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La mujer iniciadora, la gran olvidada

𝐔𝐧 𝐡𝐨𝐦𝐞𝐧𝐚𝐣𝐞 𝐚 𝐥𝐚 𝐦𝐮𝐣𝐞𝐫 𝐪𝐮𝐞, 𝐬𝐢𝐧 𝐛𝐮𝐬𝐜𝐚𝐫 𝐠𝐥𝐨𝐫𝐢𝐚 𝐧𝐢 𝐫𝐞𝐜𝐨𝐦𝐩𝐞𝐧𝐬𝐚, 𝐚𝐜𝐨𝐦𝐩𝐚𝐧̃𝐚 𝐚 𝐥𝐨𝐬 𝐣𝐨́𝐯𝐞𝐧𝐞𝐬 𝐢𝐧𝐬𝐞𝐠𝐮𝐫𝐨𝐬 𝐞𝐧 𝐬𝐮 𝐩𝐫𝐢𝐦𝐞𝐫 𝐝𝐞𝐬𝐩𝐞𝐫𝐭𝐚𝐫 𝐚𝐟𝐞𝐜𝐭𝐢𝐯𝐨 𝐲 𝐬𝐞𝐱𝐮𝐚𝐥.

Foto de Edgar Garcés: https://www.instagram.com/photogarces/?hl=es

Rubén Darío Álvarez Pacheco, muchachon@rinconguapo.com

Hay figuras femeninas que el arte ha convertido en mito: la madre abnegada, la musa inspiradora, la femme fatale, la prostituta transgresora, etc. Todas han ocupado su lugar en novelas, canciones, películas y obras de teatro. Pero hay una que ha sido relegada a las sombras, a la sospecha, al silencio, pese a que su papel ha sido decisivo en la vida de muchos hombres: la mujer iniciadora. Aquella que, sin esperar nada a cambio, se apiada del adolescente tímido, acomplejado o solitario, y lo guía con ternura, paciencia y humanidad por los caminos del despertar afectivo y sexual.

Esta mujer no aparece en los libros de texto ni en los poemas de amor. Pocas veces (por no decir ninguna) se le dedica una canción o una escena entrañable. Sin embargo, ha sido la salvación de innumerables jóvenes, quienes, atados por la represión, la inseguridad o el miedo al rechazo, viven atrapados en la oscuridad de la masturbación, los prejuicios o el aislamiento emocional. Ella aparece como un faro en medio del naufragio interior: una prima mayor, una vecina madre soltera, una profesora con ojo compasivo, una condiscípula experimentada o una tía solterona sensible. No importa su rol familiar, importa su gesto.

Porque lo que hace la iniciadora no es seducir ni aprovecharse. Lo que hace es acoger. Su acto es un magisterio callado, intuitivo, sin aplausos y a veces arriesgado. En un mundo que juzga con ligereza, puede ser acusada de pervertida o de asalta cunas, cuando en realidad está cumpliendo una función humanitaria: liberar al joven de sus cadenas invisibles, prepararlo para no ser atropellado por la vida en cuestiones del amor, del deseo y del trato con las mujeres.

A diferencia de la prostituta (figura que el arte ha tratado con compasión, romanticismo e incluso admiración) la mujer iniciadora no cobra, no actúa por interés, ni cumple un rol profesional. Lo suyo no es transacción, es donación. Mientras la trabajadora sexual vende un cuerpo, la iniciadora obsequia un tiempo, una ternura, una pedagogía emocional y solidaria. No se trata sólo del sexo, sino también de algo mucho más profundo: el tránsito del miedo a la confianza, de la vergüenza al reconocimiento de sí.

Gabriel García Márquez fue uno de los pocos artistas que se han  atrevido a nombrarla con dignidad. Pilar Ternera, en “Cien años de soledad”, no sólo inicia a los hombres Buendía en los secretos del cuerpo, sino también en una comprensión amorosa del afecto. No los corrompe, los ilumina. No los atrapa, los libera. Esa figura, tan cargada de comprensión y respeto, contrasta con la ausencia casi total de otras iniciadoras en la narrativa universal. Y eso dice mucho más de nuestra cultura que de ellas mismas.

Muy pocos reconocen que la mujer iniciadora ha sido la salvación silenciosa de adolescentes solitarios, acomplejados, asustados, esos que nunca habrían cruzado una mirada con la chica popular del curso, pero que cargaban una urgencia de amor que no sabían cómo expresar. Y entonces aparecía ella: no para aprovecharse, sino para contener, para enseñar, para hacer del primer encuentro algo humano, no humillante.

La iniciadora es muchas veces una sobreviviente de sus propias soledades. Entiende lo que es no sentirse deseada, no ser mirada y no ser escuchada. Tal vez por eso su compasión no nace de la lástima sino de la empatía. Y ahí está su grandeza: no se burla, no juzga y no exige. Simplemente da. Y ese dar suyo, que no deja rastros ni medallas, cambia una vida.

No estamos hablando aquí de la fantasía adolescente con la mujer mayor. No se trata de erotizar el recuerdo ni de justificar relaciones inadecuadas. Se trata de reconocer, con la seriedad que merece, que muchas mujeres iniciadoras cumplieron un papel casi terapéutico en la vida de jóvenes rotos, inseguros y negados. Y que lo hicieron en silencio, sin pedir permiso, sin hacer ruido y muchas veces en riesgo de ser incomprendidas.

Es ese riesgo el que más duele. Porque la sociedad que no entiende la ternura libre, suele ser despiadada con quien la ejerce. A la iniciadora se le teme, se le ridiculiza o se le oculta. Se le niega el lugar que se le concede con facilidad a la prostituta que “cobra, pero no se compromete”. Se prefiere a la transacción monetaria que al gesto puro; y esa es una forma cruel de ingratitud.

La cultura ha preferido el escándalo antes que el agradecimiento. Porque aceptar la existencia de la iniciadora obliga a revisar muchas ideas: sobre el deseo, sobre la educación emocional y sobre el rol de la mujer en la vida íntima del hombre. Eso aún es, para muchos, una piedra en el zapato.

Pero el arte, si quiere ser justo, tendrá que saldar esa deuda. Tendrá que crearle un lugar a esa figura que no cabe en las categorías convencionales. Porque la iniciadora no es una madre, ni una amante, ni una amiga: es una mediadora entre el miedo y la madurez. Y ese rol merece respeto, memoria y poesía.

Estas palabras quieren ser un gesto de reparación. Un acto de gratitud a todas esas mujeres que, por amor o por compasión, enseñaron sin humillar, tocaron sin lastimar, y entregaron algo más que piel: entregaron calma, autoestima y esperanza. Mujeres que, sin saberlo, evitaron muchas tragedias íntimas y sembraron confianza donde sólo había vergüenza.

A la mujer iniciadora la historia no le ha levantado estatuas ni le ha compuesto canciones. Pero millones de hombres (aunque muchos no lo confiesen) llevan en su historia personal el paso firme de una de ellas. No siempre la recuerdan con claridad, pero sí con una sensación tibia de haber sido vistos, comprendidos e iniciados en los ardientes senderos de la sexualidad humana.

Hoy, desde la escritura, quiero darles las gracias. No por lo erótico, sino por lo ético. No por el placer, sino por la pedagogía emocional. No por haber “desvirgado” —como dice la jerga torpe— sino por haber acompañado con generosidad un proceso que pudo haber sido traumático, pero que ellas volvieron luminoso.

La iniciadora no necesita glorificaciones, pero sí merece memoria, que el arte la nombre, que la literatura la compadezca,  que la cultura le pida perdón por haberla escondido y que las nuevas generaciones sepan que hubo mujeres que, sin contratos ni aplausos, decidieron enseñar a amar con respeto a quienes más lo necesitaban.

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