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El cartacachaco, una especie en vía de expansión

𝐃𝐞𝐬𝐝𝐞 𝐡𝐚𝐜𝐞 𝐭𝐢𝐞𝐦𝐩𝐨 𝐬𝐞 𝐯𝐢𝐞𝐧𝐞 𝐡𝐚𝐛𝐥𝐚𝐧𝐝𝐨 𝐞𝐧 𝐂𝐚𝐫𝐭𝐚𝐠𝐞𝐧𝐚 𝐝𝐞 𝐞𝐬𝐭𝐞 𝐩𝐞𝐫𝐬𝐨𝐧𝐚𝐣𝐞, 𝐩𝐞𝐫𝐨 𝐫𝐚𝐫𝐚𝐬 𝐯𝐞𝐜𝐞𝐬 𝐬𝐞 𝐝𝐚 𝐮𝐧𝐚 𝐝𝐞𝐟𝐢𝐧𝐢𝐜𝐢𝐨́𝐧 𝐦𝐚́𝐬 𝐨 𝐦𝐞𝐧𝐨𝐬 𝐜𝐨𝐦𝐩𝐥𝐞𝐭𝐚 𝐝𝐞 𝐬𝐮 𝐩𝐞𝐫𝐟𝐢𝐥. 𝐏𝐨𝐫 𝐞𝐥 𝐦𝐨𝐦𝐞𝐧𝐭𝐨, 𝐬𝐞 𝐭𝐢𝐞𝐧𝐞 𝐜𝐥𝐚𝐫𝐨 𝐪𝐮𝐞 𝐚𝐦𝐚 𝐥𝐨 𝐛𝐨𝐠𝐨𝐭𝐚𝐧𝐨 𝐲 𝐝𝐞𝐬𝐩𝐫𝐞𝐜𝐢𝐚 𝐬𝐮 𝐭𝐞𝐫𝐫𝐮𝐧̃𝐨.

Rubén Darío Álvarez Pacheco, muchachon@rinconguapo.com

Hace unos diez años oí por primera vez la palabra “cartacachaco”. La escuché en una reunión de intelectuales cartageneros, quienes opinaron, casi en coro, que “los bogotanos aún no han superado la antipatía contra la cultura costeña, pero peores son los ‘cartacachacos’”.

Por razones que ahora no vienen a cuento, no pude quedarme para escuchar la definición exacta del término, que evidentemente es una fusión entre cartagenero y cachaco, pero más allá de eso había que establecer por qué al espécimen llamado “cartacachaco” se le considera peor que el nacido en Bogotá.

Anoche, trayendo a colación el tema con un grupo de colegas, llegamos a la conclusión inicial de que el cartacachaco es el cartagenero que ama lo bogotano (que, en principio, no tendría nada de malo), pero que, al mismo tiempo, desprecia todo lo que tenga que ver con lo cartagenero, a menos que ocurra en el Centro Histórico, en Bocagrande o en la zona norte. Y he aquí el lado malo.

Entonces, juntando varias definiciones, llegamos a concretar un perfil más o menos cercano a lo que define la naturaleza del cartacachaco. Y es el siguiente:

Este personaje suele generar más desconfianza que el político corrupto, más burla que el nuevo rico y más rabia que el forastero con aires de superioridad.

Se le reconoce rápido: acento andinizado, tono doctoral, mirada lejana como de quien ha visto el centro del país y regresó cambiado. Dice “cafecito”, “tenaz”, “literal”, “uy, que heavy” y “full trabajo en territorio”, aunque viva en Castillogrande y su única incursión en el “territorio” haya sido un coctel en la Casa 1537.

No es bogotano, pero quiere serlo. Y eso es lo que lo hace peligroso, porque el bogotano, al menos, se asume como tal. Viene, coloniza, firma contratos, compra apartamento con vista a la bahía y se va feliz con su selfie en el Hotel Santa Clara.

El cartacachaco, en cambio, es un cartagenero en versión beta, un infiltrado del centralismo con trauma de origen. Le avergüenza haber nacido en Olaya Herrera o en Los Caracoles; o haber estudiado en un colegio “no bilingüe”. Así que se reinventa: se vuelve “neutro”, “elegante” y empieza a hablar como si todos los días hiciera networking en una terraza de la zona G.

Algunas veces estudió en Bogotá y volvió con complejo de embajador de la OCDE. Otras veces ni siquiera salió, pero bastó con que entrara al mundo de las ONG, las universidades privadas o los foros de innovación para sentir que debía “elevar el tono”, “pulir el acento” y “estructurar procesos con enfoque transformacional”.

El cartacachaco no niega su raíz: la esteriliza. Se ríe por dentro de los dichos populares, se pone tieso si alguien le dice “ay, hombe” en público. Y si escucha una canción de Joe Arroyo en una reunión de trabajo, dice con cara de fastidio: “Divino, pero eso es más para eventos, ¿no?”. Prefiere una presentación en PowerPoint con 34 slides, 3 mapas de calor y ni una sola tilde fuera de lugar. “Claramente, Cartagena necesita mejorar su narrativa de ciudad”, dirá, mientras ignora el barrio que queda cruzando el puente.

Cuando accede a cargos de poder (una secretaría, una universidad, una consultoría pagada por el BID) su brújula no apunta a Henequén ni a El Pozón. Apunta a Chapinero. No pregunta qué necesita el barrio; más bien se pregunta cómo caerle bien al evaluador de Bogotá. Su Excel tiene más peso que la palabra del líder comunitario. Y si alguien menciona Bazurto en una reunión, el cartacachaco aclara que “hay que reordenar el espacio sin afectar el ecosistema comercial tradicional” (traducción: sáquenlos, pero con PowerPoint).

Y es ahí donde uno entiende la frase “los cartacachacos son peores”. Porque Cartagena puede tolerar al forastero invasivo, incluso, al nuevo rico gritón. Pero el traidor interno, el que se disfraza para que lo inviten a la mesa de los serios, genera un tipo de repudio distinto: el que duele.

El cartacachaco prefiere rodearse de tecnócratas “serios”, estrategas de voz monocorde, expertos en gobernanza que no pisan un barrio desde que estaban en el colegio. Mientras tanto, líderes populares, artistas de calle, profesores de escuela y gestores culturales quedan por fuera. No por falta de méritos, sino por exceso de identidad. “Muy valioso el proceso comunitario, pero toca articularlo desde lo institucional”, dirá. Y se va tranquilo.

Cabe aclarar: esto no es sólo cosa de hombres. Algunas cartageneras también se cachaquizan, pero lo hacen con más astucia. Modulan el acento, refinan su estética, cuidan la dicción, pero rara vez rompen el vínculo con su gente. Se adaptan sin borrarse. En cambio, el cartacachaco borra su acento, su barrio y su historia. Cree que ser costeño en voz alta es un problema de imagen.

Y como ahora todo se mide en redes sociales, muchos jóvenes cartageneros creen que para escalar hay que sonar como presentador de RCN. “Hola, soy Sebastián y trabajo en innovación social desde el Caribe”. Cero sabor, cero acento y full LinkedIn.

Pero el daño no es sólo simbólico. Cuando quienes toman decisiones actúan como si Cartagena fuera una ciudad ajena, se gobierna para los turistas, no para los barrios. Se invierte en la Cartagena de postal, se vende humo en videos institucionales y se olvidan las cloacas abiertas en Nelson Mandela.

El cartacachaco sueña con una ciudad “competitiva”, “ordenada”, “de talla mundial”, pero sin bulla, sin mototaxis y sin negros, salvo que sean las palenqueras que adornan el Centro Histórico con sus poncheras de frutas y sus vestimentas esclavistas inventadas por la industria turística.

La cachaquización no es sólo una forma de hablar. Es una forma de abandono. Es elegir parecer extranjero en tu propia tierra, porque crees que lo tuyo no da la talla. Es el síndrome del colonizado en versión ejecutiva, con blazer del Éxito y diploma de universidad bogotana.

Pero también hay tenacidad. En las emisoras comunitarias, en los grupos de teatro popular, en los centros de salud, en los barrios, en los que venden bollos en la calle y en los jóvenes que dicen “aja, vale mía” con orgullo, hay una Cartagena real que no cabe en los informes del DNP.

Es una Cartagena hablada con sabor, pensada desde abajo, y que no necesita validación del centro. Esa Cartagena sin filtro es la que sostiene la ciudad, aunque no tenga voz en los comités de “alineación estratégica”.

Al final, el cartacachaco no es más que un espejo roto. Nos muestra lo que pasa cuando dejamos de creernos suficientes y empezamos a actuar como colonizados de segunda.

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