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¿Y para qué estudio?

𝐄𝐬𝐚 𝐩𝐫𝐞𝐠𝐮𝐧𝐭𝐚 𝐬𝐞 𝐥𝐚 𝐡𝐚𝐜𝐞𝐧 𝐚𝐜𝐭𝐮𝐚𝐥𝐦𝐞𝐧𝐭𝐞 𝐦𝐮𝐜𝐡𝐨𝐬 𝐣𝐨́𝐯𝐞𝐧𝐞𝐬, 𝐚𝐧𝐭𝐞 𝐞𝐥 𝐞́𝐱𝐢𝐭𝐨 𝐝𝐞 𝐥𝐨𝐬 𝐥𝐥𝐚𝐦𝐚𝐝𝐨𝐬 𝐢𝐧𝐟𝐥𝐮𝐞𝐧𝐜𝐞𝐫, 𝐭𝐚𝐥 𝐜𝐨𝐦𝐨 𝐞𝐧 𝐥𝐨𝐬 𝟖𝟎 𝐬𝐞 𝐥𝐚 𝐡𝐚𝐜𝐢́𝐚𝐧, 𝐩𝐞𝐫𝐨 𝐚𝐧𝐭𝐞 𝐞𝐥 𝐞́𝐱𝐢𝐭𝐨 𝐝𝐞 𝐏𝐚𝐛𝐥𝐨 𝐄𝐬𝐜𝐨𝐛𝐚𝐫 𝐲 𝐬𝐮𝐬 𝐬𝐞𝐜𝐮𝐚𝐜𝐞𝐬.

Rubén Darío Álvarez Pacheco, muchachon@rinconguapo.com

Muy pocos casos retratan con tanta crudeza el desorden ético de nuestros tiempos como el encarcelamiento de Epa Colombia.

Más allá del debate jurídico que ha despertado su condena, lo que verdaderamente inquieta es lo que este caso revela sobre los valores que rigen hoy en día entre los jóvenes: una mezcla de frustración, desesperanza y la peligrosa seducción del éxito fácil.

Una voz misteriosa parece decirnos que estudiar, prepararse y esforzarse no garantiza nada. Miles de jóvenes en Colombia y América Latina terminan sus carreras universitarias sólo para enfrentarse a la puerta cerrada del desempleo; o, peor aún, a la humillante búsqueda de “palancas” para poder acceder a trabajos mediocres y mal remunerados.

Mientras tanto, en la otra esquina del ring digital, alguien hace monerías en TikTok y consigue millones de seguidores; y, con ellos, contratos, dinero y fama. Esto genera una crisis profunda en la conciencia colectiva. Muchos jóvenes se preguntan: “¿para qué esforzarme, si el sistema no premia el mérito?”

La frustración es el terreno fértil donde germinan los sueños del atajo. Hoy no son las armas ni las motos de los narcos las que representan ese camino rápido al éxito, sino los celulares, los escándalos virales y las redes sociales. Pero la lógica es casi la misma: dinero fácil, reconocimiento rápido, y la promesa de una vida “resuelta”.

Lo vimos en los años ochenta con Pablo Escobar y su imperio: muchos jóvenes abandonaban las aulas para unirse al narcotráfico, porque ahí estaba el dinero, el respeto (¿o el miedo?) y la posibilidad de salir del anonimato. Hoy, ese fenómeno se repite bajo nuevas formas: el influencer polémico, la celebridad repentina, el escándalo convertido en negocio. Y lo más alarmante es que esto se ve no sólo como válido, sino también como deseable.

El caso de Epa Colombia debería analizarse también desde esa óptica. Se trata de una joven que supo convertir la irreverencia y la provocación en una mina de oro. Pero esa popularidad no vino acompañada de una conciencia de responsabilidad social, pues las redes sociales no tienen filtros morales: premian la atención, sin importar si proviene de una buena acción o de una barbaridad.

Un telenoticiero preguntó a varios ciudadanos de a pie si el encarcelamiento de Epa Colombia fue justo, y la opinión estuvo dividida. Algunos hablaron de persecución, otros de justicia, y otros tantos de escarmiento. Tal vez, y sin negar los errores del sistema, hacía falta un freno simbólico. Porque el mensaje que se estaba enviando era: “haz lo que quieras, grábalo, hazlo viral, y conviértelo en negocio”. Esa invitación es sumamente peligrosa.

Claro, no todos los influencers son irresponsables. Hay quienes aportan con contenido educativo, con sentido social, con creatividad positiva. Pero esos, en general, no generan tanto rating. Las plataformas digitales, guiadas por algoritmos que premian la emoción extrema, tienden a visibilizar más a los atrevidos, los obscenos y los desinhibidos.

Algunos influencers afirman, “yo no obligo a nadie a que vea mis videos”. Y puede que tengan razón, pero se les olvida algo: niños y adolescentes están en esa etapa de la vida donde todo es novedad, riesgo y deseo de pertenecer. Si los adultos no están atentos, si los sistemas educativos no enseñan a cuestionar y a discernir, esos jóvenes se convertirán en consumidores fieles de estos referentes distorsionados del éxito. Y no sólo los consumirán: querrán imitarlos.

Porque no se trata sólo de mirar contenido, se trata de aspirar a ser eso que se ve en pantalla. Por eso tenemos a niños que ya quieren ser youtubers, tiktokers, famosos, sin saber muy bien por qué, sólo porque eso parece ser lo único que funciona en un mundo que no valora el esfuerzo honesto. La ética, en estos casos, se vuelve un estorbo.

Los padres, los profesores, los medios de comunicación y los líderes sociales tienen que levantar la voz. No para satanizar las redes ni para encerrarnos en una moral conservadora, sino para proponer modelos distintos. No se trata de negar la tecnología, sino de usarla para bien. Pero eso requiere algo que parece escaso hoy: coherencia y ejemplo.

No se puede pedir a los jóvenes que valoren el esfuerzo, si ven que en su entorno quienes más ganan son los más corruptos, los más escandalosos o los más cínicos. La incoherencia adulta alimenta la desesperanza juvenil. Y eso es lo más grave, porque cuando se pierde la esperanza en el mérito, se pierde también la brújula social.

Tenemos que recuperar la idea de que el camino largo, aunque más difícil, es el que vale la pena. El trabajo constante, el estudio serio, la dedicación a un propósito no deben verse como ingenuidad, sino como una forma de resistencia. En un mundo de atajos, quien se esfuerza de verdad es un rebelde con causa.

Y si bien es cierto que las plataformas digitales llegaron para quedarse, también es cierto que podemos y debemos exigir mejores contenidos, más regulaciones, más educación digital. Que ser influencer no sea sinónimo de irresponsabilidad, sino de influencia positiva. Que la fama venga con consecuencias éticas, no sólo con dinero.

Los fallos judiciales, como el que llevó a Epa Colombia a prisión, deberían abrir debates públicos más amplios. No sólo sobre el castigo, sino sobre la cultura que estamos alimentando. ¿Qué estamos premiando como sociedad? ¿A quién le damos nuestra atención y nuestro dinero? ¿A quién convertimos en modelo para las nuevas generaciones?

El punto no es censurar ni perseguir, sino reflexionar y corregir. Tal vez esta sea una oportunidad para replantear el tipo de éxito que queremos promover. Porque si no lo hacemos, los jóvenes seguirán persiguiendo espejismos: luces rápidas que terminan en oscuridad.

Y cuando el éxito fácil se vuelve la norma, el esfuerzo deja de tener sentido. Esa es la verdadera tragedia. El fracaso no es que existan influencers polémicos; el fracaso es que no existan suficientes alternativas visibles y admirables que representen otros valores.

Este no es un problema exclusivo de Colombia, ni de esta generación. Pero sí nos toca a nosotros empezar a cambiar la historia. Y ese cambio empieza con decisiones pequeñas: ¿A quién sigues? ¿Qué compartes? ¿Qué celebras?

En el primer capítulo de la serie televisiva “Sin tetas no hay paraíso”, doña Hilda, la madre de Catalina y Bairon, los exhorta a que terminen el bachillerato, para que ingresen a la universidad y sean buenos profesionales.

—Mamá —pregunta Bairon—, ¿y eso para qué? Yo veo que “El Titi” ni siquiera terminó el bachillerato y ya tiene tremenda camioneta, apartamentos y las mejores chicas.

—Pero es que él trabaja con traquetos —dice doña Hilda angustiada—, y esa esa gente es muy peligrosa.

—Pero pagan bien, y para eso no hay que ser bachiller ni universitario.

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