𝐁𝐞𝐧𝐧𝐲 𝐌𝐨𝐫𝐞́ 𝐧𝐨 𝐬𝐨́𝐥𝐨 𝐟𝐮𝐞 𝐮𝐧 𝐜𝐚𝐧𝐭𝐚𝐮𝐭𝐨𝐫 𝐠𝐞𝐧𝐢𝐚𝐥 𝐬𝐢𝐧𝐨 𝐭𝐚𝐦𝐛𝐢𝐞́𝐧 𝐮𝐧 𝐜𝐚𝐦𝐩𝐞𝐬𝐢𝐧𝐨 𝐪𝐮𝐞 𝐣𝐚𝐦𝐚́𝐬 𝐬𝐞 𝐝𝐞𝐬𝐩𝐨𝐣𝐨́ 𝐝𝐞 𝐬𝐮 𝐞𝐬𝐞𝐧𝐜𝐢𝐚, 𝐚 𝐩𝐞𝐬𝐚𝐫 𝐝𝐞 𝐥𝐚 𝐟𝐚𝐦𝐚, 𝐞𝐥 𝐝𝐢𝐧𝐞𝐫𝐨 𝐲 𝐥𝐚𝐬 𝐭𝐞𝐧𝐭𝐚𝐜𝐢𝐨𝐧𝐞𝐬 𝐝𝐞 𝐥𝐚 𝐦𝐞𝐭𝐫𝐨𝐩𝐨𝐥𝐢.
Rubén Darío Álvarez Pacheco, muchachon@rinconguapo.com
Después de 62 años de su prematuro fallecimiento, Benny Moré sigue respirando tenazmente en el recuerdo de sus coterráneos de viejas y nuevas generaciones: los primeros se han encargado de que los segundos aprendan a adorar la imagen del que ha sido el personaje más idolatrado de la música popular en Cuba.
“Para nosotros —le dijo un locutor cubano a un colega de la Radiodifusora Nacional—, el Benny siempre ha sido y será el bárbaro del ritmo. Ninguno como él”.
Más de seis décadas han transcurrido desde que Bartolomé Maximiliano Moré Gutiérrez dejó de existir en el Instituto Nacional de Cirugía de La Habana, víctima de una cirrosis hepática crónica que le impidió que el próximo domingo 24 de agosto cumpla 106 años de haber nacido en Santa Isabel de las Lajas, uno de los 32 municipios de la provincia de Las Villas, al centro-occidente de Cuba.
Durante esas más de seis décadas son muchos los artistas de la música popular cubana que han dejado de existir, pero ninguno como El Benny ha quedado palpitando en el recuerdo de la gente que bailó, cantó y compró esa música que rendía homenaje a los elementos que componen el entorno del pueblo-pueblo.
Porque Benny Moré siempre fue un hombre de pueblo. Así lo dan entender anécdotas como la del panameño Rubén Blades, quien tendría algunos 8 años de edad cuando su padre lo alzó por encima de las cabezas de la multitud que extendía las manos para saludar a un hombre vestido de blanco, quien acababa de subir a la tarima en donde minutos después se descargarían los acordes de una gran banda gigante.
“Era Benny Moré —relata Blades—. Logré darle la mano, y él me la apretó suavemente. Alcancé a ver la sonrisa que le iluminaba el rostro y pensé que algún día yo también estaría en un escenario como el que él estaba pisando”.
Algo parecido suele contar el cubano Willy Chirino siempre que se refiere a los episodios de su infancia en Consolación del Sur, su pueblo:
“Una tarde de febrero, en la celebración de las fiestas patronales en homenaje a la Virgen de la Candelaria, Benny More, uno de los artistas más populares de la isla, llegaba a amenizar la fiesta bailable, la cual era esperada por los lugareños durante todo el año. Él tenía por costumbre llegar demorado a sus presentaciones.
Aquella tarde, la orquesta ya estaba tocando, pero la gente estaba de mal humor por la aparente ausencia de la estrella de la noche. Yo estaba a un costado del escenario observando lo que sucedía, cuando pasa por mi lado este señor alto, de una presencia increíble. Sube a la tarima y, de repente, todos se olvidan de la tardanza. Y cuando empezó a cantar, cambió el humor del baile por completo.
Este fue un momento determinante en la visión de mi propio futuro. A los 9 años, sentía que podría estar en ese lugar. Quería ser como él, que se encaramaba en un escenario y podía hacer feliz a la gente”.
Con un lenguaje un poco más sofisticado, el también cubano Jesús Coss Cause cuenta en su poema “El sombrero y el bastón” que, después de enloquecer a la gente durante casi toda una noche, El Benny se despojó del sombrero y lo lanzó hacia la multitud, como dando a entender que la rumba había terminado. Pero la gente no estuvo de acuerdo y le devolvió el obsequio, que él pescó con la punta del cayado, dio media vuelta, hizo que la orquesta sonara de nuevo y el escenario volvió a llenarse de estrellas.

Por mi parte, supe de Benny Moré en 1980, en medio de una parranda que sostenía mi papá con varios amigos del barrio Getsemaní. Cuando les pregunté quién era ese personaje que ellos elogiaban con tanto fervor, me explicaron, sin titubear, que “era el artista más grande que había dado la música cubana”. A lo mejor exageraron un poco, pero comprendo que la emoción de los tragos y de los recuerdos de adolescencia daba para eso y más.
Uno de los presentes, Rafael Herazo, dijo que conoció a Benny Moré en la plaza de La Serrezuela (Circo Teatro), del barrio San Diego; y que esa vez todo el mundo se quedó asombrado ante la estampa del cantante negro, flaco y altote como una torre de fuegos artificiales. “Tanto el nombre como él mismo eran largos”, acotaron los parranderos.
“Ese día —prosiguió Rafa Herazo—, El Benny mandó a comprar en Getsemaní un kilo de marihuana. Cuando se lo trajeron lo repartió entre algunos de los músicos, quienes se escondieron debajo de las gradas y después subieron a la tarima. Al final de la presentación hicieron un show que sonaba como cuando el disco se raya, se atrasa, se adelanta, se pega… ¡Imagínate esa vaina! Veinte músicos trabaos haciendo reír a la gente con sus locuras”.
Más adelante recordaron a otro getsemanicense llamado Rafael Armando Alvear, quien era coleccionista de los discos de El Benny, cuya música era la que más se escuchaba en su residencia cuando de tomarse los tragos se trataba.
En los años posteriores me puse en la tarea de averiguar todo lo relacionado con Benny Moré y su música, incluso cuando estaba estudiando en Barranquilla, donde me encontré con una cartagenera que resultó siendo hija de un sindicalista amigo de mi papá. Se llamaba René Zúñiga, adicto irredento a la música antillana, y quien había logrado algo considerado insólito para esa época: acumuló catorce long plays de Benny Moré.
Una de las canciones que más le gustaban a René era “Marianao”, “porque allí se ve lo bien que El Benny pronunciaba las palabras”, me explicó.
Otro que me hablaba con mucha emoción de Bartolomé era el musicólogo cartagenero Enrique Muñoz Vélez, de quien vi varias conferencias en las que disertaba con una emoción vibrante, como si se le fuera a romper el pecho con el sonido de la Gran Banda de El Benny.
Con esa misma emoción me aclaró que no era cierto que El Benny se hubiera referido con desprecio respecto a La sonora matancera, como han insinuado siempre. “Lo que pasaba —aclaró— es que El Benny ya estaba muy acostumbrado a las orquestas de formato grande, y temía que de pronto no fuera a acomodarse con La sonora. Por eso dijo, ‘ese conjunto no me suena’. Pero no lo dijo con arrogancia ni con pedantería. El Benny era un tipo muy inteligente y de buenos modales. Siempre se rehusó hablar mal de sus colegas”.
Unos años después le recordé a Rolando La Serie su paso por la banda de El Benny, y lo que más destacó fue que “ese negro nunca pasó por ninguna escuela de música ni sabía de partituras, pero era capaz de hacerle el arreglo completo a una canción únicamente imitando con la boca el sonido de los metales, del piano y de la percusión. Era por eso le decían ‘El Bárbaro’”.
“Tenía lo que llaman oído absoluto”, me informó el coleccionista y gestor cultural cartagenero Moisés Rocha Jiménez.
Alfredo “Chocolate” Armenteros, primo materno de El Benny, y quien también fue el director de la sección de metales de la Banda Gigante, me contó que “Bartolo no solamente tenía oído para crear arreglos sin partituras, sino también para improvisar cualquier cosa sobre la marcha y dirigir a los músicos al mismo tiempo. ¡Y cuidado te equivocabas, porque te buscaba entre el poco de instrumentos, te quedaba viendo y te regañaba en versos!”.
Con seguridad, cientos de recuerdos como estos deben estar dando vueltas en la memoria no solamente de los cubanos sino también de los admiradores y camaradas que tuvieron la oportunidad de conocer a Benny Moré en los sitios que visitó fuera de Cuba, antes y después de volverse el cantante famoso y carismático que llego a ser.
Como ellos, los estudiosos de su obra y los coleccionistas no dejan de preguntarse las razones para que después de más de 60 años El Benny siga siendo tan popular y tan celebrado como si aún viviera.
“Es que Benny era un hombre del pueblo, un campesino —dice el poeta cubano Juan Jorge Álvarez—; y los campesinos cubanos son personas generosas, nobles, solidarias y honestas. Todas esas cualidades las tenía Benny Moré y nunca las perdió ni cuando alcanzó la fama y el dinero. Él era lo que llamamos en Cuba ‘hombre y amigo’. Es decir, que se podía contar con él siempre. Que estaba pendiente de los amigos y de las personas que quería. Que era extraordinario hijo, padre y compañero de trabajo”.
Un pasaje casi leyenda que, de todas maneras, refleja la gratitud y la generosidad de Benny Moré para con sus amigos y colegas, sucedió en los difíciles inicios de su carrera, cuando Abelardo Barroso (el cantante estrella de la orquesta Casino de la playa) lo invitaba a que cantara con su agrupación en los finales de las presentaciones, para que fuera dándose a conocer.
Unos años más tarde, cuando El Benny ya era reconocido continentalmente como “El bárbaro del ritmo”, Abelardo Barroso estaba descendiendo de la gloria que había atesorado en épocas pretéritas, pero su viejo amigo tomó como estrategia solidaria el exigirles a los empresarios que solicitaban sus servicios que también contrataran a Barroso y su grupo, para que alternaran con él y pudiera ganarse unos buenos pesos que aliviaran su situación.
Los viejos integrantes de la ya legendaria Orquesta Aragón recuerdan aquellos comienzos cuando recibieron la ayuda de El Benny. También lo rememora su compadre y corista Fernando Álvarez, quien, después de varios años de estar acompañándolo en la Banda Gigante, decidió convertirse en cantante y solista. El Benny nunca le reprochó y, por el contrario, lo apoyó con todas las ganas, para que el antiguo compañero se transformara en el extraordinario bolerista que terminó siendo.
“El Benny era capaz de matarse por sus amigos”, insiste Juan Jorge Álvarez y, para corroborarlo, pone en el tapete el incidente acaecido entre Moré y el empresario venezolano Max Pérez:
“Ese tipo (el empresario), parece que tenía por costumbre armar un espectáculo musical con artistas populares y caros, pero al final de las cuentas a algunos les pagaba, a otros no; y a otros, cuando le daba la gana. El Benny cayó ingenuamente en la trampa de Max Pérez. Después del concierto, duró cobrándole varios días, hasta que en una de esas ocasiones le dijo: ‘si quieres no me pagues a mí, pero págales a mis negros’. Dicho eso, agarró un objeto contundente que había en el escritorio del empresario y con él le partió la cabeza. El caso llegó a los estrados judiciales y El Benny estuvo detenido, pero terminaron dándole la razón y pagándole su dinero”.
Por cosas de la fama y por su don de gente, la casa de Benny Moré en el barrio La Cumbre, del municipio San Miguel de Padrón, permanecía llena de visitantes provenientes de todos los sectores laborales de Cuba, pero especialmente de personajes del gremio musical, quienes siempre se encontraban con un buen plato de comida y una buena botella de ron para sazonar las conversaciones.
“Siempre fue esa persona humilde cariñosa y, sobre todo, generosa sin el menor apego a lo material. —cuenta Hilda, su hija—. Conservo nítido el recuerdo de su voz diciéndole a Iraida, su esposa: ‘cocina bastante que hoy tengo invitados’. En realidad, no había tales invitados. Los invitados eran aquellos que llegaban a nuestra casa a la hora del almuerzo o de la comida, fuera quien fuera y viniera de donde viniera. Esos invitados podían ser, incluso, nuestros propios vecinos, a quienes ofrecía de la misma manera cualquier tipo de ayuda. Era un hombre tremendamente humano. Así lo caracterizarían”.
En el patio de la casa permanecía una larga mesa de madera con varias sillas para esperar a esos visitantes que nadie invitaba, porque el fulgor humano de El Benny era suficiente para que todos quisieran amontonarse a su alrededor. En el plano de esa mesa, a guisa de tambor, tocaba ritmos que acompañaba con su voz para alegrar a los convidados; y una de esas descargas, mientras cantaba el tema “La mirla”, fue grabada por uno de los asistentes; y la velada se inmortalizó, como era de esperarse.
“Santa Isabel de Las Lajas”, una de sus canciones preferidas, es tal vez la que más refleja el espíritu sencillo y solidario de un cubano que fue grande como artista y como ser humano. Ni sus millones ni su fama opacaron el alma campechana que lo impulsaba a abrazar a cualquiera en la calle como si fuera un amigo de muchos años.
Y muchos de los que recibieron ese abrazo hicieron hasta la imposible por asistir a la muestra de duelo y afecto más grande que ha tenido Cuba en todos los tiempos: el sepelio de El Benny, después de haber cerrado los ojos un fatal martes 19 de febrero de 1963.
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𝗢𝘆𝗲𝗻𝗱𝗼 𝗮 𝗕𝗲𝗻𝗻𝘆 𝗠𝗼𝗿𝗲́ 𝗲𝗻 𝘂𝗻 𝗹𝘂𝗴𝗮𝗿 𝗹𝗹𝗮𝗺𝗮𝗱𝗼 𝗡𝗶́𝗷𝗮𝗿
Por: Alexis Díaz Pimienta
Poeta cubano
No trae recuerdos.
Benny Moré no trae recuerdos.
No dice nada sobre el barrio en el que convivimos
(convivencia de calles, árboles, piedras sobrevivientes de sus pasos alcohólicos).
Benny Moré murió cuando yo estaba naciendo.
Mi padre y él se emborrachaban juntos.
Oír a Benny Moré en un lugar llamado Nijar
nada tiene que ver con mi afición al llanto,
con la nostalgia que siempre dan los viajes,
con nosotros.
No trae recuerdos.
Benny Moré no trae ningún recuerdo.
Benny Moré puso a cantar el hígado
una tarde de agosto,
como un disco atrofiado,
hígado de jazz–band y de “conuco” triste,
hígado de marido insoportable,
hígado dando vueltas bajo la aguja
del alcohol y el tedio.
Ahora bebo, vuelvo a beber, contemplo el mar;
soy el único hombre que bebe, mira al mar,
y escucha a Benny en este bar de Níjar.
A través de los vasos miro bailar a Benny,
sus pantalones locos como velas al viento,
el bastón amenazando tanta cristalería.
Benny ha saltado sobre el mostrador
con sus ojazos de duende sabatino,
baila entre las copas sin que el barman lo vea,
bebe de la botella sin que el barman lo vea,
así se canta, Benny, anjaaaaá!
así se baila, Benny, anjaaaaá!.
Ahora pone el sombrero sobre la mesa y ríe.
Los anchos pantalones, la corbata alocada,
la leva como un grito dentro de un cuarto oscuro.
Benny ha roto dos vasos y han culpado a un cliente.
Así se baila, Benny, anjaaaaá!
Benny abre la boca
y en cada caries cabe el Mediterráneo,
en cada hueco de la nariz,
en cada poro de su cara mulata.
No nos dejes sin mar, Benny,
detén tu hígado ya, que me da miedo.
No te tragues el Mediterráneo,
Bartolomé Moré de mil demonios,
vete ya de una vez, Bartolomé Moré de ojos saltones,
ya de una puta vez, Bartolomé Moré
vecino de mi padre.
Ya te he dicho que no me traes recuerdos,
que no me haces llorar, que no te escucho,
Bartolomé Moré de mil demonios,
Benny Moré de mil…¡anjaaaaá!