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Crónica de una ausencia en la calle de la moneda

Tommy Disco era uno de los últimos sitios baratos, populares y entranables que quedaban en pie. Donde uno no tenía que consumir para quedarse.

Rubén Darío Álvarez Pacheco, muchachon@rinconguapo.com

En la calle de La Moneda, barrio San Diego, hubo una vez un rincón donde el tiempo se descalzaba. No era un restaurante, no era un bar, no era una galería: era todo eso a la vez y algo más que no cabe en las palabras.

Le llamaban Tommy Discos. Y, aunque en la fachada se leía que vendían artesanías y música, los que pasábamos por ahí sabíamos que lo que realmente se ofrecía era sombra, conversación, y una tregua del mundo.

Tomás Miranda, su dueño, no era sólo comerciante. Era anfitrión, DJ, terapeuta popular, cronista sin papel. Uno llegaba y lo encontraba ahí, tras una cerveza o sirviendo almuerzos caseros, con la sonrisa quieta de quien ha aprendido a resistir sin estridencias.

El centro histórico de Cartagena se ha vuelto inhóspito para los suyos. Cada día se alza una boutique donde antes había una tienda de barrio, y un bar de cocteles reemplaza la fonda donde almorzaban los obreros. Pero Tommy resistía.

Era uno de los últimos sitios baratos, populares y entrañables que quedaban en pie, donde uno no tenía que consumir para quedarse. Bastaba sentarse, respirar, escuchar un disco viejo y y mirar el ir y venir de la ciudad que se nos escapa.

Allí se congregaban amigos, viajeros, artistas, jubilados, gente del común. Se hablaba de todo y de nada. Se arreglaba el país desde una mesa de madera. Se criticaba a los políticos. Se compartía silencio sin culpa. Era una esquina donde cabía el alma. Era un espacio de conversatorios, exposiciones de pintura, lanzamientos de libros y presentaciones de grupos musicales novatos, que convocaban a periodistas, investigadores, coleccionistas y sencillos amantes de la buena música y del buen arte en general.

Pero un día, sin aspavientos, Tommy cerró. No fue por falta de ganas, ni por falta de clientes. Fue por esa otra fuerza silenciosa que nos empuja hacia la periferia: los arriendos impagables, los vecinos intolerantes, las exigencias absurdas del “nuevo centro”.

Tommy mudó el negocio a su casa del barrio Los Calamares, donde sigue vendiendo discos y almuerzos. Allí nos recibe con el mismo afecto, pero hay algo que no es igual. Falta el sonido de los pasos sobre la piedra antigua, el bullicio colonial, el cruce inesperado con conocidos del centro.

Cada vez que paso por la Calle de La Moneda, me sorprende un vacío. No es que el local esté cerrado. Es que ya no está la atmósfera. El sitio se ha ido con su dueño. Lo que queda es un cascarón.

Y yo me digo: “qué falta hace Tommy aquí”. Lo digo para mis adentros, pero también lo he escuchado en boca de muchos otros. Somos varios los que sentimos esa nostalgia, como quien extraña un árbol que daba sombra en el camino.

A veces tengo la intención de buscarlo, pero el calor, la prisa o el tráfico me convencen de dejarlo para otro día. Como si fuera posible recuperar lo perdido en una visita.

Lo que más se extraña no es el almuerzo, ni la cerveza fría, ni siquiera los vinilos. Lo que más duele es no tener un lugar en el centro donde el tiempo no tenga precio, donde uno no tenga que justificar su presencia con una compra.

El centro histórico se nos volvió una vitrina. Bonita, sí. Turística, sin duda. Pero ajena. La ciudad que una vez fue nuestra, ahora nos cobra entrada. Nos obliga a disfrazarnos de clientes, a hablar bajito, a consumir para pertenecer.

La gentrificación no siempre llega con grúas ni demoliciones. A veces se presenta con una carta de aumento de arriendo o con una queja del nuevo vecino que no soporta la música criolla. Así fue como nos quedamos sin Tommy.

Y en esa ausencia se revela el síntoma: no sólo perdemos espacios, perdemos maneras de estar juntos. Perdemos la gratuidad del encuentro, la espontaneidad del saludo, el derecho a existir sin permiso y la familiaridad de dejar o recoger encomiendas, como si esa fuera nuestra casa, nuestro hogar alterno.

Tommy, en su nueva sede, resiste. Pero su rostro a veces se queda pensando cuando le preguntamos si volverá al centro. No lo dice, pero sabemos que también lo extraña. Porque él también fue vecino de esa ciudad que hoy le da la espalda.

El centro nos necesita. No sólo a Tommy. Nos necesita a todos los que le dimos vida cuando nadie miraba. Cuando no era postal, ni fondo de selfie, sino casa, rutina y chamba. Cuando era de todos.

Soñé hace poco que buscaba a Tommy en el centro y no lo encontraba. Caminaba por pasajes ruinosos, preguntando por él. Me decían que se había mudado. Desperté con un nudo en la garganta, como si lo que hubiera perdido fuera más que un lugar.

Pero sé que hay memoria. Y donde hay memoria, hay posibilidad. Si algún día vuelves al centro, Tommy, sabrás que aquí aún hay gente esperando tu regreso. No por nostalgia barata, sino por dignidad.

Porque hay sitios que no deberían cerrar nunca. Porque hay personas que hacen ciudad sin proponérselo. Porque resistir también es sentarse a conversar. Y porque todavía hay quienes creemos que no todo debe convertirse en negocio.

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