubo plomo. Y todavía hay quienes escriben, no para señalar sino para irritar con respeto.

Porque si este país quiere seguir llamándose democrático, tiene que empezar por mirar con los mismos ojos a todos sus muertos. Y más aún: tiene que hacer lo posible para que no haya más. Tan sencillo como eso.

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