𝐍𝐨 𝐪𝐮𝐞𝐫𝐢́𝐚 𝐪𝐮𝐞𝐝𝐚𝐫𝐦𝐞 𝐩𝐨𝐫 𝐟𝐮𝐞𝐫𝐚 𝐝𝐞 𝐥𝐚𝐬 𝐜𝐞𝐥𝐞𝐛𝐫𝐚𝐜𝐢𝐨𝐧𝐞𝐬 𝐞𝐧 𝐭𝐨𝐫𝐧𝐨 𝐚𝐥 𝐧𝐚𝐭𝐚𝐥𝐢𝐜𝐢𝐨 𝐧𝐮́𝐦𝐞𝐫𝐨 𝐜𝐢𝐞𝐧 𝐝𝐞 𝐮𝐧𝐨 𝐝𝐞 𝐥𝐨𝐬 𝐚𝐫𝐭𝐢𝐬𝐭𝐚𝐬 𝐦𝐚́𝐬 𝐠𝐫𝐚𝐧𝐝𝐞𝐬 𝐪𝐮𝐞 𝐝𝐢𝐨 𝐞𝐥 𝐬𝐢𝐠𝐥𝐨 𝐗𝐗, 𝐡𝐚𝐛𝐥𝐚𝐧𝐝𝐨 𝐝𝐞 𝐦𝐮́𝐬𝐢𝐜𝐚 𝐟𝐨𝐥𝐜𝐥𝐨́𝐫𝐢𝐜𝐚 𝐲 𝐝𝐞 𝐝𝐞𝐟𝐞𝐧𝐬𝐚 𝐝𝐞 𝐥𝐨 𝐫𝐚𝐢𝐳𝐚𝐥 𝐞𝐧 𝐂𝐨𝐥𝐨𝐦𝐛𝐢𝐚. 𝐇𝐞 𝐚𝐪𝐮𝐢́ 𝐞𝐬𝐭𝐚𝐬 𝐬𝐞𝐧𝐜𝐢𝐥𝐥𝐚𝐬, 𝐩𝐞𝐫𝐨 𝐬𝐞𝐧𝐭𝐢𝐝𝐚𝐬 (¡𝐲 𝐚𝐥𝐞𝐠𝐫𝐞𝐬❗) 𝐩𝐚𝐥𝐚𝐛𝐫𝐚𝐬.
Rubén Darío Álvarez Pacheco, muchachon@rinconguapo.com
Este 2025, el Caribe colombiano celebra con alegría y nostalgia el centenario del natalicio de Eliseo Herrera Junco, uno de sus artistas más icónicos, nacido en el pintoresco corregimiento de Pasacaballos, jurisdicción de Cartagena, tierra de manglares, tamboras y alegría rítmica.
Entre el río y la bahía creció este juglar carismático, cuya voz pícara y llena de sabor se coló en las casas costeñas durante décadas, llevando consigo una retahíla de versos veloces y chispeantes que convertían cualquier canción en una fiesta.
Fue parte fundamental de Los Corraleros de Majagual, ese laboratorio musical del Caribe donde se mezclaban porros, fandangos, cumbias, gaitas y sabrosura a borbotones. Con ellos, Eliseo dejó huella indeleble como un verdadero showman.
Pero también brilló como solista o junto a otros conjuntos folclóricos, siempre fiel a su esencia: la picardía del verbo, la alegría contagiosa, y ese dominio asombroso de los trabalenguas que lo convirtieron en leyenda.
En efecto, si Puerto Rico tuvo a Mon Rivera como su “Rey del trabalenguas”, Colombia tuvo en Eliseo Herrera a su propio monarca indiscutible del verbo encadenado, el ingenio improvisado y la rima juguetona.
Su legado no se limita a su discografía: está presente en la estructura misma de nuestra música tropical, en la forma en que los cantantes juegan con las palabras, en la osadía de meter chistes, adivinanzas o dobles sentidos sin perder el ritmo.
Basta con escuchar canciones como “La yerbita”, “La burrita”, “El vampiro” o “El vivo y el bobo” para darse cuenta de su virtuosismo vocal y su don escénico. Cada tema es una pieza de artesanía sonora, hecha con humor y sabrosura.

Eliseo no sólo cantaba: actuaba, gesticulaba, se divertía en el escenario. Su estilo era tan teatral como musical, y eso lo hacía inolvidable. Era un juglar urbano con alma de palenquero, un trovador tropical con espíritu carnavalesco.
Grandes como Jorge Oñate, Alfredo Gutiérrez, Juan Piña o Lucho Pérez no han dudado en reconocer su influencia. Para ellos, Eliseo fue un pionero, un innovador que abrió caminos con su estilo inconfundible y su entrega total a la música.
A pesar de todos sus méritos, Eliseo nunca perdió su esencia humilde. Vivía en el barrio El Papayal, cerca de Chambacú, rodeado de vecinos, amigos, sonidos de tambor y olores de cocina criolla. Allí era feliz, entre la gente.
Tuvo siempre una palabra amable para quienes lo saludaban, una sonrisa amplia y un comentario sabroso sobre la actualidad musical. Le gustaba conversar y reflexionar, especialmente sobre el lugar que ocupaban —o no— los músicos en la sociedad colombiana.
En las oficinas de Sayco, donde solías encontrarlo conversando con autores y compositores, defendía con pasión los derechos de los músicos y hablaba con dolor sobre el poco valor que a veces se les daba a los artistas del país.
Pero nunca perdió el ánimo. Siempre creyó que su música sobreviviría, que sus trabalenguas seguirían retumbando en carnavales, picós y fiestas patronales, aun en tiempos de reguetón, beats digitales y algoritmos de streaming.
Y tenía razón. Sus hijos y nietos han recogido esa antorcha sonora con orgullo y compromiso. Han protegido su legado, lo han digitalizado, lo han llevado a nuevas generaciones con el mismo entusiasmo con que él lo interpretaba.
Es gracias a ellos —y a todos los costeños que no olvidan— que seguimos bailando con “Tres puntá”, riendo con “La adivinanza”, cantando a gritos “La mafafa” y coreando “Pablo y Pabla” como si fueran lanzamientos recientes.
Eliseo fue muchas cosas: cantante, poeta popular, trovador, actor, vecino, padre, defensor de derechos; y, sobre todo, un eterno niño juguetón que encontró en la música una forma de hacer reír y pensar a la vez.
Su figura permanece viva en las plazas de barrio, en las emisoras que rescatan clásicos, en los picoteros que saben lo que vale una joya sonora, y en la memoria colectiva de un pueblo que no olvida a sus verdaderos artistas.
A cien años de su nacimiento, la mejor forma de rendirle homenaje es poner su música a todo volumen, cantar con desenfreno cada trabalenguas y celebrar la identidad costeña que él tan bien supo representar.
Porque Eliseo no fue sólo un cantante: fue un símbolo, un emblema de la alegría caribe, un hombre que convirtió la velocidad de las palabras en un espectáculo inolvidable.
Hoy, más que nunca, los cartageneros de los barrios populares, de las zonas corregimentales y de los territorios insulares saben que en la música de Eliseo tienen una sólida representación de sus alegrías, sus compadrazgos y reflexiones a la hora de enfrentar la vida con todos sus retos.